sábado, 24 de junio de 2017

El Gato Negro

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo
a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia.
Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera
aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple,
sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de
esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no
intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos
que baroques. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis
fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos
excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una
vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que
abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una
gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y,
cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer.
Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan
que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía.
Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón
de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al
observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los
más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro,
conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de
una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no
poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los
gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón —tal era el nombre del gato— se había convertido en mi favorito y mi
camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba
mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo)
mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.
Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los
sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por
infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de
mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin
embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que
hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el
afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¿qué
enfermedad es comparable al alcohol?—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba
viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis
correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos,
pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de
mí una furia demoniaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se
separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra,
estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí
mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.
Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores
de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una
vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo
sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de
costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me
quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente
antipatía de un animal que alguna vez me ha querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó
en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el
espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin
embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los
impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles,
uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a
sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple
razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que
enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la
Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en
mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar
su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a
consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre
fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué
mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el
corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que
no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un
pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera
posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y
más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:
«¡Incendio!» Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo.
Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo
quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que
resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el
desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar
ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo
una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de
poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera
de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su
reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias
personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras
«¡extraño!, ¡curioso!» y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en
la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco
gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor
del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición —ya que no podía considerarla otra cosa— me sentí
dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que
había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio,
la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar
al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en
esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad
contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco
del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el
extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos
meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un
sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba,
algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame,
reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando
dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo
alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era una gato negro muy grande, tan grande
como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle: Plutón no tenía el menor pelo
blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha
blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra
mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que
precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me
contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció
dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para
inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se
convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era
exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero —sin que pueda decir cómo ni
por qué— su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el
sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba
encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño
me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerle
víctima de cualquier violencia; pero gradualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlo
con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una
emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente
de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue
precisamente la que le hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado
esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente
de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía
mis pasos con una pertinacia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me
sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas
caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o
bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En
esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el
recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo —quiero confesarlo ahora mismo— por un
espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería
imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer —sí, aún en
esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto
que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras
que sería dado concebir—. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la
forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia
entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha,
aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de
manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como
fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora
algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa
atroz, siniestra..., ¡la imagen del PATÍBULO! ;Oh lúgubre y terrible máquina del horror y
del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una
bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de
producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella
criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más
horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
—pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme— apoyado eternamente
sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de
bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los
más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse
en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer,
que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y
frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa
donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada
escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura.
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían
detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de
haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por
su intervención a una rabia más que demoniaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en
la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la
tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de
noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron
mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se
me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el
cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería
común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que
me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice
que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente
y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no
había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa
chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano.
Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y
tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo
sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una
palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve
en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después
de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del
anterior, y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí
seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me
dije: «Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano.»
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al
final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su
destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi
humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de
la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez
desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente, sí, pude dormir, aun con
el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré
como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no
volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción
me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó
mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se
descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y
procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era
impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara
en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez,
bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía
tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro
del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para
allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría
de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo
menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
—Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera—, me alegro mucho de
haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de
paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir
alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras.) Repito que es una
casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?...
tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la
esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado
el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo
y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente
hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un
aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede
haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los
demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera
quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que
cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada,
apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y
el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había
inducido al asesinato, y cuya voz delatora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al
monstruo en la tumba!
-E.A.P

Tengo 1001 Dietas Huérfanas

Cinco recetas de té. Ocho libros veganos. Y un detox de siete días, al lado el de tres. Treinta y seis carpetas de modelos y cien imágenes en cada una. Setecientas treinta y ocho imágenes de mujeres perfectas, solo en la computadora. Novecientos noventa y nueve imágenes de cigarrillos.
Y mil ciento un dietas.
Dietas sin realizar.
Dietas que mi grasa resiente.
Dietas que "llegaron despeinadas y descalzas a ninguna parte", como diría el chico de las estrellas. Si tuviera problemas con su peso, claro.
Un millón
Dos millones.
Tres billones.
Y un sin fin de ideas que cruzan por mi cabeza de lo que pasaría si fuera delgada.
¿Cómo se sentirán las clavículas? Hace más de dos años que nos las siento al final de mi cuello ¿Se habrán ido de viaje? Quizás las donas con helado de vainilla y las galletas de oreo con mantequilla de maní a la media noche, les compraron el pasaje.
¿Huesos de las caderas? ¿Es eso jodidamente posible? "No, quizás mi constitución no me lo permita"
Hasta un niño de cinco años sabría que era pura mierda, que cuando uno quiere, lo puede.

