miércoles, 5 de julio de 2017

La Verdad sobre el caso del Señor Valdemar


De  ninguna  manera  me  parece  sorprendente  que  el  extraordinario  caso  del  señor 
Valdemar  haya  provocado  tantas  discusiones.  Hubiera  sido  un  milagro  que  ocurriera  lo 
contrario,  especialmente  en  tales  circunstancias.  Aunque  todos  los  participantes 
deseábamos mantener el asunto alejado del público —al menos por el momento, o hasta 
que  se  nos  ofrecieran  nuevas  oportunidades  de  investigación—,  a  pesar  de  nuestros 
esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada que se convirtió 
en  fuente  de  muchas  desagradables  tergiversaciones  y,  como  es  natural,  de  profunda 
incredulidad. 
El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos —en la medida en que me es 
posible comprenderlos—. Helos aquí sucintamente: 
Durante  los  últimos  años  el  estudio  del  hipnotismo  había  atraído  repetidamente  mi 
atención.  Hace  unos  nueve  meses,  se  me  ocurrió  súbitamente  que  en  la  serie  de 
experimentos  efectuados  hasta  ahora  existía  una  omisión  tan  curiosa  como  inexplicable: 
jamás  se  había  hipnotizado  a  nadie  in  articulo  mortis.  Quedaba  por  verse  si,  en  primer 
lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, 
en  caso  de  que  lo  fuera,  si  su  estado  aumentaría  o  disminuiría  dicha  susceptibilidad,  y 
tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la 
intrusión  de  la  muerte.  Quedaban  por  aclarar  otros  puntos,  pero  éstos  eran  los  que  más 
excitaban  mi  curiosidad,  sobre  todo  el  último,  dada  la  inmensa  importancia  que  podían 
tener sus consecuencias. 
Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos 
puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca 
Forensica  y  autor  (bajo  el  nom  de  plume  de  Issachar  Marx)  de  las  versiones  polacas  de 
Wallenstein  y  Gargantúa.  El  señor  Valdemar,  residente  desde  1839  en  Harlem,  Nueva 
York,  es  (o  era)  especialmente  notable  por  su  extraordinaria  delgadez,  tanto  que  sus 
extremidades  inferiores  se  parecían  mucho  a  las  de  John  Randolph,  y  también  por  la 
blancura  de  sus  patillas,  en  violento  contraste  con  sus  cabellos  negros,  lo  cual  llevaba  a 
suponer  con  frecuencia  que  usaba  peluca.  Tenía  un  temperamento  muy  nervioso,  que  le 
convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido 
sin  gran  trabajo,  pero  me  decepcionó  no  alcanzar  otros  resultados  que  su  especial 
constitución  me  había  hecho  prever.  Su  voluntad  no  quedaba  nunca  bajo  mi  entero 
dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que 
había conseguido con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. 
Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El 
señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no 
cabe ni evitar ni lamentar. 
Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue 
que  acudiese  a  Valdemar.  Demasiado  bien  conocía  la  serena  filosofía  de  mi  amigo  para 
temer  algún  escrúpulo  de  su  parte;  por  lo  demás,  no  tenía  parientes  en  América  que 
pudieran  intervenir  para  oponerse.  Le  hablé  francamente  del  asunto  y,  para  mi  sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se 
había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que 
yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en 
que  sobrevendrá  la  muerte.  Convinimos,  pues,  en  que  me  mandaría  llamar  veinticuatro 
horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento. 
Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar: 


Estimado P...: 

Ya puede usted venir. D... y F... coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y 
me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud. 

