domingo, 16 de julio de 2017

Sombra Parábola


Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra.

 (Salmo de David, XXIII) 


Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado
hace  mucho  en  la  región  de  las  sombras.  Pues  en  verdad  ocurrirán  muchas  cosas,  y  se
sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito.
Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos
habrá  que  encuentren  razones  para  meditar  frente  a  los  caracteres  aquí  grabados  con  un
estilo de hierro.
El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los
cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a
lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para
aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para
mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel
año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el
anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no
sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en
las meditaciones de la humanidad.
En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un  noble palacio,  nos  hallábamos  una
noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a
nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el
artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío
aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las
desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos
rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la
pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese
terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están
agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto
nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que
nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas
de  hierro  que  iluminaban  nuestra  orgía.  Alzándose  en  altas  y  esbeltas  líneas  de  luz,
continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la
redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio
rostro y el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo,
reíamos  y  nos  alegrábamos  a  nuestro  modo  —lleno  de  histeria—,  y  cantábamos  las
canciones  de  Anacreonte  —llenas  de  locura—,  y  bebíamos  copiosamente,  aunque  el
purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en
la  persona  del  joven  Zoilo.  Muerto  y  amortajado  yacía  tendido  cuan  largo  era,  genio  y
demonio  de  la  escena.  ¡Ay,  no  participaba  de  nuestro  regocijo!  Pero  su  rostro,
convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se
interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del
muerto  estaban  fijos  en  mí,  me  obligaba  a  no  percibir  la  amargura  de  su  expresión,  y
mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta
y sonora las canciones del hijo de Teos.
Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre
las  tenebrosas  colgaduras  de  la  cámara,  se  debilitaron  hasta  volverse  inaudibles  y  se
apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los
sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como
la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la
sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un
instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie
de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de
un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la
sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin
moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si
recuerdo  bien,  se  alzaba  frente  a  los  pies  del  joven  Zoilo  amortajado.  Mas  nosotros,  los
siete  allí  congregados,  al  ver  cómo  la  sombra  avanzaba  desde  las  colgaduras,  no  nos
atrevimos  a  contemplarla  de  lleno,  sino  que  bajamos  los  ojos  y  miramos  fijamente  las
profundidades  del  espejo  de  ébano.  Y  al  final  yo,  Oinos,  hablando  en  voz  muy  baja,
pregunté  a  la  sombra  cuál  era  su  morada  y  su  nombre.  Y  la  sombra  contestó:  «Yo  soy
SOMBRA, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras
planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.»
Y  entonces  los  siete  nos  levantamos  llenos  de  horror  y  permanecimos  de  pie
temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de
un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a
otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados
de mil y mil amigos muertos.

F I N

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