Pero yo no.

No podía.

Y al final

No pude.

Al final solo fueron calorías vacías y horas que se hicieron tardes, tardes que se hicieron noches y noches que se hicieron días con depresión. Frente a la computadora. Engordando como si fuera a ser el próximo cerdo a sacrificar para la maldita cena navideña a fin de año.
Mama, ¿existen hechizos para adelgazar? El cielo ah decidido que no es un problema importante si aún no peso 45 kilos. ¡Y alguien ah cortado el cable!

Oh Madre, ya no se escuchan plegarias ni en las bocas de los vagabundos.

Ya nadie escucha. Tú tampoco lo haces.

Ella tampoco.

Ella tampoco lo hace.

                                                                                                                                                                                                  -C.S.C

Manuscrito Hallado en una Botella

Qui n’a plus qu’un moment à vivre
N’a plus rien à dissimuler.
(QUINAULT, Atys)


De mi país y mi familia poco tengo que decir. Un trato injusto y el andar de los años
me arrancaron del uno y me alejaron de la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una
educación esmerada, y la tendencia contemplativa de mi espíritu me facultó para ordenar
metódicamente las nociones que mis tempranos estudios habían acumulado. Las obras de
los moralistas alemanes me proporcionaban un placer superior a cualquier otro; no porque
admirara equivocadamente su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos
hábitos mentales me permitían descubrir sus falsedades. Con frecuencia se me ha
reprochado la aridez de mi inteligencia, imputándome como un crimen una imaginación
deficiente; el pirronismo de mis opiniones me ha dado fama en todo tiempo. En realidad
temo que mi predilección por la filosofía física haya inficionado mi mente con un error
muy frecuente en nuestra época: aludo a la costumbre de referir todo hecho, aun el menos
susceptible de dicha referencia, a los principios de aquella disciplina. En general, no creo
que nadie esté menos sujeto que yo a desviarse de los severos límites de la verdad,
arrastrado por los ignes fatui de la superstición. Me ha parecido apropiado hacer este
proemio, para que el increíble relato que he de hacer no sea considerado como el delirio de
una imaginación desenfrenada, en vez de la experiencia positiva de una inteligencia para
quien los ensueños de la fantasía son letra muerta y nulidad.
Después de varios años pasados en viajes por el extranjero, me embarqué en el año
18... en el puerto de Batavia, capital de la rica y populosa isla de Java, para hacer un
crucero al archipiélago de las islas de la Sonda. Me hice a la mar en calidad de pasajero, sin
otro motivo que una especie de inquietud nerviosa que me hostigaba como si fuera un
demonio.

Nuestro excelente navío, de unas cuatrocientas toneladas, tenía remaches de cobre y

