sábado, 15 de julio de 2017

La Caja Oblonga

Hace años, a fin de viajar de Charleston, en la Carolina del Sur, a Nueva York, reservé
pasaje a bordo del excelente paquebote Independence, al mando del capitán Hardy. Si el
tiempo lo permitía, zarparíamos el 15 de aquel mes (junio); el día anterior, o sea el 14, subí
a bordo para disponer algunas cosas en mi camarote.
Descubrí  así  que  tendríamos  a  bordo  gran  número  de  pasajeros,  incluyendo  una
cantidad de damas superior a la habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y,
entre otros nombres, me alegré de encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven artista que
me  inspiraba  un  marcado  sentimiento  amistoso.  Habíamos  sido  condiscípulos  en  la
Universidad  de  C...  y  solíamos  andar  siempre  juntos.  Su  temperamento  era  el  de  todo
hombre de talento y consistía en una mezcla de misantropía, sensibilidad y entusiasmo. A
esas  características  unía  el  corazón  más  ardiente  y  sincero  que  jamás  haya  latido  en  un
pecho humano.
Observé  que  el  nombre  de  mi  amigo  aparecía  colocado  en  las  puertas  de  tres
camarotes, y luego de recorrer otra vez la lista de pasajeros, vi que había sacado pasaje para
sus dos hermanas, su esposa y él mismo. Los  camarotes eran suficientemente amplios y
tenían dos literas, una sobre la otra. Excesivamente estrechas, las literas no podían recibir a
más  de  una  persona;  de  todos  modos  no  alcancé  a  comprender  por  qué,  para  cuatro
pasajeros, se habían reservado tres camarotes. En esa época me hallaba justamente en uno
de  esos  estados  de  melancolía  espiritual  que  inducen  a  un  hombre  a  mostrarse
anormalmente  inquisitivo  sobre  meras  nimiedades;  confieso  avergonzado,  pues,  que  me
entregué a una serie de conjeturas tan enfermizas como absurdas sobre aquel camarote de
más.  No  era  asunto  de  mi  incumbencia,  claro  está,  pero  lo  mismo  me  dediqué
pertinazmente a reflexionar sobre la solución del enigma. Por fin llegué a una conclusión
que me asombró no haber columbrado antes: «Se trata de una criada, por supuesto —me
dije—. ¡Se precisa ser tonto para no pensar antes en algo tan obvio!»
Miré  nuevamente  la  lista  de  pasajeros,  descubriendo  entonces  que  ninguna  criada
habría  de  embarcarse  con  la  familia,  aunque  por  lo  visto  tal  había  sido  en  principio  la
intención, ya que luego de escribir: «y criada», habían tachado las palabras. «Pues entonces
se trata de un exceso de equipaje —me dije—, algo que Wyatt no quiere hacer bajar a la
cala y prefiere tener a mano... ¡Ah, ya veo: un cuadro! Por eso es que ha andado tratando
con Nicolino, el judío italiano.»

La suposición me satisfizo y por el momento dejé de lado mi curiosidad.
Conocía muy bien a las dos hermanas de Wyatt, jóvenes tan amables como inteligentes.
En cuanto a su esposa, como aquél llevaba poco tiempo de casado, aún no había podido
verla. Wyatt había hablado muchas veces de ella en mi presencia, con su estilo habitual
lleno  de  entusiasmo.  La  describía  como  de  espléndida  belleza,  llena  de  ingenio  y
cualidades. De ahí que me sintiera muy ansioso por conocerla.
El día en que visité el barco (el 14), el capitán me informó que también Wyatt y los
suyos acudirían a bordo, por lo cual me quedé una hora con la esperanza de ser presentado
a la joven esposa. Pero al fin se me informó que «la señora Wyatt se hallaba indispuesta y
que no acudiría a bordo hasta el día siguiente, a la hora de zarpar».
