sábado, 15 de julio de 2017

La Cita

Venecia



¡Espérame allá! Yo iré a encontrarte
en el profundo valle.
(HENRY KING, obispo de Chichester, 
Funerales en la muerte de su esposa)

Hombre misterioso, de aciago destino! ¡Exaltado por la brillantez de tu imaginación,
ardido en las llamas de tu juventud! ¡Otra vez, en mi fantasía, vuelvo a contemplarte! De
nuevo se alza ante mí tu figura... ¡No, no como eres ahora, en el frío valle, en la sombra!,
sino como debiste de ser, derrochando una vida de magnífica meditación en aquella ciudad
de  confusas  visiones,  tu  Venecia,  Elíseo  del  mar,  amada  de  las  estrellas,  cuyos  amplios
balcones de los palacios de Palladio contemplan con profundo y amargo conocimiento los
secretos  de  sus  silentes  aguas.  ¡Sí,  lo  repito:  como  debiste  de  ser!  Sin  duda  hay  otros
mundos fuera de éste, otros pensamientos que los de la multitud, otras especulaciones que
las  del  sofista.  ¿Quién,  entonces,  podría  poner  en  tela  de  juicio  tu  conducta?  ¿Quién  te
reprocharía  tus  horas  visionarias,  o  denunciaría  tu  modo  de  vivir  como  un  despilfarro,
cuando no era más que la sobreabundancia de tus inagotables energías?
Fue en Venecia, bajo la arcada cubierta que llaman el Ponte di Sospiri, donde encontré
por tercera o cuarta vez a la persona de quien hablo. Las circunstancias de aquel encuentro
acuden  confusamente  a  mi  recuerdo.  Y,  sin  embargo,  veo...  ¡ah,  cómo  olvidar!...  la
profunda medianoche, el Puente de los Suspiros, la belleza femenina y el genio del romance
que erraba por el angosto canal.
Venecia estaba extrañamente oscura. El gran reloj de la Piazza había dado la quinta
hora de la noche italiana. La plaza del Campanile se mostraba silenciosa y vacía, mientras
las  luces  del  viejo  Palacio  Ducal  extinguíanse  una  tras  otra.  Volvía  a  casa  desde  la
Piazzetta, siguiendo el Gran Canal. Cuando mi góndola llegó ante la boca del canal de San
Marcos, oí desde sus profundidades una voz de mujer, que exhalaba en la noche un alarido
prolongado, histérico y terrible. Me incorporé sobresaltado, mientras el gondolero dejaba
resbalar  su  único  remo  y  lo  perdía  en  la  profunda  oscuridad,  sin  que  le  fuera  posible
recobrarlo. Quedamos así a merced de la corriente, que en ese punto se mueve desde el
canal  mayor  hacia  el  pequeño.  Semejantes  a  un  pesado  cóndor  de  negras  alas  nos
deslizábamos blandamente en dirección al Puente de los Suspiros, cuando mil antorchas,
llameando  desde  las  ventanas  y  las  escalinatas  del  Palacio  Ducal,  convirtieron
instantáneamente aquella profunda oscuridad en un lívido día preternatural. Escapando  de  los  brazos  de  su  madre,  un  niño  acababa  de  caer  desde  una  de  las
ventanas superiores del elevado edificio a las profundas y oscuras aguas del canal, que se
habían  cerrado  silenciosas  sobre  su  víctima.  Aunque  mi  góndola  era  la  única  a  la  vista,
muchos arriesgados nadadores habíanse precipitado ya a la corriente y buscaban vanamente
en su superficie el tesoro que, ¡ay!, sólo habría de encontrarse en el abismo. En las grandes
losas de mármol negro que daban entrada al palacio, apenas a unos pocos peldaños sobre el
agua, veíase una figura que nadie ha podido olvidar jamás después de contemplarla. Era la
marquesa Afrodita, la adoración de toda Venecia, la más alegre y hermosa de las mujeres
—allí donde todas eran bellas—, la joven esposa del viejo e intrigante Mentoni y madre del
hermoso  niño,  su  primer  y  único  vástago  que,  sumido  en  las  profundidades  del  agua
lóbrega,  estaría  recordando  amargamente  las  dulces  caricias  de  su  madre  y  agotando  su
débil vida en los esfuerzos por llamarla.
La marquesa permanecía sola. Sus diminutos y plateados pies desnudos resplandecían
en el negro espejo de mármol que pisaba. Su cabello, que conservaba a medias el peinado
del baile, rodeaba entre una lluvia de diamantes su clásica cabeza, llena de bucles parecidos
al jacinto joven. Una túnica alba como la nieve y semejante a la gasa parecía ser la única
protección de sus delicadas formas; pero el aire estival de aquella medianoche era caliente,
denso,  estático,  y  aquella  imagen  estatuaria  tampoco  hacía  el  menor  movimiento  que
alterara  los  pliegues  de  la  vestidura  como  de  vapor  que  la  envolvía,  tal  como  el  pesado