había sido construido en Bombay con teca de Malabar. Llevaba una carga de algodón en
rama y aceite procedente de las islas Laquevidas. También teníamos a bordo bonote,
melaza, aceite de manteca, cocos y algunos cajones de opio. El arrumaje había sido mal
hecho y, por lo tanto, el barco escoraba.
Iniciamos el viaje con muy poco viento a favor, y durante varios días permanecimos a
lo largo de la costa oriental javanesa, sin otro incidente para amenguar la monotonía de
nuestro derrotero que el encuentro ocasional con alguno de los pequeños grabs del
archipiélago al cual nos encaminábamos.
Una tarde, mientras me hallaba apoyado en el coronamiento, observé hacia el noroeste
una nube aislada de extraño aspecto. Era notable tanto por su color como por ser la primera
que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé continuamente hasta la puesta del
sol, en que comenzó a expandirse rápidamente hacia el este y el oeste, cerniendo el
horizonte con una angosta faja de vapor y dando la impresión de una dilatada playa baja.
Pronto mi atención se vio requerida por la coloración rojo-oscuro que presentaba la luna y
la extraña apariencia del mar. Operábase en éste una rápida transformación, y el agua
parecía más transparente que de costumbre. Aunque me era posible distinguir muy bien el
fondo, lancé la sonda y descubrí que había quince brazas. El aire se había vuelto
intolerablemente cálido y se cargaba de exhalaciones en espiral semejantes a las que brotan
del hierro al rojo. A medida que caía la noche cesó la más ligera brisa y hubiera sido
imposible concebir calma más absoluta. La llama de una bujía colocada en la popa no
oscilaba en lo más mínimo, y un cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que fuera
posible advertir la menor vibración. Empero, como el capitán manifestara que no veía
ninguna indicación de peligro pero que estábamos derivando hacia la costa, mandó arriar
las velas y echar el ancla. No se apostó ningún vigía y la tripulación, formada
principalmente por malayos, se tendió sobre el puente a descansar. En cuanto a mí, bajé a la
cámara, apremiado por un penoso presentimiento de desgracia. Todas las apariencias me
hacían ver la inminencia de un huracán. Transmití mis temores al capitán, pero no prestó
atención a mis palabras y se marchó sin haberse dignado contestarme. Mi inquietud, sin
embargo, no me dejaba dormir, y hacia media noche subí a cubierta. Cuando apoyaba el pie
en el último peldaño de la escala de toldilla, me sorprendió un fuerte rumor semejante al
zumbido que podría producir una rueda de molino girando rápidamente y, antes de que
pudiera asegurarme de su significado, sentí que el barco vibraba. Un instante después un
mar de espuma nos caía de través y, pasando sobre el puente, barría la cubierta de proa a
popa.
La excesiva violencia de la ráfaga significó en gran medida la salvación del navío.
Aunque totalmente sumergido, como todos sus mástiles habían volado por la borda, surgió
lentamente a la superficie al cabo de un minuto y, vacilando unos instantes bajo la terrible
presión de la tempestad, acabó por enderezarse.
Imposible me sería decir por qué milagro escapé a la destrucción. Aturdido por el
choque del agua volvía en mí para encontrarme encajado entre el codaste y el gobernalle.
Me puse de pie con gran dificultad y, mirando en torno presa de vértigo, se me ocurrió que
habíamos chocado contra los arrecifes, tan terrible e inimaginable era el remolino que
formaban las montañas de agua y espuma en que estábamos sumidos. Un momento después
oí la voz de un viejo sueco que se había embarcado con nosotros en el momento en que el
buque se hacía a la mar. Lo llamé con todas mis fuerzas y vino tambaleándose. No
tardamos en descubrir que éramos los únicos supervivientes de la catástrofe. Todo lo que se
hallaba en el puente había sido barrido por las olas; el capitán y los oficiales debían haber
muerto mientras dormían, ya que los camarotes estaban completamente inundados. Sin
ayuda, poco era lo que podíamos hacer, y nos sentimos paralizados por la idea de que no
tardaríamos en zozobrar. Como se supondrá, el cable del ancla se había roto como un
bramante al primer embate del huracán, ya que de no ser así nos habríamos hundido en un
instante. Corríamos a espantosa velocidad, y las olas rompían sobre cubierta. El maderamen
de popa estaba muy destrozado y todo el navío presentaba gravísimas averías; empero,