Llegó el momento, y me encaminaba de mi hotel al embarcadero cuando encontré al capitán Hardy, quien me dijo que, «debido a las circunstancias» (frase tan estúpida como
conveniente), el Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días después, y que,
cuando todo estuviera listo, me mandaría avisar para que me embarcara.
Encontré esto bastante extraño, ya que soplaba una sostenida brisa del Sur, pero como
«las circunstancias» no salían a luz, pese a que indagué todo lo posible al respecto, no tuve
más remedio que volverme al hotel y devorar a solas mi impaciencia.
Pasó casi una semana sin que llegara el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y
me  embarqué  de  inmediato.  El  barco  estaba  atestado  de  pasajeros  y  había  la  confusión
habitual en el momento de izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos después
que yo. Estaban allí las dos hermanas, la esposa y el artista —este último en uno de sus
habituales  accesos  de  melancólica  misantropía—.  Demasiado  conocía  su  humor,  sin
embargo,  para  prestarle  especial  atención.  Ni  siquiera  se  molestó  en  presentarme  a  su
esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de su hermana Marian, tan amable como
inteligente, quien con breves y presurosas palabras nos presentó el uno a la otra.
La señora Wyatt se cubría con un espeso velo y, cuando lo levantó para contestar a mi
saludo,  debo  reconocer  que  me  quedé  profundamente  asombrado.  Pero  mucho  más  me
hubiera  asombrado  de  no  tener  ya  el  hábito  de  aceptar  a  beneficio  de  inventario  las
entusiastas  descripciones  de  mi  amigo,  toda  vez  que  se  explayaba  sobre  la  hermosura
femenina.  Cuando  la  belleza  constituía  su  tema,  sabía  de  sobra  con  qué  facilidad  se
remontaba a las regiones del puro ideal.
La  verdad  es  que  no  pude  dejar  de  advertir  que  la  señora  Wyatt  era  una  mujer
decididamente vulgar. Si no fea del todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin
embargo, con exquisito gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi amigo
con las gracias más perdurables del intelecto y del alma. Pronunció muy pocas palabras, e
inmediatamente entró en el camarote en compañía de su esposo.
Mi anterior curiosidad volvió a dominarme. No había ninguna criada, y de eso no cabía
duda. Me puse a observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna demora, llegó al
embarcadero un carro conteniendo una caja oblonga de pino, que al parecer era lo único
que  se  esperaba.  Apenas  a  bordo  la  caja,  levamos  ancla,  y  poco  después  de  cruzar
felizmente la barra enfrentamos el mar abierto.
He dicho que la caja en cuestión era oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y
medio de ancho. La observé atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien, su
forma era peculiar y, tan pronto la hube contemplado en detalle, me felicité por lo acertado
de mis conjeturas. Se recordará que, de acuerdo con éstas, el equipaje extra de mi amigo el
artista debía consistir en cuadros, o por lo menos en un cuadro. No ignoraba que durante
varias semanas, Wyatt había mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a bordo
una caja que, a juzgar por su forma, sólo podía servir para guardar una copia de La última
cena  de  Leonardo;  no  ignoraba,  además,  que  una  copia  de  esa  pintura,  ejecutada  en
Florencia  por  Rubini  el  joven,  había  estado  cierto  tiempo  en  posesión  de  Nicolino.  Me
pareció, pues, que la cuestión quedaba suficientemente resuelta. Me reí, quizá demasiado,
pensando en mi perspicacia. Era la primera vez que, hasta donde podía saberlo, Wyatt me
ocultaba alguno de sus secretos artísticos; pero no cabía duda de que en esta ocasión trataba
de  hacerme  una  treta  y  pasar  de  contrabando  a  Nueva  York  una  magnífica  pintura,
confiando  en  que  no  me  daría  cuenta  de  nada.  Resolví  tomarme  un  buen  desquite,  sin
esperar mucho.
