sábado, 2 de septiembre de 2017

El Coloquio de Monos y Una

Μέλλοντα ταύτα

Cosas del futuro inmediato. 
 (SÓFOCLES, Antígona) 
Una.- ¿Resucitado?
Monos.- Sí, hermosa yt muy amada Una, "resucitado". ésta era la palabra sobre cuyo místico sentido medité tanto timepo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la muerte misma me develó el secreto.
Una.- ¡La Muerte!
Monos.- ¡De que extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu paso vacila y qye hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te seintes ofendida, oprimida por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí, nombre a la muerte. Y aquí ¡cuán singularmente suena esa palabra que antes llevaba el terror a todos los corazones, que manchaba todos los placeres!
Una.—¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos
perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite
a  la  beatitud  humana...  diciéndole:  «Hasta  aquí,  y  no  más»!  Aquel  profundo  amor
recíproco,  Monos,  que  ardía  en  nuestro  pecho...  ¡cuán  vanamente  nos  jactamos,  en  la
felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya!
¡Ay,  a  medida  que  crecía  aumentaba  también  en nuestros corazones  el  temor  de  aquella
hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo
penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.
Monos.—No hables aquí de aquellas penas, querida Una... ¡ahora para siempre, para
siempre mía!
Una.—Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que
decir aún de las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu pasaje a
través del oscuro Valle y de la Sombra.
Monos.—¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo
narraré en detalle... Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?
Una.—¿Dónde?
Monos.—Sí.
Una.—Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre
a definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu
vida,  sino  en  aquel  triste,  triste  instante  cuando,  habiéndote  abandonado  la  fiebre,  te
hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los
apasionados dedos del amor.
Monos.—Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en
aquella  época.  Recordarás  que  uno  o  dos  sabios  entre  nuestros  antecesores  —sabios  de
verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo— se habían atrevido a poner en
duda la propiedad de la palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En
cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en los  cuales  surgió  algún  intelecto  vigoroso  que  contendía  audazmente  por  aquellos
principios  cuya  verdad  parece  ahora  tan  evidente  a  nuestra  razón  despojada  de  sus
franquicias; principios que deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de
las  leyes  naturales,  en  vez  de  pretender  dirigirlas.  Muy  de  tiempo  en  tiempo  aparecían
mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un retroceso con
respecto  a  la  verdadera  utilidad.  En  ocasiones,  la  inteligencia  poética  —esa  inteligencia
que, ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues aquellas verdades de imperecedera
importancia  para  nosotros  sólo  podían  ser  alcanzadas  por  la  analogía,  que  habla
irrebatiblemente a la sola imaginación y que no pesa en la razón aislada—, esa inteligencia
poética se adelantó en ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en
la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro
indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa etapa aún infantil de su
alma.  Y  aquellos  poetas,  que  vivieron  y  murieron  despreciados  por  los  «utilitaristas»  —
zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo merecían los despreciados por ellos—,
aquellos poetas evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras
necesidades eran tan simples como penetrantes nuestros gozos, días en que el regocijo era
una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos, augustos y
beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas, penetrando en las
soledades de las florestas primitivas, fragantes e inexploradas.
Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa regla general sólo servían para
reforzarla por contraste. ¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de nuestros aciagos días!
El gran «movimiento» —tal era la jerigonza que se empleaba— seguía adelante; era una
perturbación mórbida, tanto moral como física. El arte —en sus diversas formas— erguíase
supremo, y, una vez entronizado, encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder.
Como  el  hombre  no  podía  dejar  de  reconocer  la  majestad  de  la  Naturaleza,  incurría  en
pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de aquélla. Mientras se
pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una imbecilidad infantil. Tal
como era de suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de los sistemas y de la
abstracción.  Se  envolvió  en  generalidades.  Entre  otras  ideas  extrañas,  la  de  la  igualdad
universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias
de las leyes de gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas en la tierra y en el
cielo, se empeñó obstinado en lograr una democracia que imperara por doquier.
Y, sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal principal, el Conocimiento. El
hombre no podía al mismo tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron enormes e
innumerables ciudades humeantes. Las verdes hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de
los hornos. El bello rostro de la Naturaleza se deformó como si lo arrasara alguna horrorosa
enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro sentido de lo que es forzado y artificial, aun
a  medias  dormido,  podría  habernos  detenido  en  ese  punto.  Pero  habíamos  preparado  el
camino de la destrucción al pervertir nuestro gusto o más bien al descuidar ciegamente su
cultivo  en  las  escuelas.  Pues  en  verdad,  frente  a  aquella  crisis,  tan  sólo  el  gusto  —esa
facultad que, ocupando una situación intermedia entre el intelecto puro y el sentido moral,
jamás  podía  ser  descuidada  sin  peligro—  habría  podido  devolvernos  dulcemente  a  la
Belleza, a la Naturaleza y a la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna
intuición de Platón! ¡Ay de la (µουσική, que aquel sabio consideraba con justicia educación
suficiente  para  el  alma!  ¡Ay  de  él  y  de  ella!  ¡Cuando  más  desesperadamente  se  los necesitaba, más olvidados o despreciados estaban! 5
Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan verdaderamente ha dicho que tout notre
misonnement se réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el sentimiento de lo
natural, de haberlo permitido el tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la
dura razón matemática de las escuelas. Pero ello no pudo ser. Prematuramente descarriada
por  la  intemperancia  del  conocimiento,  la  vejez  del  mundo  se  acentuó.  La  masa  de  la
humanidad no lo advertía, o bien, viviendo depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía
no  advertirlo.  En  cuanto  a  mí,  los  documentos  de  la  tierra  me  habían  enseñado  que  las
ruinas  más  grandes  son  el  precio  de  las  más  altas  civilizaciones.  Había  adquirido  una
presciencia  de  nuestro  destino  por  comparación  con  China,  la  simple  y  duradera;  con
Asiria,  la  arquitecta;  con  Egipto,  el  astrólogo;  con  Nubia,  más  sutil  que  ninguna,  madre
turbulenta de todas las artes. En la historia 6  de aquellas regiones atisbé un rayo del futuro.
Las artificialidades individuales de las tres últimas nombradas eran enfermedades locales
de la tierra, y en sus caídas individuales habíamos visto la aplicación de remedios locales;
pero en la infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en
la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era necesario
que resucitara.
Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente envolvimos en sueños nuestros
espíritus.  Y  entonces,  al  atardecer,  discurrimos  sobre  los  días  que  vendrían,  cuando  la
superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación 7 
que borraría sus obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y
las sonrientes aguas del Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el
hombre; para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre en cuyo sublimado intelecto
el conocimiento dejaría de ser un veneno... para el hombre redimido, regenerado, venturoso
y ahora inmortal, aunque material siempre.