mármol  envuelve  la  imagen  de  Niobe.  Y,  sin  embargo,  ¡cosa  extraña!,  sus  grandes  y
brillantes ojos no miraban hacia abajo, en dirección a la tumba donde su mejor esperanza
había  sido  sepultada,  sino  que  aparecían  como  clavados  en  una  dirección  por  completo
diferente. La prisión de la antigua República es, según creo, el edificio más majestuoso de
Venecia; pero, ¿cómo podía aquella dama contemplarlo tan fijamente, mientras allí abajo se
estaba  ahogando  su  único  hijo?  Un  negro,  lúgubre  nicho  hallábase  situado  exactamente
frente a la ventana del aposento de la marquesa. ¿Qué podía haber, pues, en sus sombras, en
su  arquitectura,  en  sus  solemnes  cornisas  cubiertas  de  hiedra,  que  la  dama  no  hubiera
contemplado mil veces antes? ¡Oh, desatino! ¿Quién no recuerda que, en momentos como
ése, la mirada, semejante a un espejo trizado, multiplica las imágenes de su desolación y ve
en innumerables lugares lejanos la pena más cercana?
Varios escalones más arriba que la marquesa y dentro del arco de la compuerta se veía
a Mentoni, todavía con su traje de fiesta, semejante a un sátiro. Ocupábase por momentos
de rasguear las cuerdas de una guitarra y parecía ennuyé en extremo, mientras, de cuando
en cuando, daba instrucciones para el salvamento de su hijo. Estupefacto y despavorido, no
había podido moverme de la posición en que me colocara al escuchar el grito; seguía de pie
y debí de presentar a ojos del agitado grupo una apariencia ominosa y espectral, mientras
pasaba, pálido y rígido, en aquella fúnebre góndola.
Todos los esfuerzos parecían vanos. Los más decididos en la búsqueda empezaban a
cansarse y se entregaban a una profunda tristeza. Poca esperanza quedaba ya de salvar al
niño  (¡y  cuánto  más  desesperada  estaría  la  madre!).  Pero  entonces,  desde  el  interior  de
aquel oscuro nicho que he mencionado como parte integrante de la prisión de la antigua
República —y que quedaba frente a las ventanas de la marquesa—, una silueta embozada
avanzó hasta las luces y, luego de hacer una pausa al borde del abismo líquido, zambullóse
de cabeza en el canal. Un minuto después, al emerger llevando en sus brazos al niño que
aún respiraba y alzarse en los peldaños de mármol del lado de la marquesa, la empapada
capa se soltó de sus hombros y, cayendo a sus pies, mostró a los estupefactos espectadores
la graciosa figura de un hombre joven, cuyo nombre resonaba entonces en toda Europa. Ni una  palabra pronunció  el  salvador. Pero la  marquesa...  ¡Ah,  ya  iba  a  recibir  a  su
hijo! ¡Ya iba a estrechar en sus brazos el pequeño cuerpo y reanimarlo con sus caricias!
Mas, ¡ay!, los brazos de otro lo alzaban, los brazos de otro se lo llevaban, lo introducían en
el palacio. ¿Y la marquesa?... Sus labios, sus hermosos labios temblaban; las lágrimas se
arracimaban  en  sus  ojos,  esos  ojos  que,  como  el  acanto  de  Plinio,  eran  «suaves  y  casi
líquidos». Sí, las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y de pronto todo el cuerpo de aquella
mujer se estremeció con un temblor que le venía del alma... ¡Y la estatua recobró vida! Vi
súbitamente cómo la palidez marmórea de sus facciones, el alentar de su seno y la pureza
de  sus  blancos  pies  se  anegaban  en  una  incontenible  marea  carmesí.  Y  un  leve  temblor
agitó su delicado cuerpo, como la brisa gentil de Nápoles agita los plateados lirios en el
campo.
¿Por  qué  se  sonrojaba  la  dama?  No  hay  respuesta  a  tal  pregunta.  Verdad  es  que,  al
abandonar,  con  el  apresuramiento  y  el  terror  de  un  corazón  materno  la  intimidad  de  su
boudoir, la marquesa había olvidado aprisionar sus menudos pies en chinelas y cubrir sus
hombros venecianos con el manto que les correspondía... ¿Qué otra razón podía tener para
sonrojarse así? ¿Y la mirada de esos ojos que imploraban desesperadamente? ¿Y el tumulto
del agitado seno? ¿Y la convulsiva presión de aquella mano temblorosa que, en momentos
en  que  Mentoni  retornaba  al  palacio,  se  posó  accidentalmente  sobre  la  mano  del
desconocido?  ¿Y  qué  razón  podía  haber  para  aquellas  palabras  en  voz  baja,  en  voz  tan
extrañamente baja, aquellas palabras sin sentido que la dama murmuró presurosamente en
el instante de despedirlo?
—Has  vencido  —dijo,  a  menos  que  el  murmullo  del  agua  me  engañara—.  Has
vencido... Una hora después de la salida del sol... ¡Así sea!

