martes, 25 de julio de 2017

Youtube + PRIMER VIDIOOOOO

BUEEENO Para los que no sabian llevo un tiempo teniendo un canal de youtube vacio, ya que no sabia exactamente sobre que subir mi primer video y que estaba aprendiendo del Sony Vegas y el Photoshop, ya que era un cerola izquierda. En realidad lo sigo siendo, pero con menos centimetros.

Eh subido mi primer video y no puedo decir que estoy descontenta con el resultado, sino que es como si me hubiese sacado un peso de encima. Y lo eh decicido hacer sobre un tema que es muy comun para mi, pero que eh visto se ah puesto como de "moda" asi que, sin más preámbulos eh aqui el video:


Recuerden porfaaaa suscribirse y que cualquier duda o critica constructiva con la quieran aportan, te lo recibo con la sonrisa del Guason.
Pero ya enserio, pasate a ver, al menos, te hare reir con mis primeros pasos en este medio.

Transmicion Terminada.

-C.S.C

lunes, 17 de julio de 2017

El Poder de las Palabras

Oinos.—Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu al que acaban de brotarle las alas
de la inmortalidad.
Agathos.—Nada has dicho, Oinos mío, que requiera ser perdonado. Ni siquiera aquí el
conocimiento es cosa de intuición. En cuanto a la sabiduría, pide sin reserva a los ángeles
que te sea concedida.
Oinos.  —Pero  yo  imaginé  que  en  esta  existencia  todo  me  sería  dado  a  conocer  al
mismo tiempo, y que alcanzaría así la felicidad por conocerlo todo.
Agathos.—¡Ah,  la  felicidad  no  está  en  el  conocimiento,  sino  en  su  adquisición!  La
beatitud  eterna  consiste  en  saber  más  y  más;  pero  saberlo  todo  sería  la  maldición  de  un
demonio.
Oinos.—El Altísimo, ¿no lo sabe todo?
Agathos.—Eso  (puesto  que  es  el  Muy  Bienaventurado)  debe  ser  aún  la  única  cosa
desconocida hasta para Él.
Oinos. —Sin embargo, puesto que nuestro saber aumenta de hora en hora, ¿no llegarán
por fin a ser conocidas todas las cosas?
Agathos.—¡Contempla  las  distancias  abismales!  Trata  de  hacer  llegar  tu  mirada  a  la
múltiple perspectiva de las estrellas, mientras erramos lentamente entre ellas... ¡Más allá,
siempre más allá! Aun la visión espiritual, ¿no se ve detenida por las continuas paredes de
oro del universo, las paredes constituidas por las miríadas de esos resplandecientes cuerpos
que el mero número parece amalgamar en una unidad?
Oinos.—Claramente percibo que la infinitud de la materia no es un sueño.
Agathos.—No hay sueños en el Aidenn 3 , pero se susurra aquí que la única finalidad de
esta infinitud de materia es la de proporcionar infinitas fuentes donde el alma pueda calmar
la sed de saber que jamás se agotará en ella, ya que agotarla sería extinguir el alma misma.
Interrógame, pues, Oinos mío, libremente y sin temor. ¡Ven!, dejaremos a nuestra izquierda
la intensa armonía de las Pléyades, lanzándonos más allá del trono a las estrelladas praderas
allende Orión, donde, en lugar de violetas, pensamientos y trinitarias, hallaremos macizos
de soles triples y tricolores.
Oinos.—Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, instrúyeme. ¡Háblame con los acentos
familiares de la tierra! No he comprendido lo que acabas de insinuar sobre los modos o los
procedimientos de aquello que, mientras éramos mortales, estábamos habituados a llamar
Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?
Agathos. —Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos.—¡Explícate!
Agathos.—Solamente creó en el comienzo. Las aparentes criaturas que en el universo
surgen ahora perpetuamente a la existencia sólo pueden ser consideradas como el resultado
mediato o indirecto, no como el resultado directo o inmediato del poder creador divino.
Oinos.  —Entre  los  hombres,  Agathos  mío,  esta  idea  sería  considerada  altamente
herética.
Agathos. —Entre los ángeles, Oinos mío, se sabe que es sencillamente la verdad.
Oinos.—Alcanzo a comprenderte hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que
                                                          