Una.—Bien  recuerdo  aquellas  conversaciones,  querido  Monos;  pero  la  época  de  la
ígnea  destrucción  no  estaba  tan  cercana  como  creíamos,  como  la  corrupción  de  que  has
hablado  nos  permitía  con  tanta  seguridad  creer.  Los  hombres  vivían  y  luego  morían
individualmente. También tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu
fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde entonces, y cuya conclusión nos ha reunido
nuevamente, no torturó nuestros adormilados sentidos con la impaciencia del tiempo, de
todas maneras, Monos mío, fue un siglo.
Monos.—Di más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi muerte se produjo, es
verdad, durante la decrepitud de la tierra. Cansado mi corazón por las angustias que nacían
de  aquel  tumulto  y  corrupción  generales,  sucumbí  víctima  de  una  terrible  fiebre.  Tras
algunos  días  de  dolor  y  muchos  de  un  delirio  soñoliento  colmado  de  éxtasis,  cuyas
manifestaciones  tomaste  por  sufrimientos  sin  que  yo  pudiera  comunicarte  la  verdad...
                                                          
5  «Difícil será descubrir un mejor (método de educación) que el descubierto ya por la experiencia de tantas
edades; puede resumírselo en gimnasia para el cuerpo y música para el alma» (República, lib. 2). «Por esta razón
la música es una educación esencial, pues hace que el Ritmo y la Armonía penetren íntimamente en el alma,
afirmándose en ella, llenándola de belleza y embelleciendo la mente humana... Alabará y admirará lo hermoso; lo
recibirá con alegría en su alma, se alimentará de él e identificará con él su propia condición» (id. lib. 3). La música,
µουσική,  tenía  entre  los  atenienses  una  significación  muchísimo  más  amplia  que  entre  nosotros.  No  sólo
abarcaba las armonías de tiempo y melodía, sino la dicción poética, el sentimiento y la creación, todos ellos en
un sentido más amplio. En Atenas el estudio de la música consistía en el cultivo general del gusto —ese gusto
que reconoce lo hermoso— distinguiéndolo claramente de la razón, que sólo atiende a lo verdadero.
6  «Historia», de ίστορείν, contemplar.
7  Purificación parece emplearse aquí con referencia a su raíz griega πϋρ, fuego. después de unos días, como has dicho, me invadió un sopor que me privó del aliento y del
movimiento, y aquellos que me rodeaban lo llamaron Muerte.