El  tumulto  se  había  apaciguado,  murieron  las  luces  en  el  interior  del  palacio  y  el
desconocido, a quien yo, sin embargo, había reconocido, permanecía solo en la escalinata.
Estremecióse con inconcebible agitación y sus ojos miraron en todas direcciones buscando
una góndola. No podía menos de ofrecerle la mía, y la aceptó. Luego de obtener un remo en
una  compuerta,  continuamos  juntos  hasta  su  residencia,  mientras  mi  huésped  recobraba
rápidamente el dominio de sí mismo y se refería a nuestra superficial relación en términos
de gran cordialidad.
Frente  a  ciertos  temas,  me  gusta  ser  minucioso.  La  persona  del  desconocido  —
permitidme  llamarlo  así,  ya  que  lo  era  todavía  para  el  mundo  entero—,  la  persona  del
desconocido  constituye  uno  de  esos  temas.  Su  estatura  era  algo  inferior  a  la  mediana,
aunque  en  momentos  de  intensa  pasión  su  cuerpo  crecía  como  para  desmentir  esa
afirmación. La liviana  y  esbelta  simetría de su figura antes anunciaba la vivaz actividad
demostrada en el Puente de los Suspiros, que la hercúlea fuerza que, en ocasiones de mayor
peligro, había desplegado sin aparente esfuerzo. Su boca y mentón eran los de una deidad;
los ojos, singulares, ardientes, enormes, líquidos, de una tonalidad fluctuando entre el puro
castaño y el más intenso y brillante azabache; una profusión de cabello negro y rizado, bajo
el cual se destacaba una frente de no común anchura, que por momentos resplandecía como
marfil iluminado; tales eran sus rasgos, tan clásicamente regulares que jamás he visto otros
semejantes, salvo, quizá, en las imágenes del emperador Cómodo. Y, sin embargo, su rostro
era de esos que todo hombre ha visto en algún momento de su vida, pero que no ha vuelto a
encontrar nunca más. No tenía nada peculiar, ninguna expresión predominante que fijar en
la  memoria;  un  rostro  visto  e  instantáneamente  olvidado,  pero  olvidado  con  un  vago  y
continuo deseo de recordarlo otra vez. Y no porque el espíritu de cada rápida pasión no dejara de imprimir su propia y clara imagen en el espejo de aquel rostro; pero el espejo, al
igual que todos los espejos, perdía todo vestigio de la pasión apenas desaparecía.
Al despedirnos la noche de aquella aventura me pidió, de una manera que me pareció
urgente, que no dejara de visitarlo muy temprano por la mañana. Poco después de la salida
del  sol  llegué  a  su  Palazzo,  uno  de  aquellos  enormes  edificios  de  sombría  y  fantástica
pompa  que  se  alzan  sobre  las  aguas  del  Gran  Canal,  en  la  vecindad  del  Rialto.  Fui
conducido  por  una  ancha  escalinata  de  mosaico  hasta  un  aposento  cuyo  incomparable
esplendor irrumpía por las puertas abiertas, con lujo tal que me cegó y me confundió.
No ignoraba que mi conocido era rico. Los rumores circulantes se referían a sus bienes
en términos que yo me había atrevido a calificar de ridículas exageraciones. Pero, cuando
miré  en  torno,  no  pude  creer  que  la  riqueza  de  un  europeo  hubiese  sido  capaz  de
proporcionar la principesca magnificencia que ardía y brillaba en todas partes.
Aunque,  como  ya  he  dicho,  ya  había  salido  el  sol,  el  aposento  seguía  profusamente
iluminado. Juzgué por esta circunstancia, así como por la expresión de fatiga del rostro de
mi amigo, que no se había acostado en toda la noche.
Tanto la arquitectura como la ornamentación de la cámara tenían por finalidad evidente
la  de  deslumbrar  y  confundir.  Poca  atención  se  había  prestado  a  lo  que  técnicamente  se
denomina armonía, o a las características nacionales. La mirada erraba de objeto en objeto,
sin detenerse en ninguno, fueran los grotesques de los pintores griegos, las esculturas de las
mejores épocas italianas, o las pesadas tallas del rústico Egipto. Ricas colgaduras, en todos
los  ángulos  del  aposento,  vibraban  bajo  los  acentos  de  una  suave  y  melancólica  música
cuyo  origen  era  imposible  adivinar.  Los  sentidos  quedaban  oprimidos  por  la  mezcla  de
diversos  perfumes  que  brotaban  de  extraños  incensarios  convolutos,  junto  con  múltiples
lenguas oscilantes y resplandecientes de fuegos violeta y esmeralda. Los rayos del sol que
apenas  asomaban  caían  sobre  aquel  conjunto  a  través  de  ventanas  formadas  por  un  solo
cristal  carmesí.  Saltando  de  un  lado  a  otro,  en  mil  refracciones,  desde  las  cortinas  que
bajaban  de  sus  cornisas  como  cataratas  de  plata  fundida,  los  rayos  del  astro  rey  se
mezclaban por fin con la luz artificial y caían en masas vencidas y temblorosas sobre una
