sábado, 15 de julio de 2017

El Hombre de la Multitud


Ce grand malheur de ne pouvoir être seul. 
 (LA BRUYÈRE)

Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen —no se deja leer—.
Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus
lechos,  estrechando  convulsivamente  las  manos  de  espectrales  confesores,  mirándolos
lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a
causa  de  esos  misterios  que  no  permiten  que  se  los  revele.  Una  y  otra  vez,  ¡ay!,  la
conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la
tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo, en un
atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al café
D..., en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el
retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui;
disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior   —
άχλϋς ή πριν έπήεν— y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la
vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias.
El  solo  hecho  de  respirar  era  un  goce,  e  incluso  de  muchas  fuentes  legítimas  del  dolor
extraía  yo  un  placer.  Sentía  un  interés  sereno,  pero  inquisitivo,  hacia  todo  lo  que  me
rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido
gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia
del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.
Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había
transitado  por  ella  una  densa  multitud.  Al  acercarse  la  noche,  la  afluencia  aumentó,  y
cuando  se  encendieron  las  lámparas  pudo  verse  una  doble  y  continua  corriente  de
transeúntes  pasando  presurosos  ante  la  puerta.  Nunca  me  había  hallado  a  esa  hora  en  el
café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente
nueva.  Terminé  por  despreocuparme  de  lo  que  ocurría  adentro  y  me  absorbí  en  la
contemplación de la escena exterior.
Al  principio,  mis  observaciones  tomaron  un  giro  abstracto  y  general.  Miraba  a  los
viandantes  en  masa  y  pensaba  en  ellos  desde  el  punto  de  vista  de  su  relación  colectiva.
Pronto,  sin  embargo,  pasé  a  los  detalles,  examinando  con  minucioso  interés  las
innumerables  variedades  de  figuras,  vestimentas,  apariencias,  actitudes,  rostros  y
expresiones.
La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y
sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y
giraban  vivamente  los  ojos;  cuando  otros  transeúntes  los  empujaban,  no  daban  ninguna
señal de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también
en gran número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo
mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando
hallaban  un  obstáculo  a  su  paso  cesaban  bruscamente  de  mascullar  pero  redoblaban  sus
gesticulaciones,  esperando  con  sonrisa  forzada  y  ausente  que  los  demás  les  abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían
llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en
esas  dos  clases  tan  numerosas.  Sus  ropas  pertenecían  a  la  categoría  tan  agudamente
denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres, comerciantes, abogados,
traficantes y agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres
dueños  de  su  tiempo,  y  hombres  activamente  ocupados  en  sus  asuntos  personales,  que
dirigían  negocios  bajo  su  responsabilidad.  Ninguno  de  ellos  llamó  mayormente  mi
atención.
El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables divisiones.
Estaban  los  empleados  menores  de  las  casas  ostentosas,  jóvenes  de  ajustadas  chaquetas,
zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta
apostura  que,  a  falta  de  mejor  palabra,  cabría  denominar  oficinesca,  el  aire  de  dichas
personas  me  parecía  el  exacto  facsímil  de  lo  que  un  año  o  año  y  medio  antes  había
constituido  la  perfección  del  bon  ton.  Afectaban  las  maneras  ya  desechadas  por  la  clase
media —y esto, creo, da la mejor definición posible de su clase.
La  división  formada  por  los  empleados  superiores  de  las  firmas  sólidas,  los  «viejos
tranquilos», era inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o
castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos,
anchos  y  sólidos,  y  las  polainas  o  los  calcetines,  espesos  y  abrigados.  Todos  ellos
mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha, habituada a sostener desde hacía mucho
un  lapicero,  aparecía  extrañamente  separada.  Noté  que  siempre  se  quitaban  o  ponían  el
sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y
antigua  forma.  Era  la  suya  la  afectación  de  respetabilidad,  si  es  que  puede  existir  una
afectación tan honorable.
Había aquí y allá numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí
como  pertenecientes  a  esa  especie  de  carteristas  elegantes  que  infesta  todas  las  grandes
ciudades. Miré a dicho personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los
caballeros podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y
su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente.
Los  jugadores  profesionales  —y  había  no  pocos—  eran  aún  más  fácilmente
reconocibles. Vestían toda clase de trajes, desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco
de  terciopelo,  corbatín  de  fantasía,  cadena  dorada  y  botones  de  filigrana,  hasta  el  pillo,
vestido  con  escrupulosa  y  clerical  sencillez,  que  en  modo  alguno  se  presta  a  despertar
sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el color terroso y atezado de la piel,
la mirada vaga y perdida y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros dos rasgos
que  me  permitían  identificarlos  siempre;  un  tono  reservadamente  bajo  al  conversar,  y  la
extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los dedos. Junto a
estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar
de  ser  pájaros  del  mismo  plumaje.  Cabría  definirlos  como  caballeros  que  viven  de  su