vimos con alborozo que las bombas no se habían atascado y que el lastre no parecía haberse
desplazado. Ya la primera furia de la ráfaga estaba amainando y no corríamos mucho
peligro por causa del viento; pero nos aterraba la idea de que cesara completamente,
sabedores de que naufragaríamos en el agitado oleaje que seguiría de inmediato. Este
legítimo temor no se vio, sin embargo, verificado. Durante cinco días y cinco noches —
durante los cuales nos alimentamos con una pequeña cantidad de melaza de azúcar,
trabajosamente obtenida en el castillo de proa—, el desmelenado navío corrió a una
velocidad que desafiaba toda medida, impulsado por sucesivas ráfagas que, sin igualar la
violencia de la primera, eran sin embargo más aterradoras que cualquier otra tempestad que
hubiera visto antes. Con pequeñas variantes navegamos durante los primeros cuatro días
hacia el sud-sudeste y debimos de pasar cerca de la costa de Nueva Holanda. Al quinto día
el tiempo se puso muy frío, aunque el viento había girado un punto hacia el norte. El sol se
alzó con una coloración amarillenta y enfermiza y remontó unos pocos grados sobre el
horizonte, sin irradiar una luz intensa. No se veían nubes y, sin embargo, el viento arreciaba
más y más, soplando con furiosas ráfagas irregulares. Hacia mediodía —hasta donde
podíamos calcular la hora— el sol nos llamó de nuevo la atención. No daba luz que
mereciera propiamente tal nombre, sino un resplandor apagado y lúgubre, sin reflejos,
como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Poco antes de hundirse en el henchido mar,
su fuego central se extinguió bruscamente, como si un poder inexplicable acabara de
apagarlo. Sólo quedó un aro pálido y plateado, sumergiéndose en el insondable mar.
Esperamos en vano la llegada del sexto día; para mí ese día no ha llegado, y para el
sueco no llegó jamás. Desde aquel momento quedamos envueltos en profundas tinieblas, al
punto que no hubiéramos podido ver nada a veinte pasos del barco. La noche eterna
continuó rodeándonos, ni siquiera amenguada por esa brillantez fosfórica del mar a la cual
nos habíamos habituado en los trópicos. Observamos además que, si bien la tempestad
continuaba con inflexible violencia, no se observaba ya el oleaje espumoso que nos
envolvía antes. Alrededor de nosotros todo era horror, profunda oscuridad y un negro
desierto de ébano. El espanto supersticioso ganaba poco a poco el espíritu del viejo sueco, y
mi alma estaba envuelta en silencioso asombro. Descuidamos toda atención del barco, por
considerarla ociosa, y nos aseguramos lo mejor posible en el tocón del palo de mesana,
mirando amargamente hacia el inmenso océano. No teníamos manera de calcular el tiempo
y era imposible deducir nuestra posición. Advertíamos, sin embargo, que llevábamos
navegando hacia el sur una distancia mayor que la recorrida por cualquier navegante, y
mucho nos asombró no encontrar los habituales obstáculos de hielo. Entre tanto, cada
minuto amenazaba con ser el último de nuestras vidas, y olas grandes como montañas se
precipitaban para aniquilarnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo había creído; sólo por
milagro no zozobrábamos a cada instante. Mi compañero aludió a la ligereza de nuestro
cargamento, recordándome las excelentes cualidades del barco. Yo no podía dejar de sentir
la total inutilidad de la esperanza y me preparaba tristemente a una muerte que, en mi
opinión, no podía ya demorarse más de una hora, puesto que a cada nudo que recorríamos
el oleaje de aquel horrendo mar tenebroso se volvía más y más violento. Por momentos
jadeábamos en procura de aire, remontados a una altura superior a la del albatros; y en otros
nos mareaba la velocidad del descenso a un infierno líquido, donde el aire parecía
estancado y ningún sonido turbaba el sueño del «kraken».
Nos hallábamos en la profundidad de uno de esos abismos, cuando un súbito clamor de
mi compañero se alzó horriblemente en la noche. «¡Mire, mire!», me gritaba al oído. «¡Dios
todopoderoso, mire, mire!»
Mientras hablaba, advertí un apagado resplandor rojizo que corría por los lados del
enorme abismo donde nos habíamos hundido, arrojando una incierta lumbre sobre nuestra
cubierta. Alzando los ojos, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una
espantosa elevación, inmediatamente por encima de nosotros, y al borde mismo de aquel
precipicio líquido, se cernía un gigantesco navío, de quizá cuatro mil toneladas. Aunque en