Valdemar 

Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el 
dormitorio  del  moribundo.  No  le  había  visto  en  los  últimos  diez  días  y  me  aterró  la 
espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color 
plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se 
había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. 
Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda 
claridad,  tomó  algunos  calmantes  sin  ayuda  ajena  y,  en  el  momento  de  entrar  en  su 
habitación,  le  encontré  escribiendo  unas  notas  en  una  libreta.  Se  mantenía  sentado  en  el 
lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D... y E.. 
Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me 
explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón 
izquierdo  se  hallaba  en  un  estado  semióseo  o  cartilaginoso,  y,  como  es  natural,  no 
funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente 
osificado,  mientras  la  inferior  era  tan  sólo  una  masa  de  tubérculos  purulentos  que  se 
confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había 
producido  una  adherencia  permanente  a  las  costillas.  Todos  estos  fenómenos  del  lóbulo 
derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que 
un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable 
en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de 
la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos 
facultativos  opinaban  que  Valdemar  moriría  hacia  la  medianoche  del  día  siguiente  (un 
domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado. 
Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D... y 
F... se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a 
mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente. 
Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me 
referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e 
incluso  ansioso  por  llevarlo  a  cabo,  y  me  pidió  que  comenzara  de  inmediato.  Dos 
enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a 
llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad 
en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la 
noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento 
(el señor Theodore L...l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes 
pedidos  de  Valdemar  y  luego  por  mi  propia  convicción  de  que  no  había  un  minuto  que 
perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente. 
El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de 
todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma 
condensada o verbatim.  
Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, 
le  pedí  que  manifestara  con  toda  la  claridad  posible,  en  presencia  de  L...l,  que  estaba 
dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba. 
Débil,  pero  distintamente,  el  enfermo  respondió:  «Sí,  quiero  ser  hipnotizado», 
agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.» 
Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían 
sido  más  efectivos  con  él.  Sentía  indudablemente  la  influencia  del  primer  movimiento 
lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible 
lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores 
D...  y  F...,  tal  como  lo  habían  prometido.  En  pocas  palabras  les  expliqué  cuál  era  mi 
intención, y, como no opusieron inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya 
en  agonía,  continué  sin  vacilar,  cambiando,  sin  embargo,  los  pases  laterales  por  otros 
verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto. 
A  esta  altura  su  pulso  era  imperceptible  y  respiraba  entre  estertores,  a  intervalos  de 
medio minuto. 
Esta  situación  se  mantuvo  sin  variantes  durante  un  cuarto  de  hora.  Al  expirar  este 
período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del 
pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de 
percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los 
mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas. 
A  las  once  menos  cinco,  advertí  inequívocas  señales  de  influencia  hipnótica.  La 
vidriosa  mirada  de  los  ojos  fue  reemplazada  por  esa  expresión  de  intranquilo  examen 
interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. 
Mediante  unos  rápidos  pases  laterales  hice  palpitar  los  párpados,  como  al  acercarse  el 
sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin 
embargo, sino que continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi 
voluntad,  hasta  que  hube  logrado  la  completa  rigidez  de  los  miembros  del  durmiente,  a 
quien previamente había colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas 
estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los 
flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada. 
Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el 
estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en 
un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se 
había despertado en sumo grado. El doctor D... decidió pasar toda la noche a la cabecera del 
paciente,  mientras  el  doctor  F...  se  marchaba,  con  promesa  de  volver  por  la  mañana 
temprano. L...l y los enfermeros se quedaron. 
Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en 
que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F...; vale 
decir,  yacía  en  la  misma  posición  y  su  pulso  era  imperceptible.  Respiraba  sin  esfuerzo, 
aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos 
estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte. 
Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que 
siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de 
experimento  jamás  había  logrado  buen  resultado  con  Valdemar,  pero  ahora,  para  mi 
estupefacción,  vi  que  su  brazo,  débil  pero  seguro,  seguía  todas  las  direcciones  que  le 
señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo. 
—Valdemar..., ¿duerme usted? —pregunté. 
No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la 
pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se 
levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los 
labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras: 
—Sí... ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así! 
Palpé  los  miembros,  encontrándolos  tan  rígidos  como  antes.  Volví  a  interrogar  al 
hipnotizado: 
—¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar? 
La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior: 
—No sufro... Me estoy muriendo. 
No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta 
la  llegada  del  doctor  F...,  que  arribó  poco  antes  de  la  salida  del  sol  y  se  quedó 
absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de 
tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual 