ingenio. Parecen precipitarse sobre el público en dos batallones: el de los dandys y el de los
militares.  En  el  primer  grupo,  los  rasgos  característicos  son  los  cabellos  largos  y  las
sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire cejijunto.
Bajando por la escala de lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de
especulación más sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando
en  rostros  cuyas  restantes  facciones  sólo  expresaban  abyecta  humildad;  empedernidos
mendigos  callejeros  profesionales,  rechazando  con  violencia  a  otros  mendigos  de  mejor
estampa, a quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna; débiles y espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban
vacilantes  entre  la  muchedumbre,  mirando  cada rostro  con  aire  de  imploración,  como  si
buscaran  un  consuelo  casual  o  alguna  perdida  esperanza;  modestas  jóvenes  que  volvían
tarde de su penosa labor y se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas
que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible
evitar;  rameras  de  toda  clase  y  edad,  con  la  inequívoca  belleza  en  la  plenitud  de  su
feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol de Paros y
por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la ruina; el
vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar la
juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las
horribles coqueterías de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con
sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y
remendados, tambaleándose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos
los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos
labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez
fueron buenos y que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con
paso  más  firme  y  más  vivo  que  el  natural,  pero  cuyos  rostros  se  ven  espantosamente
pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a través de la multitud se
toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros,
mozos  de  cordel,  acarreadores  de  carbón,  deshollinadores,  organilleros,  exhibidores  de
monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos
desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba lleno
de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los oídos y creaba en
los ojos una sensación dolorosa.
A medida que la noche se hacía más profunda, también era más profundo mi interés por
la  escena;  no  sólo  el  aspecto  general  de  la  multitud  cambiaba  materialmente  (pues  sus
rasgos  más  agradables  desaparecían  a  medida  que  el  sector  ordenado  de  la  población  se
retiraba  y  los  más  ásperos  se  reforzaban  con  el  surgir  de  todas  las  especies  de  infamia
arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas,
débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y esparcían en
derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como
el ébano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.
Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la
gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía
lanzar  más  de  una  ojeada  a  cada  rostro,  me  pareció  que,  en  mi  singular  disposición  de
ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.
Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se
me  hizo  visible  un  rostro  (el  de  un  anciano  decrépito  de  unos  sesenta  y  cinco  o  setenta
años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad
de su expresión. Jamás había visto nada que se pareciese remotamente a esa expresión. Me
acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto,
la  hubiera  preferido  a  sus  propias  encarnaciones  pictóricas  del  demonio.  Mientras
procuraba,  en  el  breve  instante  de  mi  observación,  analizar  el  sentido  de  lo  que  había
experimentado,  crecieron  confusa  y  paradójicamente  en  mi  Cerebro  las  ideas  de  enorme
capacidad  mental,  cautela,  penuria,  avaricia,  frialdad,  malicia,  sed  de  sangre,  triunfo,
alborozo,  terror  excesivo,  y  de  intensa,  suprema  desesperación.  «¡Qué  extraordinaria
historia está escrita en ese pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando
sombrero y bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le
había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por
verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar
su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura,
flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la
luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de
excelente  tela,  y,  si  mis  ojos  no  se  engañaban,  a  través  de  un  desgarrón  del  abrigo  de
segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y
de  un  puñal.  Estas  observaciones  enardecieron  mi  curiosidad  y  resolví  seguir  al
desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en
convertirse  en  copiosa  lluvia.  El  cambio  de  tiempo  produjo  un  extraño  efecto  en  la
multitud, que volvió a agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los
empujones y el rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me
importaba mucho; en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad
era  un  placer  peligrosamente  voluptuoso.  Me  puse  un  pañuelo  sobre  la  boca  y  seguí
andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo de la gran
avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de vista. Como jamás se volvía, no
me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba
tanto  como  la  que  acabábamos  de  abandonar.  Inmediatamente  advertí  un  cambio  en  su
actitud. Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar.
Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era
todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la
caminata  duró  casi  una  hora,  durante  la  cual  los  viandantes  fueron  disminuyendo  hasta
reducirse  al  número  que  habitualmente  puede  verse  a  mediodía  en  Broadway,  cerca  del
parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad
norteamericana  más  populosa).  Un  nuevo  cambio  de  dirección  nos  llevó  a  una  plaza
brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto su actitud
primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos giraban extrañamente bajo
el  entrecejo  fruncido,  mirando  en  todas  direcciones  hacia  los  que  le  rodeaban.  Se  abría
camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de
completar  la  vuelta  a  la  plaza,  volvía  sobre sus  pasos.  Y  mucho  más  me  asombró  verlo
repetir  varias  veces  el  mismo  camino,  en  una  de  cuyas  ocasiones  estuvo  a  punto  de
descubrirme cuando se volvió bruscamente.
Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido
sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas.
Con  un  gesto  de  impaciencia  el  errabundo  entró  en  una  calle  lateral  comparativamente
desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás
hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder
seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposición
parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior, mientras se
abría  paso  a  un  lado  y  otro,  sin  propósito  alguno,  mezclado  con  la  muchedumbre  de
compradores y vendedores.
Durante  la  hora  y  media  aproximadamente  que  pasamos  en  el  lugar  debí  obrar  con
suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos
que me permitían andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las
mercancías con ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante
su conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj
dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un
postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo
un  estremecimiento.  Lanzóse  a  la  calle,  mirando  ansiosamente  en  todas  direcciones,  y
corrió con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a
salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D... Pero el aspecto del
lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza
y  sólo  alcanzaban  a  verse  contadas  personas.  El  desconocido  palideció.  Con  aire
apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un
profundo  suspiro,  giró  en  dirección  al  río  y,  sumergiéndose  en  una  complicada  serie  de
atajos  y  callejas,  llegó  finalmente  ante  uno  de  los  más  grandes  teatros  de  la  ciudad.  Ya
cerraban sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara
aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció que el intenso
tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra vez cayó su cabeza
sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que
tomaba  el  grueso  del  público,  pero  me  era  imposible  comprender  lo  misterioso  de  sus
acciones.
Mientras  andábamos  los  grupos  se  hicieron  menos  compactos  y  la  inquietud  y
vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa
banda  formada  por  diez  o  doce  personas;  pero  poco  a  poco  sus  integrantes  se  fueron
separando, hasta que sólo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría,
casi  desierta.  El  desconocido  se  detuvo  y  por  un  momento  pareció  perdido  en  sus
pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los
límites  de  la  ciudad  y  a  zonas  muy  diferentes  de  las  que  habíamos  atravesado  hasta
entonces.  Era  el  barrio  más  ruidoso  de  Londres,  donde  cada  cosa  ostentaba  los  peores
estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían
altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan
rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las
piedras del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La
más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en
desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían
gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres,
que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como
una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos
pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos
frente a uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios
del demonio Ginebra.
Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban
y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió
paso hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre
la  multitud,  sin  motivo  aparente.  No  llevaba  mucho  tiempo  así,  cuando  un  súbito
movimiento general hacia la puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo
aún más intenso que la desesperación se pintó entonces en las facciones del extraño ser a
quien venía observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino
que  con  una  energía  de  maniaco  volvió  sobre  sus  pasos  hasta  el  corazón  de  la  enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo seguía, en el colmo del
asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que cualquier otra cosa. Salió
el  sol  mientras  seguíamos  andando  y,  cuando  llegamos  de  nuevo  a  ese  punto  donde  se
concentra la actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D..., la vimos
casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre la
confusión  que  crecía  por  momentos,  me  obstiné  en  mi  persecución  del  extranjero.  Pero,
como siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del torbellino de
aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a
morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí,
reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su
contemplación.
—Este viejo —dije por fin—representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se
niega  a  estar  solo.  Es  el  hombre  de  la  multitud.  Sería  vano  seguirlo,  pues  nada  más
aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que
el Hortulus Animae 7 , y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que er lässt sich
nicht lesen.
                                                          
7  El Hortulus Animae cum Oratiunculis Aliquibis Superadditis, de Grünninger.
 

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Silencio

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