la cresta de una ola tan enorme que lo sobrepasaba cien veces en altura, sus medidas
excedían las de cualquier barco de línea o de la Compañía de Indias Orientales. Su enorme
casco era de un negro profundo y opaco, y no tenía ninguno de los mascarones o adornos
propios de un navío. Por las abiertas portañolas asomaba una sola hilera de cañones de
bronce, cuyas relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de
combate balanceándose en las jarcias. Pero lo que más me llenó de horror y estupefacción
fue ver que el barco tenía todas las velas desplegadas en medio de aquel huracán
ingobernable y aquel mar sobrenatural. Cuando lo vimos por primera vez sólo se distinguía
su proa, mientras lentamente se alzaba sobre el tenebroso y horrible golfo de donde venía.
Durante un segundo de inconcebible espanto se mantuvo inmóvil sobre el vertiginoso
pináculo, como si estuviera contemplando su propia sublimidad. Luego tembló, vaciló... y
lo vimos precipitarse sobre nosotros.
No sé qué repentino dominio de mí mismo ganó mi espíritu en aquel instante.
Retrocediendo todo lo posible esperé sin temor la catástrofe que iba a aniquilarnos. Nuestro
barco había renunciado ya a luchar y se estaba hundiendo de proa. El choque de la masa
descendente lo alcanzó, pues, en su estructura ya medio sumergida, y como resultado
inevitable me lanzó con violencia irresistible sobre el cordaje del nuevo buque.
En el momento en que caí, el barco viró de bordo, y supuse que la confusión reinante
me había hecho pasar inadvertido a los ojos de la tripulación. Me abrí camino sin dificultad
hasta la escotilla principal, que se hallaba parcialmente abierta, y no tardé en encontrar una
oportunidad de esconderme en la cala. No podría explicar la razón de mi conducta. Quizá
se debiera al sentimiento de temor que desde el primer momento me habían inspirado los
tripulantes de aquel buque, No me atrevía a confiarme a individuos que, después de la
rápida ojeada que había podido echarles, me producían tanta extrañeza como duda y
aprensión. Me pareció mejor, pues, buscar un escondrijo en la cala. Pronto lo hallé
removiendo una pequeña parte de la armazón movible, de manera de asegurarme un lugar
adecuado entre las enormes cuadernas del navío.
Apenas había completado mi trabajo, cuando unos pasos en la cala me obligaron a
hacer uso del mismo. Desde mi refugio vi venir a un hombre que se movía con pasos
débiles e inseguros. No le vi la cara, pero pude observar su apariencia general. En toda su
persona se notaban las huellas de una avanzada edad. Le temblaban las rodillas bajo el peso
de los años y su cuerpo parecía agobiado por aquella carga. Hablaba consigo mismo,
murmurando en voz baja y entrecortada unas palabras de un idioma que no pude
comprender, y anduvo tanteando en un rincón entre una pila de singulares instrumentos y
viejas cartas de navegación. En su actitud había una extraña mezcla del malhumor de la
segunda infancia con la solemne dignidad de un dios. Por fin volvió a subir al puente y no
lo vi más.
Un sentimiento para el cual no encuentro nombre se ha posesionado de mi alma; es una
sensación que no admite análisis, frente a la cual las lecciones de tiempos pasados no me
sirven y cuya clave me temo que no me será dada por el futuro. Para una mente constituida
como la mía, esta última consideración es un tormento. Nunca, sé que nunca llegaré a
conocer la naturaleza de mis concepciones. Y sin embargo no es de asombrarme que esas
concepciones sean indefinidas, puesto que se originan en fuentes tan extraordinariamente
nuevas. Un nuevo sentido, una nueva entidad se incorpora a mi alma.
Hace ya mucho que subí por primera vez al puente de este terrible navío y pienso que
los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Hombres incomprensibles!
Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin reparar
en mí. Ocultarme es una completa locura, pues esa gente no quiere ver. Hace apenas un
instante que pasé delante de los ojos del segundo; no hace mucho que me aventuré en el
camarote privado del capitán y tomé de allí los materiales con que escribo esto y lo que
antecede. De tiempo en tiempo seguiré redactando este diario. Cierto que puedo no
encontrar oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero no dejaré de intentarlo. En el
último momento encerraré el manuscrito en una botella y lo arrojaré al mar.