accedí. 
—Valdemar —dije—. ¿Sigue usted durmiendo? 
Como  la  primera  vez,  pasaron  unos  minutos  antes  de  lograr  respuesta,  y  durante  el 
intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta 
repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró: 
—Sí... Dormido... Muriéndome. 
La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su 
actual  estado  de  aparente  tranquilidad  hasta  que  la  muerte  sobreviniera,  cosa  que,  según 
consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez 
más, limitándome a repetir mi pregunta anterior. 
Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los 
ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió 
una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos 
hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se 
apagaron  bruscamente.  Empleo  estas  palabras  porque  lo  instantáneo  de  su  desaparición 
trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el 
labio  superior  se  replegó,  dejando  al  descubierto  los  dientes  que  antes  cubría 
completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, 
dejando  la  boca  abierta  de  par  en  par  y  revelando  una  lengua  hinchada  y  ennegrecida. 
Supongo  que  todos  los  presentes  estaban  acostumbrados  a  los  horrores  de  un  lecho  de 
muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo 
un movimiento general de retroceso. 
Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá 
movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo. 
El  más  imperceptible  signo  de  vitalidad  había  cesado  en  Valdemar;  seguros  de  que 
estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un 
minuto.  Al  cesar,  de  aquellas  abiertas  e  inmóviles  mandíbulas  brotó  una  voz  que  sería 
insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle 
parcialmente:  puedo  decir,  por  ejemplo,  que  su  sonido  era  áspero  y  quebrado,  así  como 
hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha 
percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo —según lo pensé en el 
momento y lo sigo pensando—, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar 
alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros 
oídos  (por  lo  menos  a  los  míos)  desde  larga  distancia,  o  desde  una  caverna  en  la 
profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará 
imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido 
del tacto. 
He  hablado  al  mismo  tiempo  de  «sonido»  y  de  «voz».  Quiero  decir  que  el  sonido 
consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor 
Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por 
mí  unos  minutos  antes.  Como  se  recordará,  le  había  preguntado  si  seguía  durmiendo.  Y 
ahora escuché: 
—Sí... No... Estuve durmiendo... y ahora... ahora... estoy muerto. 
Ninguno  de  los  presentes  pretendió  siquiera  negar  ni  reprimir  el  inexpresable, 
estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. 
L...l,  el  estudiante,  cayó  desvanecido.  Los  enfermeros  escaparon  del  aposento  y  fue 
imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias 
impresiones  al  lector.  Durante  una  hora,  silenciosos,  sin  pronunciar  una  palabra,  nos 
esforzamos por reanimar a L...l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el 
estado de Valdemar. 
Seguía,  en  todo  sentido,  como  lo  he  descrito  antes,  salvo  que  el  espejo  no 
proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el 
brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle 
seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora 
el  movimiento  vibratorio  de  la  lengua  cada  vez  que  volvía  a  hacer  una  pregunta  a 
Valdemar.  Se  diría  que  trataba  de  contestar,  pero  que  carecía  ya  de  voluntad  suficiente. 
Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque 
me esforcé por poner  a  cada  uno  de  los presentes en relación hipnótica con  el paciente. 
Creo  que  con  esto  he  señalado  todo  lo  necesario  para  que  se  comprenda  cuál  era  la 
condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la 
mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L...l. 
Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos 
un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la 
conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, 
la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso 
hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos seria 
su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento. 
Desde este momento hasta fines de la semana pasada —vale decir, casi siete meses— 
continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por 
médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente 
como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente. 
Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo: probablemente el lamentable resultado  del mismo  es  el que ha dado lugar a 
tanta  discusión  en  los  círculos  privados  y  a  una  opinión  pública  que  no  puedo  dejar  de 
considerar como injustificada. 
A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De 
entrada  resultaron  infructuosos.  La  primera  indicación  de  un  retorno  a  la  vida  lo 
proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso 
de  la  pupila  iba  acompañado  de  un  abundante  flujo  de  icor  amarillento,  procedente  de 
debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que 
tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. 
Entonces el doctor F... expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las 
siguientes palabras: 
—Señor Valdemar... ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea? 
Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, 
o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron 
rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir: 
—¡Por  amor  de  Dios...  pronto...  pronto...  hágame  dormir...  o  despiérteme...  pronto... 
despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto! 
Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. 
Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de 
la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto 
me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que 
todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente. 
Pero  lo  que  realmente  ocurrió  fue  algo  para  lo  cual  ningún  ser  humano  podía  estar 
preparado. 
Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! 
¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, 
bruscamente  todo  su  cuerpo,  en  el  espacio  de  un  minuto,  o  aún  menos,  se  encogió,  se 
deshizo... se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó 
más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.

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