Las  palabras  son  cosas  vagas.  Mi  estado  no  me  privaba  de  sensibilidad.  Parecíame
semejante a la quietud de aquel que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil y
postrado en un día estival, empieza a recobrar lentamente la conciencia, por agotamiento
natural de su sueño, y sin que ninguna perturbación exterior lo despierte.
No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había cesado de latir. La voluntad
permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se mostraban insólitamente activos, aunque
caprichosos,  usurpándose  al  azar  sus  funciones.  El  gusto  y  el  olfato  estaban
inextricablemente confundidos, constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua
de rosas con la cual tu ternura había humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí
bellísimas  fantasías  florales;  flores  fantásticas,  mucho  más  hermosas  que  las  de  la  vieja
tierra,  pero  cuyos  prototipos  vemos  florecer  ahora  en  torno  de  nosotros.  Los  párpados,
transparentes y exangües, no se oponían completamente a la visión. Como la voluntad se
hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas, pero veía con mayor o menor
claridad  todos  los  objetos  al  alcance  del  hemisferio  visual;  los  rayos  que  caían  sobre  la
parte  externa  de  la  retina  o  en  el  ángulo  del  ojo  producían  un  efecto  más  vívido  que
aquellos que incidían en la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este
efecto era tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido —dulce o discordante, según
que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o angulosos—. El oído,
aunque mucho más sensible, no tenía nada de irregular en su acción y apreciaba los sonidos
reales  con  una  precisión  y  una  sensibilidad  exageradísimas.  El  tacto  había  sufrido  una
alteración más extraña. Recibía con retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente,
produciéndose siempre el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de tus dulces
dedos sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio por la visión, llenaron más tarde
todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual. Sí, de una delicia sensual. Todas mis
percepciones eran puramente sensuales. Los elementos proporcionados por los sentidos al
pasivo cerebro no eran elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta. Poco dolor
sentía y mucho placer; pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores sollozos
flotaban en mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquél en cada
una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales; no provocaban
en la extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y así también las copiosas
y  continuas  lágrimas  que  caían  sobre  mi  rostro,  y  que  para  todos  los  asistentes  eran
testimonio de un corazón destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era
la Muerte, de la cual los presentes hablaban reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una,
entre sollozos y gritos.
Me prepararon para el ataúd —tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente
de  un  lado  a  otro—.  Cuando  atravesaban  la  línea  directa  de  mi  visión,  las  sentía  como
formas, pero al colocarse a mi lado sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos,
gemidos  y  otras  atroces  expresiones  del  horror  y  la  desesperación.  Sólo  tú,  vestida  de
blanco, pasabas musicalmente para mí en todas direcciones.
Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago
malestar,  una  ansiedad  como  la  que  experimenta  el  durmiente  cuando  llegan  a  su  oído
constantes  y  tristes  sones,  lejanas  y  profundas  campanadas  solemnes,  a  intervalos
prolongados, pero iguales, y entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y con
la  sombra  vino  una  pesada  aflicción.  Oprimía  mi  cuerpo  como  si  pesara  sobre  él,  y  era
palpable. Oíase asimismo  una  lamentación, semejante al lejano fragor de la resaca, pero más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía
la  oscuridad.  De  pronto,  la  habitación  se  llenó  de  luces  y  aquel  fragor  se  cambió  en
frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto. La
penosa  opresión  que  me  agobiaba  disminuyó  mucho  y,  emanando  de  la  llama  de  cada
lámpara—pues  había  varias—,  fluyó  hasta  mis  oídos  un  canto  continuo  de  melodiosa
monotonía.  Y  cuando  tú,  querida  Una,  acercándote  al  lecho  donde  yacía  yo  tendido,  te
sentaste gentilmente a mi lado, perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi
frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente
físicas que las circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que
en parte aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir
no  tenía  sus  raíces  en  el  inmóvil  corazón,  y  más  parecía  una  sombra  que  una  realidad;