Un incidente ocurrido me ha dado nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas
por la operación de un azar ingobernado? Había subido a cubierta y estaba tendido, sin
llamar la atención, en una pila de frenillos y viejas velas depositadas en el fondo de un bote.
Mientras pensaba en la singularidad de mi destino iba pintarrajeando inadvertidamente con
un pincel lleno de brea los bordes de un ala de trinquete que aparecía cuidadosamente
doblada sobre un barril a mi lado. La vela está ahora tendida y los toques irreflexivos del
pincel se despliegan formando la palabra «descubrimiento».
En este último tiempo he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío.
Aunque bien armado, no me parece que se trate de un barco de guerra. Sus jarcias,
construcción y equipo contradicen una suposición semejante. Puedo percibir fácilmente lo
que el barco no es; me temo que no puedo decir lo que es. No sé cómo, pero al escrutar su
extraño modelo y su tipo de mástiles, su enorme tamaño y su extraordinario velamen, su
proa severamente sencilla y su anticuada popa, por momentos cruza por mi mente una
sensación de cosas familiares; y con esa imprecisa sombra de recuerdo se mezcla siempre
una inexplicable remembranza de antiguas crónicas extranjeras y de edades remotas.
Estuve mirando el maderamen del navío. Está construido con un material que
desconozco. Hay en la madera algo extraño que me da la impresión de que no se aplica al
propósito a que ha sido destinada. Aludo a su extrema porosidad, que no tiene nada que ver
con los daños causados por los gusanos, lo cual es consecuencia de la navegación en estos
mares, y con la podredumbre resultante de su edad. Parecerá quizá que esta observación es
excesivamente curiosa, pero dicha madera tendría todas las características del roble
español, si el roble español fuera dilatado por medios artificiales.
Al leer la frase que antecede viene a mi recuerdo un extraño dicho de un viejo lobo de
mar holandés: «Tan seguro es —afirmaba siempre que alguien ponía en duda su
veracidad— como que hay un mar donde los barcos crecen como el cuerpo viviente de un
marino.»
Hace unas horas me mostré lo bastante osado como para mezclarme con un grupo de
tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque me hallaba en medio de ellos, no
dieron ninguna señal de haber reparado en mi presencia. Al igual que el primero que había
visto en la cala, todos mostraban señales de una avanzada edad. Sus rodillas achacosas
temblaban, sus hombros se doblaban de decrepitud, su piel arrugada temblaba bajo el
viento; hablaban con voces bajas, trémulas, quebradas; en sus ojos brillaba el humor de la
vejez y sus grises cabellos se agitaban terriblemente en la tempestad. Alrededor, en toda la
cubierta, yacían esparcidos instrumentos matemáticos de la más extraña y anticuada
construcción.
Mencioné hace algún tiempo que un ala del trinquete había sido izada. Desde ese
momento, arrebatado por el viento el navío ha seguido su aterradora carrera hacia el sud,
con todo el trapo desplegado desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores,
hundiendo a cada momento los penoles de las vergas del juanete en el más espantoso
infierno de agua que imaginación humana alcance a concebir. Acabo de abandonar el
puente, donde me es imposible mantenerme de pie aunque la tripulación no parece
experimentar inconveniente alguno. Para mí es un milagro de milagros que nuestra enorme
masa no sea tragada de una vez y para siempre. Seguramente estamos destinados a rondar
continuamente al borde de la eternidad, sin precipitarnos por fin en el abismo. Pasamos a
través de olas mil veces más gigantescas que las que he visto jamás, con la facilidad de una
gaviota; las colosales aguas alzan sus cabezas sobre nosotros como demonios de la
profundidad, pero son demonios limitados a simples amenazas y a quienes se les ha
prohibido destruir. Me siento inclinado a atribuir esta continua sobrevivencia a la única
causa natural que puede explicar semejante efecto. Supongo que el barco está sometido a la
influencia de alguna poderosa corriente, o de una impetuosa resaca.
He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina; pero, como lo suponía, no me
prestó la menor atención. Aunque para un observador casual nada hay en su apariencia que
pueda parecer por encima o por debajo de lo humano, un sentimiento de incontenible
reverencia y temor se mezcló al asombro con que lo contemplaba. Tiene casi mi estatura, es