Había  no  obstante  algo  que  me  fastidiaba.  La  caja  no  fue  colocada  en  el  camarote
sobrante, sino depositada en el de Wyatt, donde ocupaba casi por completo el piso para evidente incomodidad del artista y de su esposa, acrecentada además porque la brea o la
pintura con la cual se habían trazado grandes letras emitía un olor muy fuerte, desagradable
y,  para  mí,  especialmente  repugnante.  Sobre  la  tapa  aparecían  estas  palabras:  «Sra.
Adelaide  Curtis,  Albany,  Nueva  York.  Envío  de  Cornelius  Wyatt,  Esq.  Este  lado  hacia
arriba. Trátese con cuidado.»
Estaba  yo  enterado  de  que  la  señora  Adelaide  Curtis,  de  Albany,  era  la  suegra  del
artista,  pero  consideré  que  éste  había  hecho  estampar  su  nombre  a  fin  de  mistificarme
mejor. Me sentía seguro de que la caja y su contenido no seguirían viaje a Albany, sino que
quedarían en el estudio de mi misantrópico amigo, en Chambers Street, Nueva York.
Durante los primeros tres o cuatro días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento
de  proa  —pues  había  virado  al  Norte  apenas  hubimos  perdido  de  vista  la  costa—.  Por
consiguiente,  los  pasajeros  estaban  de  muy  buen  humor  y  dispuestos  a  la  sociabilidad.
Tengo que exceptuar, sin embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban reservados
y fríos, en forma que no pude menos de considerar descortés hacia el resto del pasaje. De la
conducta  de  Wyatt  no  me  preocupaba  mucho.  Estaba  melancólico  más  allá  de  lo
acostumbrado en él; incluso diré que se mostraba lúgubre, pero no podía extrañarme dadas
sus  excentricidades.  En  cambio  me  resultaba  imposible  excusar  a  sus  hermanas.  Se
encerraban en su camarote la mayor parte del día, negándose terminantemente, a pesar de
mi insistencia, a alternar con nadie a bordo.
La señora Wyatt era, en cambio, mucho más agradable. Vale decir que era parlanchina,
y  esto  tiene  mucha  importancia  en  un  viaje  por  mar.  Pronto  se  mostró  excesivamente
familiar  con  la  mayoría  de  las  señoras  y,  para  mi  profunda  estupefacción,  mostró  una
tendencia poco disimulada a coquetear con los hombres. A todos nos divertía muchísimo.
Digo  «divertía»,  pero  apenas  si  sé  cómo  explicarme.  La  verdad  es  que  muy  pronto
advertí  que  la  gente  se  reía  más  de  ella  que  por  ella.  Los  caballeros  reservaban  sus
opiniones, pero las damas no tardaron en declararla «una excelente mujer, nada bonita, sin
la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba a todos era cómo Wyatt
había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se pensaba, claro está, en razones
de fortuna, pero yo sabía que la solución no residía en eso, pues Wyatt me había informado
de que su esposa no aportaba un solo centavo al matrimonio, ni tenía la menor esperanza de
heredar. Se había casado con ella —según me dijo— por amor y solamente por amor, pues
su esposa era más que merecedora de cariño.

Pensando en estas frases de mi amigo me sentí perplejo más allá de toda descripción.
¿Podía ser que estuviera perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan refinado,
tan intelectual, tan exquisito, con una percepción finísima de todo lo imperfecto, con tan
aguda apreciación de la belleza. A decir verdad, la dama parecía muy enamorada de él —
especialmente en su ausencia—, y se ponía en ridículo al citar repetidamente lo que había
dicho «su adorado esposo, el señor Wyatt». La palabra «esposo» parecía siempre —para
usar una de sus delicadas expresiones— «en la punta de su lengua». Pero entretanto todos
advirtieron que él la evitaba de la manera más evidente y que prefería encerrarse solo en su
camarote, donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a su esposa para que
se divirtiera a gusto en las reuniones del salón.