alfombra tejida con riquísimo oro de Chile, que daba la impresión de líquido.
—¡Ja, ja, ja! —rió el señor de aquel palacio, ofreciéndome asiento y tendiéndose en
una  otomana—.  Bien  veo  —agregó  al  advertir  que  no  alcanzaba  a  adaptarme
inmediatamente a la bienséance de un recibimiento tan singular—, bien veo que está usted
asombrado de mi cámara, mis estatuas, mis pinturas, la originalidad de mi concepción en
materia de arquitectura y tapicería... ¿Verdad que se siente como embriagado frente a mi
magnificencia? Pero, perdóneme usted, querido señor —y aquí el tono de su voz descendió
hasta  tocar  el  espíritu  mismo  de  la  cordialidad—,  perdóneme  mi  poco  caritativa  risa.
¡Parecía usted tan completamente asombrado! Por lo demás, ciertas cosas son a tal punto
cómicas,  que  uno  tiene  que  reír  o morirse.  ¡Morirse  de  risa  debe  ser  el  más  glorioso  de
todos  los  fines!  Sir  Thomas  More...,  ¡y  qué  hombre  era  sir  Thomas  More!...,  murió
riéndose,  como  usted  sabe.  En  los  Absurdos  de  Ravisius  Textor  hay  una  larga  lista  de
personajes que terminaron de la misma magnífica manera. Y ha de saber usted —continuó,
pensativo— que en Esparta (que se llama ahora Palaeochori), hacia el oeste de la ciudadela,
entre un caos de ruinas apenas visibles, existe una especie de socle, en el cual todavía son
legibles  las  letras  ΛΑΣΜ.  Indudablemente,  forman  parte  de  ΙΕΛΑΣΜΑ.  Ahora  bien,  en
Esparta  se  alzaban  mil  templos  y  altares  dedicados  a  mil  divinidades  distintas.  ¡Qué
extraordinariamente  raro  que  el  altar  de  la  Risa  sea  el  único  que  ha  sobrevivido  a  los
demás!  Pero  en  este  momento  —agregó,  mientras  su  voz  y  su  actitud  variaban extrañamente— no tengo derecho de estar alegre a expensas de usted. Y no me extraña que
se haya quedado estupefacto al entrar. Europa no es capaz de producir nada tan hermoso
como mi pequeño gabinete real. El resto de las habitaciones no se le parecen para nada; son
simples ultras de insipidez a la moda. Pero esto es mejor que la moda, ¿no le parece? Y, sin
embargo, bastaría que vieran este aposento para que se iniciara la moda más furiosa... entre
aquellos, claro está, que pudieran pagarla al precio de su entero patrimonio. Pero me he
cuidado de semejante profanación. Salvo una persona, es usted el único ser humano, fuera
de mí y de mi valet, que ha sido admitido en los misterios de estos aposentos reales desde el
día en que fueron adornados como puede verlo...
Me incliné en señal de agradecimiento, ya que aquel lujo sobrecogedor, los perfumes,
la música y la inesperada excentricidad del tono y la actitud de mi huésped me impedían
expresar con palabras lo que de otra manera hubieran constituido un elogio.
—Aquí —dijo él, levantándose y apoyándose en mi brazo, mientras íbamos de un lado
a otro de la estancia—, aquí hay pinturas desde los griegos hasta Cimabue, y de Cimabue
hasta  la  hora  actual.  Muchas  han  sido  escogidas,  como  puede  usted  ver,  con  muy  poco
respeto por las opiniones de los entendidos. Y, sin embargo, constituyen una decoración
adecuada para un aposento como éste. Hay asimismo algunos chefs d’oeuvre de grandes
desconocidos... y aquí figuran dibujos inconclusos de hombres que fueron celebrados en su
día y cuyos nombres han quedado reservados al silencio y a mí, gracias a la perspicacia de
las academias. ¿Qué piensa usted —dijo, volviéndose bruscamente mientras hablaba— de
esta Madonna della Pietà?
—¡Es la obra de Guido! —exclamé con todo el entusiasmo de mi espíritu, pues había
estado  contemplando  intensamente  su  incomparable hermosura—. ¡Es la obra de Guido!
¿Cómo  pudo  usted  obtenerla?  ¡No  cabe  duda  de  que  es  en  pintura  lo  que  la  Venus  en
escultura...!
—¡Ah! —dijo pensativamente—. Venus... la hermosa Venus... ¿La Venus de Médicis?
¿La de la pequeña cabeza y el resplandeciente cabello? Parte del brazo izquierdo —aquí su
voz se tornó tan baja que me costó oírla— y todo el derecho han sido restaurados; pienso
que en la coquetería de ese brazo derecho reside la quintaesencia de la afectación. ¡Para mí,
la  Venus  de  Canova!  El  mismo  Apolo  es  una  copia...  no  cabe  la  menor  duda...  ¡Oh,
estúpido  y  ciego  que  soy,  incapaz  de  alcanzar  la  tan  mentada  inspiración  del  Apolo!
Perdóneme  usted,  pero  no  puedo  evitar...,  ¡téngame  lástima!...,  una  preferencia  por  el
Antinoo. ¿No fue Sócrates quien afirmó que el escultor encuentra su estatua en el bloque de
mármol? En ese caso, Miguel Ángel no se mostró nada original en sus versos:

Non ha l’ottimo artista alcun concetto 
Che un marmo solo in se non circonscriva.

Se ha afirmado —o debería afirmarse— que en la actitud del verdadero gentleman cabe
advertir siempre una diferencia con el comportamiento del hombre vulgar, sin que en el
instante pueda precisarse en qué consiste. Suponiendo que dicha observación se aplicara
con toda su fuerza a la conducta exterior de mi amigo, aquella memorable mañana sentí que
correspondía referirla aún más a su temperamento moral y a su carácter. Para definir esa
peculiaridad de espíritu que parecía apartarlo esencialmente del resto de los seres humanos,
la llamaré un hábito de intenso y continuo pensamiento, que invadía incluso sus acciones
más triviales, penetraba en sus momentos de gozo y se entrelazaba con sus estallidos de
alegría, como los áspides que surgen de los ojos de las máscaras sonrientes en las cornisas de los templos de Persépolis.
No pude menos de observar, sin embargo, que, a pesar del tono alternado de liviandad
y solemnidad que mi huésped adoptaba para referirse a cuestiones de menuda importancia,
había en él una cierta vacilación, algo como un fervor nervioso en la acción y la palabra,
una inquieta excitabilidad de conducta que en todo momento me pareció inexplicable y que
a  ratos  llegó  a  alarmarme.  Con  frecuencia,  deteniéndose  a  mitad  de  una  frase  cuyo
comienzo  había  aparentemente  olvidado,  quedábase  escuchando  con  la  más  profunda
atención, tal como si esperara la llegada de un visitante u oyera sonidos que sólo existían en
su imaginación.
Ocurrió que, durante una de esas ensoñaciones o pausas de aparente abstracción, me
puse  a  hojear  la  hermosa  tragedia  del  poeta  y  humanista  Poliziano,  Orfeo  —la  primera
tragedia  italiana—,  que  había  encontrado  a  mi  alcance  sobre  una  otomana.  Al  hacerlo,
descubrí  un  pasaje  subrayado  con  lápiz.  Correspondía  al  final  del  tercer  acto,  y  era  un
fragmento apasionadamente emocionante un pasaje que, aunque manchado de impurezas,
no podría ser leído por hombre alguno sin despertar en él nuevos estremecimientos y hacer
suspirar a las mujeres. Aquella página estaba borrosa de lágrimas recién vertidas y, en la
parte en blanco del folio opuesto, leí los siguientes versos en inglés, escritos con una letra
tan diferente de la muy singular de mi amigo, que al principio me costó darme cuenta de
que era la misma:

Tú fuiste para mí, oh amor,
todo lo que mi espíritu anhelaba,
isla verde en el mar,
fuente y santuario,
con guirnaldas de frutas y de flores,
oh amor, que fueron mías.

¡Ah hermoso sueño, por hermoso efímero! 
¡Ah estrellada Esperanza que surgiste
para pronto morir! 
Una voz del futuro me reclama: 
—¡Adelante!¡Adelante!—. Mas se cierne 
sobre el pasado (¡negro abismo!) mi alma 
medrosa, inmóvil, muda.

¡Ay, ya no está conmigo
la luz de mi existencia!
«Ya nunca... nunca... nunca»
(así murmura el mar solemne
a las arenas de la playa),
ya nunca el árbol roto dará flores
ni el águila muriente alzará su vuelo.
Hoy mis días son vanos
y mis nocturnos sueños
andan allá donde tus ojos grises
miran, donde pisan tus plantas,
¡oh, en qué danzas etéreas, a la orilla de itálicos arroyos!

¡Ay, en qué aciago día
por el mar te llevaron
robándote al amor, para entregarte
a caducos blasones mancillados!
¡Robándote a mi amor, a nuestra tierra
donde lloran los sauces en la niebla!

Que  aquellos  versos  hubieran  sido  escritos  en  inglés  —idioma  con  el  cual  no  creía
familiarizado  a  mi  huésped—  me  sorprendió  poco. Demasiado sabía la extensión de sus
conocimientos y el singular placer que experimentaba en ocultarlos a los demás. Pero el
lugar  donde  estaba  fechado  el  poema  me  causó,  debo  admitirlo,  no  poca  confusión.  La
palabra  original  era  Londres,  y,  aunque  aparecía  cuidadosamente  tachada,  podía,  sin
embargo, ser descifrada por un ojo escrutador. He dicho que me causó no poca confusión,
pues bien recordaba una conversación anterior con mi amigo durante la cual le preguntara
si  alguna  vez  había  conocido  en  Londres  a  la  marquesa  de  Mentoni  (la  cual  residía  en
aquella capital antes de su matrimonio); si no me equivoco, su respuesta me dio a entender
que jamás había pisado la metrópoli inglesa. Bien puedo mencionar de paso que muchas
veces  había  oído  decir  (sin  dar  crédito  a  un  rumor,  al  parecer,  tan  improbable)  que  el
hombre de quien hablo era no sólo por su nacimiento, sino por su educación, inglés.

—Hay una pintura —dijo él, sin advertir que yo había estado leyendo la tragedia— que
todavía no ha visto usted.
Y,  apartando  una  colgadura,  descubrió  un  retrato  de  tamaño  natural  de  la  marquesa
Afrodita.
El arte humano no podía haber hecho más en el trazado de su belleza sobrehumana. La
misma etérea figura  que  se  alzaba  ante mí la noche  anterior en la  escalinata  del  Palacio
Ducal volvía a ofrecerse a mis ojos. Pero en la expresión de su rostro, que resplandecía
sonriente,  se  insinuaba                    —¡incomprensible  anomalía!—  esa  incierta  mácula  de
melancolía, que siempre será inseparable de la perfección de la hermosura.
El  brazo  derecho  de  la  marquesa  aparecía  doblado  sobre  el  seno.  Con  el  izquierdo
mostraba, en la parte inferior del cuadro, un vaso de extraña factura. Un diminuto pie como
de  hada,  apenas  visible,  parecía  rozar  la  tierra;  y,  apenas  discernible  en  la  brillante
atmósfera  que  parecía  circundar  y  envolver  su  belleza,  flotaba  un  par  de  alas  de  la  más
delicada concepción.
Mis ojos pasaron de la pintura a la figura de mi amigo, y las vigorosas palabras del
Bussy d’Ambois de Chapman subieron instintivamente a mis labios:

Está erguido
Como una estatua romana. ¡Y así permanecerá 
Hasta que la muerte lo haya vuelto mármol!