pronto  se  desvaneció,  primero  en  un  profundo  reposo,  y  luego  en  un  placer  puramente
sensual como antes.
Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto
sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo
una delicia física en cuanto el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo
movimiento había cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no
latía  ninguna  arteria.  Pero  en  mi  cerebro  parecía  haber  surgido  eso  para  lo  cual  no  hay
palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia meramente humana.
Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la encarnación moral de la idea
humana abstracta del Tiempo. La absoluta coordinación de este movimiento o de alguno
equivalente  había  regulado  los  cielos  de  los  globos  celestes.  Por  él  medía  ahora  las
irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus
latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas
desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones
de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de los relojes
en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba, sin
embargo,  retener  el  tono  y  los  errores  momentáneos  de  cada  uno.  Y  este  penetrante,
perfecto sentimiento de duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como
el hombre no podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de
eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el primer
evidente y seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal.
Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara
mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues así me
lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron
claridad y volumen, hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las
formas no afectaban ya mi visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho.
Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una
pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en
la  sola  conciencia  de  entidad  y  en  el  sentimiento  de  duración  único  que  perduraba.  El
cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal Corrupción.
Y,  sin  embargo,  no  toda  sensibilidad  se  había  apagado,  pues  la  conciencia  y  el
sentimiento  remanentes  cumplían  algunas  de  sus  funciones  a  través  de  una  letárgica
intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el
soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así,
dulce  Una,  sentía  yo  que  aún  seguías  a  mi  lado.  Y  cuando  llegó  el  segundo  mediodía,
tampoco  dejé  de  tener  conciencia  de  los  movimientos  que  te  alejaron  de  mi  lado,  me encerraron en el ataúd, llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba,
bajándome a ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la tiniebla y
en la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía de los gusanos.
Y  aquí,  en  la  prisión  que  pocos  secretos  tiene  para  revelar,  pasaron  los  días,  y  las
semanas,  y  los  meses,  y  el  alma  observaba  atentamente  el  vuelo  de  cada  segundo,
registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y sin objeto.
Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora en hora más indistinta, y la
de  mera  situación  había  usurpado  en  gran  medida  su  puesto.  La  idea  de  entidad  estaba
confundiéndose con la de lugar. El angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo
iba a ser ahora el cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente (sólo el
sueño y su mundo permiten figurar la Muerte), tal como a veces ocurría en la tierra al que
estaba  sumido  en  profundo  sueño,  cuando  algún  resplandor  lo  despertaba  a  medias,
dejándolo empero envuelto en ensoñaciones, así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra,
me llegó aquella única luz capaz de sobresaltarme... la luz del Amor duradero. Los hombres
acudieron  a  cavar  en  la  tumba  donde  yacía  oscuramente.  Levantaron  la  húmeda  tierra.
Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.
Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había extinguido. El débil estremecimiento
habíase  apagado  en  reposo.  Muchos  lustros  transcurrieron.  El  polvo  tornó  al  polvo.  No
había ya alimento para el gusano. El sentimiento de ser había desaparecido por completo y
en su lugar, en lugar de todas las cosas, dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente
el Lugar y el Tiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso que no
tenía pensamiento, para eso que no tenía sensibilidad, para eso que no tenía alma, para eso
que  no  tenía  materia,  para  toda  esa  nada  y,  sin  embargo,  para  toda  esa  inmortalidad,  la
tumba era todavía una morada, y las corrosivas horas, compañeras.

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Silencio

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