De lo que había visto y oído extraje la conclusión de que el artista, movido por algún
inexplicable capricho del destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan entusiasta como
fantástico, se había unido a una persona por completo inferior a él, y que no había tardado
en sucumbir a la consecuencia natural, o sea a la más viva repugnancia. Me apiadé de él
desde lo más profundo de mi corazón, pero no por ello pude perdonarle el secreto que había mantenido sobre el embarque de La última cena. Continué, pues, resuelto a saborear mi
venganza.
Un  día  subió  Wyatt  al  puente  y,  luego  de  tomarlo  del  brazo  como  era  mi  antigua
costumbre,  echamos  a  andar  de  un  lado  a  otro.  Su  melancolía  (que  yo  encontraba  muy
natural dadas las circunstancias) continuaba invariable. Habló poco, con tono malhumorado
y  haciendo  un  gran  esfuerzo.  Aventuré  una  broma  y  vi  que  luchaba  penosamente  por
sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa, me maravillaba que fuera incluso capaz de
aparentar  alegría.  Pero,  finalmente,  me  determiné  a  sondearlo  a  fondo,  comenzando  una
serie de veladas insinuaciones sobre la caja oblonga, a fin de que, poco a poco, se diera
cuenta de que yo no era para nada víctima de su pequeña mistificación. Con tal propósito, y
a  fin  de  descubrir  mis  baterías,  dije  algo  sobre  la  «curiosa  forma  de  esa  caja»;  y  al
pronunciar  estas  palabras  le  hice  una  sonrisa  de  inteligencia,  le  guiñé  un  ojo,  todo  esto
mientras le daba suavemente con el dedo en las costillas.
La manera con que Wyatt recibió tan inocente broma me convenció al punto de que se
había  vuelto  loco.  Primeramente  me  miró  como  si  le  resultara  imposible  comprender  el
ingenio de mi observación; pero, a medida que mis palabras iban abriéndose lentamente
paso  en  su  cerebro,  los  ojos  parecieron  querer  salírsele  de  las  órbitas.  Su  rostro  se  puso
escarlata, luego palideció espantosamente y, como si lo que yo había insinuado le divirtiera
muchísimo, estalló en carcajadas que, para mi estupefacción, se prolongaron cada vez con
más fuerza durante largos minutos. Finalmente se desplomó pesadamente sobre cubierta;
mientras me esforzaba por levantarle, tuve la impresión de que había muerto.
Pedí auxilio y, con mucho trabajo, le hicimos volver en sí. Apenas reaccionó se puso a
hablar  incoherentemente,  hasta  que  le  sangramos  y  le  metimos  en  cama.  A  la  mañana
siguiente se había recobrado del todo, por lo menos en lo que se refiere a la salud física. De
su  mente  prefiero  no  decir  nada.  Evité  encontrarme  con  él  durante  el  resto  del  viaje,
siguiendo el consejo del capitán, quien parecía coincidir plenamente conmigo en que Wyatt
estaba loco, pero me pidió que no dijese nada a los restantes pasajeros.
Inmediatamente después de la crisis de mi amigo ocurrieron varias cosas que exaltaron
todavía  más  la  curiosidad  que  me  poseía.  Entre  otras,  señalaré  la  siguiente:  Me  sentía
nervioso por haber bebido demasiado té verde, y dormía mal, tanto que durante dos noches
no pude pegar los ojos. Mi camarote daba al salón principal, o salón comedor, como todos
los camarotes ocupados por hombres solos. Las tres cabinas de Wyatt comunicaban con el
salón posterior, el cual estaba separado del principal por una liviana puerta corrediza que no
se cerraba nunca, ni siquiera de noche. Como seguíamos navegando con viento en contra, el
barco escoraba acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba
en  ese  sentido,  la  puerta  divisoria  se  corría  y  quedaba  en  esa  posición,  sin  que  nadie  se
molestara en levantarse y cerrarla. Mi camarote hallábase en una posición tal que, cuando
tenía  abierta  la  puerta  (lo  que  ocurría  siempre,  a  causa  del  calor),  podía  ver  con  toda
claridad el salón posterior, e incluso esa parte adonde daban los camarotes de Wyatt. Pues
bien, durante dos noches (no consecutivas), en que me hallaba despierto, vi que, a eso de
las once, la señora Wyatt salía cautelosamente del camarote de su esposo y entraba en el
camarote sobrante, donde permanecía hasta la madrugada, hora en que Wyatt iba a buscarla
y la hacía entrar nuevamente en su cabina. Resultaba claro, pues, que el matrimonio estaba
separado. Ocupaban habitaciones aparte, sin duda a la espera de un divorcio más absoluto;
y pensé que en eso residía, después de todo, el misterio del camarote suplementario.
