miércoles, 6 de septiembre de 2017

Silencio

-Cuento corto/Fábula


Ευδουσιν δ’ όρκων κορυφαˆ τε καˆ φαράγες 
Πρώονες τε καˆ χαράδραι
(Las crestas montañosas duermen; los valles,
los riscos y las grutas están en silencio.)
 (ALCMÁN [60(10),646])

  Escúchame —dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza—. La región de que
hablo  es  una  lúgubre  región  en  Libia,  a  orillas  del  río  Zaire.  Y  allá  no  hay  ni  calma  ni
silencio.
Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia
el  mar,  sino  que  palpitan  por  siempre  bajo  el  ojo  purpúreo  del  sol,  con  un  movimiento
tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho
del  río,  se  tiende  un  pálido  desierto  de  gigantescos  nenúfares.  Suspiran  entre  sí  en  esa
soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y
otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del
agua subterránea. Y suspiran entre sí.
Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí,
como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca
el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente
resonar.  Y  de  sus  altas  copas  se  filtran,  gota  a  gota,  rocíos  eternos.  Y  en  sus  raíces  se
retuercen,  en  un  inquieto  sueño,  extrañas  flores  venenosas.  Y  en  lo  alto,  con  un  agudo
sonido  susurrante,  las  nubes  grises  corren  por  siempre  hacia  el  oeste,  hasta  rodar  en
cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las
orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.
Era  de  noche  y  llovía,  y  al  caer  era  lluvia,  pero  después  de  caída  era  sangre.  Y  yo
estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares
suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación.
Y  de  improviso  levantóse  la  luna  a  través  de  la  fina  niebla  espectral  y  su  color  era
carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río,
iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En
su faz había caracteres grabados en la  piedra, y  yo  anduve  por  la  marisma  de  nenúfares
hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no pude descifrarlos.
Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y
mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACIÓN.
Y  miré  hacia  arriba  y  en  lo  alto  de  la  roca  había  un  hombre,  y  me  oculté  entre  los
nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y
estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta
era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la
noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su
cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas  de  sus  mejillas  leí  las  fábulas  de  la  tristeza,  del  cansancio,  del  disgusto  de  la
humanidad, y el anhelo de estar solo.
Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación.
Miró  los  inquietos  matorrales,  y  los  altos  árboles  primitivos,  y  más  arriba  el  susurrante
cielo,  y  la  luna  carmesí.  Y  yo  me  mantuve  al  abrigo  de  los  nenúfares,  observando  las
acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él
continuaba sentado en la roca.
Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las
amarillas,  siniestras  aguas  y  las  pálidas  legiones  de  nenúfares.  Y  el  hombre  escuchó  los
suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y
observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche
transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad
de  los  nenúfares,  y  llamé  a  los  hipopótamos  que  moran  entre  los  pantanos  en  las
profundidades  de  la  marisma.  Y  los  hipopótamos  oyeron  mi  llamada  y  vinieron  con  los
behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía
oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la
noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces  maldije  los  elementos  con  la  maldición  del  tumulto,  y  una  espantosa
tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido
con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río
se  desbordaron,  y  el  río  atormentado  se  cubría  de  espuma,  y  los  nenúfares  alzaban
clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la
roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel
hombre.  Y  el  hombre  tembló  en  la  soledad;  pero  la  noche  transcurría  y  él  continuaba
sentado.
Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y
el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron
malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo
no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se
estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se
oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto
desierto  ilimitado. Y  miré  los  caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres
decían: SILENCIO.
Y  mis  ojos  cayeron  sobre  el  rostro  de  aquel  hombre,  y  su  rostro  estaba  pálido.  Y
bruscamente  alzó  la  cabeza,  que  apoyaba  en  la  mano  y,  poniéndose  de  pie  en  la  roca,
escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres
sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a
toda carrera, al punto que cesé de verlo.

Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos
libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del cielo
y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el
majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas,
y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a
Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio,
que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer, en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no
pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la
tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara.

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