decir, cinco pies ocho pulgadas. Su cuerpo es proporcionado y sólido, sin ser especialmente
robusto ni destacarse en nada. Mas la singularidad de su expresión, la intensa, la
asombrosa, la estremecedora evidencia de una vejez tan grande, tan absoluta, dominó mi
espíritu con una sensación, con un sentimiento inefable. Aunque poco arrugada, su frente
parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son crónicas del pasado,
y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso del camarote estaba cubierto de
extraños infolios con broches de hierro, estropeados instrumentos científicos y viejísimas
cartas de navegación fuera de uso. El capitán apoyaba la cabeza en las manos, mientras
contemplaba con llameantes e inquietos ojos un papel que tomé por una comisión, y que en
todo caso ostentaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí mismo, como lo había
hecho el primer marinero a quien vi en la cala, palabras confusas y malhumoradas en un
idioma extranjero, y, aunque estaba a un paso de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde
una milla.
El barco y todo lo que contiene está impregnado por el espíritu de la Vejez. La
tripulación se desliza de aquí para allá, como los fantasmas de siglos sepultados; sus ojos
reflejan un pensar ansioso e intranquilo; y cuando sus dedos se iluminan bajo el extraño
resplandor de las linternas de combate, me siento como no me he sentido jamás, aunque
durante toda mi vida me interesaron las antigüedades y me saturé con las sombras de rotas
columnas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en
una ruina.
Al mirar en torno, me avergüenzo de mis anteriores aprensiones. Si temblé ante el
huracán que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no quedar transido de horror frente al
asalto de un viento y un océano para los cuales las palabras tornado y tempestad resultan
triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la tiniebla de la noche
eterna y un caos de agua sin espuma; pero a una legua, a cada lado, alcanzan a verse a
intervalos y borrosamente, gigantescas murallas de hielo que se alzan hasta el desolado cielo y que parecen las paredes del universo.
Tal como imaginaba, no hay duda de que el navío está en una corriente —si cabe dar
semejante nombre a una marea que, aullando y clamando entre las paredes de blanco hielo,
corre hacia el sud con la resonancia de un trueno y la velocidad de una catarata cayendo a
pico.
Supongo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin
embargo, sobre mi desesperación predomina la curiosidad de penetrar en los misterios de
estas horribles regiones, y me reconcilia con la más atroz apariencia de la muerte. Es
evidente que nos precipitamos hacia algún apasionante descubrimiento, un secreto
incomunicable cuyo conocimiento entraña la destrucción. Quizá esta corriente nos lleva
hacia el polo Sur mismo. Preciso es confesar que una suposición tan desorbitada en
apariencia tiene todas las probabilidades a su favor.
La tripulación recorre el puente con pasos inquietos y vacilantes; pero noto en sus
fisonomías una expresión donde el ardor de la esperanza sobrepasa la apatía de la
desesperación.
El viento sigue, entretanto, de popa, y como llevamos desplegadas todas las velas, hay
momentos en que el barco se ve levantado sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! ¡El hielo
acaba de abrirse a la derecha y a la izquierda, y estamos girando vertiginosamente, en
inmensos círculos concéntricos, bordeando un gigantesco anfiteatro, cuyas paredes se
pierden hacia arriba en la oscuridad y la distancia! ¡Pero poco tiempo me queda para pensar
en mi destino! Los círculos se están reduciendo rápidamente..., nos precipitarnos en el
torbellino... y entre el rugir, el aullar y el tronar del océano y la tempestad el barco se
estremece... ¡oh, Dios..., y se hunde!...
NOTA. El Manuscrito hallado en una botella se publicó por primera vez en 1831;
pasaron muchos años antes de que llegaran a mi conocimiento los mapas de Mercator, en
los cuales se representa al océano como precipitándose por cuatro bocas en el golfo Polar
(Norte), para ser absorbido por las entrañas de la tierra. El Polo aparece representado por
una roca negra, que se eleva a una altura prodigiosa. —E. A. P.

F I N

Silencio

-Cuento corto/Fábula Ευδουσιν δ’ όρκων κορυφαˆ τε καˆ φαράγες  Πρώονες τε καˆ χαράδραι (Las crestas montañosas duermen; los valles, l...