Mucho me interesó, además, otra circunstancia. Durante las dos noches de insomnio a
que he aludido, e inmediatamente después que la señora Wyatt hubo entrado en el tercer camarote, atrajeron mi atención ciertos singulares sonidos ahogados que brotaban del de su
esposo.  Tras  de  escuchar  un  tiempo,  logré  explicarme  perfectamente  su  significado.
Aquellos ruidos los producía el artista al abrir la caja oblonga mediante un escoplo y una
maza, esta última envuelta en alguna materia algodonosa o de lana que amortiguaba los
golpes.
A fuerza de escuchar me pareció que podía distinguir el preciso momento en que Wyatt
levantaba la tapa, y también cuando la retiraba a fin de depositarla en la litera superior de su
cabina. Me di cuenta de esto último a causa de los golpecitos que daba la tapa contra los
tabiques  de  madera  del  camarote,  mientras  que  Wyatt  trataba  de  depositarla  con  toda
suavidad en la litera, por no haber espacio en el suelo. A eso seguía un profundo silencio,
sin que volviera a escuchar nada hasta el amanecer, como no fuera, si cabe mencionarlo, un
leve sonido semejante a sollozos o suspiros, tan sofocados que resultaban casi inaudibles —
a menos que se tratara de un producto de mi imaginación—. He dicho que aquello hacía
pensar en sollozos o suspiros, pero muy bien podía tratarse de otra cosa; más bien cabía
pensar en una ilusión auditiva. Sin duda, de acuerdo con sus hábitos, Wyatt se entregaba a
uno de sus caprichos, dejándose llevar por un arrebato de entusiasmo artístico, y abría la
caja oblonga a fin de regalar sus ojos con el tesoro pictórico que encerraba. Por supuesto,
nada había en esto que justificara un rumor de sollozos; repito, pues, que debía tratarse de
una alucinación de mi mente, excitada por el té verde del excelente capitán Hardy. En las
dos noches de que he hablado, poco antes del alba oí cómo Wyatt volvía a colocar la tapa
sobre  la  caja  oblonga,  introduciendo  los  clavos  en  sus  agujeros  por  medio  de  la  maza
envuelta en trapos. Hecho esto salía de su camarote completamente vestido e iba en busca
de la señora Wyatt, que se hallaba en la otra cabina.
Llevábamos siete días en el mar y habíamos pasado ya el cabo Hatteras, cuando nos
asaltó un fortísimo viento del sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante, no
nos tomó desprevenidos. Todo a bordo estaba bien aparejado y, cuando el viento se hizo
más intenso, nos dejamos llevar con dos rizos de la mesana cangreja y el trinquete.
Con este velamen navegamos sin mayor peligro durante cuarenta y ocho horas, ya que
el barco resultó ser muy marino y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el viento se
transformó en huracán y la mesana cangreja se hizo pedazos, con lo cual quedamos de tal
modo a merced de los elementos que de inmediato nos barrieron varias olas enormes, en
rápida sucesión. Este accidente nos hizo perder tres hombres, aparte de quedar destrozadas
las amuradas de babor y la cocina. Apenas habíamos recobrado algo de calma cuando el
trinquete voló en jirones, lo que nos obligó a izar una vela de estay, pudiendo así resistir
algunas horas, pues el barco capeaba el temporal con mayor estabilidad que antes.