—¡Vamos! —exclamó por fin, volviéndose hacia una mesa de plata maciza, ricamente
esmaltada,  sobre  la  cual  aparecían  algunas  copas  fantásticamente  coloreadas,  juntamente
con  dos  grandes  vasos  etruscos,  semejantes  en  su  factura  al  extraordinario  modelo  que
aparecía en la parte inferior del retrato, y llenos de lo que me pareció ser Johannisberger. —¡Vamos! —repitió bruscamente—. Es muy temprano, pero lo mismo beberemos. Sí,
ciertamente  es  temprano  —continuó  pensativo,  en  momentos  en  que  un  querubín
descargaba  su  pesado  martillo  de  oro,  haciendo  resonar  la  estancia  con  la  primera  hora
posterior  a  la  salida  del  sol—.  ¡Oh,  sí,  es  temprano!  Pero,  ¿qué  importa?  ¡Bebamos!
¡Brindemos como ofrenda a ese solemne sol que nuestras brillantes lámparas e incensarios
se obstinan en someter!
Y, después de brindar conmigo, bebió sucesivamente varias copas de vino.
—Soñar  —continuó,  recobrando  el  tono  de  su  inconexa  conversación—,  soñar  ha
constituido  el  fin  de  mi  vida.  Por  eso  he  construido,  como  ve  usted,  este  lugar  para  los
sueños. ¿Podría haber creado uno mejor en pleno corazón de Venecia? Cierto que lo que se
percibe  es  una  mezcla  de  ornamentaciones  arquitectónicas.  La  castidad  jónica  se  ve
ofendida por las formas antediluvianas, y las esfinges egipcias se tienden sobre alfombras
de  oro.  Sin  embargo,  el  efecto  sólo  resulta  incongruente  para  un  espíritu  tímido.  Las
unidades, las convenciones de lugar y, sobre todo, de tiempo, son los espantajos que aterran
a la humanidad y la apartan de la contemplación de las magnificencias. Yo mismo profesé
en  un  tiempo  ese  rigor,  pero  semejante  sublimación  de  la  locura  acabó  por  estragar  mi
alma. Lo que ahora me rodea es lo más adecuado a mi propósito. Como esos incensarios de
arabescos, mi espíritu se retuerce en el fuego, y el delirio de esta escena me prepara a las
visiones más exaltadas de esa tierra de sueños reales hacia donde voy a partir en seguida.
Detúvose bruscamente, dejó caer la cabeza sobre el pecho y pareció escuchar un sonido
que mis oídos no percibían. Por fin, enderezándose, miró hacia arriba y prorrumpió en los
versos del obispo de Chichester:

¡Espérame allá! Yo iré a encontrarte 
En el profundo valle.

Un instante después, cediendo a la fuerza del vino, se dejó caer cuan largo era sobre
una otomana.
Oyéronse pasos presurosos en la escalera y resonaron pesados golpes en la puerta. Me
disponía  a  impedir  que  volvieran  a  molestarnos  cuando  un  paje  de  la  casa  de  Mentoni
irrumpió  en  el  aposento  y  gritó,  con  palabras  que  la  emoción  ahogaba  y  volvía
incoherentes:
—¡Mi señora... mi señora... envenenada... envenenada...! ¡Oh la hermosa... la hermosa
Afrodita!
Estupefacto, me precipité a la otomana y traté de que el durmiente recobrara el uso de
los  sentidos.  Pero  sus  miembros  estaban  rígidos,  lívidos  los  labios,  y  aquellos  ojos
brillantes aparecían ahora fijos para siempre por la muerte. Retrocedí tambaleándome hasta
la mesa y mi mano cayó sobre una copa rota y ennegrecida. Y la conciencia de la entera, de
la terrible verdad, se abrió paso como un rayo en mi alma.

F I N

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