Pero el huracán mantenía toda su fuerza, sin dar señales de amainar. Pronto se vio que
la enjarciadura estaba en mal estado, soportando una excesiva tensión; al tercer día de la
tempestad,  a  las  cinco  de  la  tarde,  un  terrible  bandazo  a  barlovento  mandó  por  la  borda
nuestro palo de mesana. Durante más de una hora luchamos por terminar de desprenderlo
del buque, a causa del terrible rolido; antes de lograrlo, el carpintero subió a anunciarnos
que  había  cuatro  pies  de  agua  en  la  sentina.  Para  colmo  de  males  descubrimos  que  las
bombas estaban atascadas y que apenas servían.
Todo  era  ahora  confusión  y  angustia,  pero  continuamos  luchando  para  aligerar  el
buque, tirando por la borda la mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles que
quedaban. Todo esto se llevó a cabo, pero las bombas seguían inutilizables y la vía de agua
continuaba inundando la cala.
A  la  puesta  del  sol  el  huracán  había  amainado  sensiblemente  y,  como  el  mar  se calmara, abrigábamos todavía esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de la noche
las nubes se abrieron a barlovento y tuvimos la ventaja de que nos iluminara la luna llena,
lo cual devolvió el ánimo a nuestros abatidos espíritus.
Después de una increíble labor pudimos por fin botar al agua la chalupa y embarcamos
en ella a la totalidad de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la chalupa
y, al cabo de muchísimos sufrimientos, llegó finalmente sana y salva a Ocracoke Inlet, tres
días después del naufragio.
Catorce pasajeros quedamos a bordo con el capitán, resueltos a intentar fortuna en el
botequín de popa. Lo botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se volcó al tocar
el agua, y embarcaron en él el capitán y su esposa, Wyatt y su familia, un oficial mexicano
con su esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi criado de color.
Como  es  natural,  no  había  allí  espacio  para  otra  cosa  que  unos  pocos  instrumentos
imprescindibles,  provisiones  y  las  ropas  que  llevábamos  puestas.  Nadie  había  pensado
siquiera  en  salvar  otros  bienes.  ¡Cuál  no  sería  nuestra  estupefacción  cuando,  apenas
alejados del barco, vimos a Wyatt que se ponía de pie en la popa del bote y, fríamente,
pedía  al  capitán  Hardy  que  nos  acercáramos  otra  vez  al  barco  para  embarcar  su  caja
oblonga!
—Siéntese usted, señor Wyatt —replicó el capitán con alguna severidad—. Terminará
por hacer zozobrar el bote si no se está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua?
—¡La caja! —vociferó Wyatt, siempre de pie—. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no
puede usted rehusarme lo que le pido... ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada.... apenas una
nada!  ¡Por  la  madre  que  le  dio  a  luz,  por  el  amor  del  cielo,  por  lo  que  más  quiera...  le
imploro que volvamos a buscar la caja!
Durante un momento el capitán pareció conmovido por las súplicas, pero no tardó en
recobrar su aire adusto y replicó:
—Señor Wyatt, usted está loco, y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el
bote! ¡Vosotros, sujetadlo... pronto... o saltará al agua...! ¡Ah... demasiado tarde!
En efecto, al decir el capitán estas palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como
todavía estábamos al socaire del buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo, sujetarse de
una  cuerda  que  colgaba  a  proa.  Un  instante  después  trepaba  a  cubierta  y  corría
frenéticamente hacia la escotilla que llevaba a los camarotes.
Entretanto habíamos sido llevados hacia la popa del barco y, sin la protección de su
casco,  quedamos  inmediatamente  a  merced  del  terrible  oleaje.  Nos  esforzamos  por
acercarnos  otra  vez,  pero  nuestro  pequeño  bote  era  como  una  pluma  en  el  soplo  de  la
tempestad.  Nos  bastó  una  ojeada  para  comprender  que  el  destino  del  infortunado  artista
estaba sellado.
A medida que aumentaba nuestra distancia del buque casi sumergido, vimos que el loco
(ya que sólo podíamos considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con fuerzas
que  parecían  las  de  un  gigante,  arrastraba  consigo  la  caja  oblonga.  Mientras  lo
contemplábamos  en  el  colmo  de  la  estupefacción,  vimos  que  arrollaba  rápidamente  una
cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces por su cuerpo. Un instante después ambos
caían al mar, desapareciendo instantáneamente y para siempre.
Por un momento detuvimos el movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar
del drama. Por fin reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que nadie dijera una
palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar una observación.
—¿Reparó usted, capitán, en cómo se hundieron de golpe? ¿No es sumamente curioso?
Confieso que, por un momento, tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver que se ataba a la caja y se confiaba así al mar.
—Por supuesto que se hundieron, y con la rapidez de una bala de plomo —repuso el
capitán—. Sin embargo volverán a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se
disuelva.
—¡La sal! —exclamé.
—¡Sh...!  —dijo  el  capitán,  señalándome  a  la  esposa  y  hermanas  del  muerto—.  Ya
hablaremos de esas cosas en un momento más oportuno.

Mucho  sufrimos,  y  escapamos  por  muy  poco  de  la  muerte,  pero  la  fortuna  nos
favoreció al igual que a nuestros camaradas de la chalupa. Más muertos que vivos, después
de cuatro días de horrible angustia, tocamos tierra en la playa opuesta a Roanoke Island.
Permanecimos  allí  una  semana,  pues  los  raqueros  no  nos  trataron  mal,  y  finalmente
hallamos la manera de llegar a Nueva York.
Un  mes  después  de  la  pérdida  del  Independence,  me  encontré  casualmente  en
Broadway  con  el  capitán  Hardy.  Como  es  natural,  nuestra  conversación  versó  sobre  el
naufragio y, en especial, sobre el triste destino del pobre Wyatt. En esa ocasión me enteré
de los detalles siguientes:
El artista había tomado pasaje para él, su esposa, sus dos hermanas y una criada. Tal
como él la había descrito, su esposa era la más encantadora y cultivada de las mujeres. En
la mañana del 14 de junio (día en que visité por primera vez el barco), la señora Wyatt
enfermó  repentinamente  y  murió.  El  joven  esposo  estaba  enloquecido  de  dolor,  pero  las
circunstancias le impedían aplazar su viaje a Nueva York. Era necesario que llevara a su
madre el cuerpo de la esposa adorada, aunque, por otra parte, no ignoraba que un prejuicio
universal  le  impediría  hacerlo  abiertamente.  De  cada  diez  pasajeros,  nueve  habrían
abandonado el barco antes de hacerse a la mar en compañía de un cadáver.
En este dilema, el capitán Hardy consintió en que el cuerpo, parcialmente embalsamado
y colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas, fuera subido a
bordo como si se tratara de una mercancía. Nada se diría sobre el fallecimiento de la dama;
mas, como ya era sabido que Wyatt había tomado pasaje para él y su esposa, fue preciso
encontrar a alguien que desempeñara el papel de esta última durante el viaje. La doncella de
la difunta aceptó ese papel voluntariamente. El camarote sobrante, que en principio había
sido tomado para la criada, fue, naturalmente, conservado. Allí dormía aquélla, como se
supondrá, todas las noches. De día representaba, en la medida de sus posibilidades, el papel
de ama —cuya persona era totalmente desconocida para los pasajeros de a bordo, como se
tuvo buen cuidado de verificar previamente.
En cuanto a mi engaño, nació de un temperamento demasiado negligente, inquisidor e
impulsivo. Pero, desde entonces, es muy raro que duerma bien de noche. De cualquier lado
que me vuelva, hay siempre un rostro que me hostiga. Y una risa histérica resonará para
siempre en mis oídos.

F I N

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