3  Edén, en una forma caprichosa propia de Poe, (N. del T.) denominamos Naturaleza o leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a aquello
que tiene todas las apariencias de creación. Muy poco antes de la destrucción final de la
tierra  recuerdo  que  se  habían  efectuado  afortunados  experimentos,  que  algunos  filósofos
denominaron torpemente creación de animálculos.
Agathos.—Los casos de que hablas fueron ejemplos de creación secundaria, de la única
especie  de  creación  que  hubo  jamás  desde  que  la  primera  palabra  dio  existencia  a  la
primera ley.
Oinos.—Los mundos estrellados que surgen hora a hora en los cielos, procedentes de
los abismos del no ser, ¿no son, Agathos, la obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos—Permíteme, Oinos, que trate de llevarte paso a paso a la concepción a que
aludo. Bien sabes que, así como ningún pensamiento perece, todo acto determina infinitos
resultados. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos moradores de la tierra, y al
hacerlo  hacíamos  vibrar  la  atmósfera  que  las  rodeaba.  La  vibración  se  extendía
indefinidamente hasta impulsar cada partícula del aire de la tierra, que desde entonces y
para siempre era animado por aquel único movimiento de la mano. Los matemáticos de
nuestro  globo  conocían  bien  este  hecho.  Sometieron  a  cálculos  exactos  los  efectos
producidos por el fluido por impulsos especiales, hasta que les fue fácil determinar en qué
preciso período un impulso de determinada extensión rodearía el globo, influyendo (para
siempre) en cada átomo de la atmósfera circundante. Retrogradando, no tuvieron dificultad
en determinar el valor del impulso original partiendo de un efecto dado bajo condiciones
determinadas.  Ahora  bien,  los  matemáticos  que  vieron  que  los  resultados  de  cualquier
impulso  dado  eran  interminables,  y  que  una  parte  de  dichos  resultados  podía  medirse
gracias al análisis algebraico, así como que la retrogradación no ofrecía dificultad, vieron al
mismo tiempo que este análisis poseía en sí mismo la capacidad de un avance indefinido;
que  no  existían  límites  concebibles  a  su  avance  y  aplicabilidad,  salvo  en  el  intelecto  de
aquel  que  lo  hacía  avanzar  o  lo  aplicaba.  Pero  en  este  punto  nuestros  matemáticos  se
detuvieron.
Oinos.—¿Y por qué, Agathos, hubieran debido continuar? 
Agathos.  —Porque  había,  más  allá,  consideraciones  del  más  profundo  interés.  De  lo
que  sabían  era  posible  deducir  que  un  ser  de  una  inteligencia  infinita,  para  quien  la
perfección  del  análisis  algebraico  no  guardara  secretos,  podría  seguir  sin  dificultad  cada
impulso  dado  al  aire,  y  al  éter  a  través  del  aire,  hasta  sus  remotas  consecuencias  en  las
épocas más infinitamente remotas. Puede, ciertamente, demostrarse que cada uno de estos
impulsos dados al aire influyen sobre cada cosa individual existente en el universo, y ese
ser de infinita inteligencia que hemos imaginado, podría seguir las remotas ondulaciones
del impulso, seguirlo hacia arriba y adelante en sus influencias sobre todas las partículas de
toda la materia, hacia arriba y adelante, para siempre en sus modificaciones de las formas
antiguas;  o,  en  otras  palabras,  en  sus  nuevas  creaciones...  hasta  que  lo  encontrara,
regresando como un reflejo, después de haber chocado —pero esta vez sin influir— en el
trono de la Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser semejante, sino que en cualquier
época,  dado  un  cierto  resultado  (supongamos  que  se  ofreciera  a  su  análisis  uno  de  esos
innumerables cometas), no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a
qué  impulso  original  se  debía.  Este  poder  de  retrogradación  en  su  plenitud  y  perfección
absolutas,  esta  facultad  de  relacionar  en  cualquier  época,  cualquier  efecto  a  cualquier
causa, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad; pero en sus restantes y múltiples
grados,  inferiores  a  la  perfección  absoluta,  ese  mismo  poder  es  ejercido  por  todas  las
huestes de las inteligencias angélicas. Oinos.—Pero tú hablas tan sólo de impulsos en el aire.
Agathos.—Al  hablar  del  aire  me  refería  meramente  a  la  tierra,  pero  mi  afirmación
general se refiere a los impulsos en el éter, que, al penetrar, y ser el único que penetra todo
el espacio, es así el gran medio de la creación.
Oinos.—Entonces, ¿todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?
Agathos.—Así debe ser; pero una filosofía verdadera ha enseñado hace mucho que la
fuente de todo movimiento es el pensamiento, y que la fuente de todo pensamiento es...
Oinos. —Dios.
Agathos.—Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la hermosa tierra que pereció
hace poco, de impulsos sobre la atmósfera de esa tierra.
Oinos. —Sí.
Agathos.—Y mientras así hablaba, ¿no cruzó por tu mente algún pensamiento sobre el
poder físico de las palabras? Cada palabra, ¿no es un impulso en el aire?
Oinos.  —¿Pero  por  qué  lloras,  Agathos...  y  por  qué,  por  qué  tus  alas  se  pliegan
mientras  nos  cernimos  sobre  esa  hermosa  estrella,  la  más  verde  y,  sin  embargo,  la  más
terrible que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de
hadas... pero sus fieros volcanes semejan las pasiones de un turbulento corazón.
Agathos.—¡Y así es... así es! Esta estrella tan extraña... hace tres siglos que, juntas las
manos  y  arrasados  los  ojos,  a  los  pies  de  mi  amada,  la  hice  nacer  con  mis  frases
apasionadas.  ¡Sus  brillantes  flores  son  mis  más  queridos  sueños  no  realizados,  y  sus
furiosos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío corazón!

 F I N

Revelacion Mesmérica

Aunque  la  teoría  del  mesmerismo  esté  aún  envuelta  en  dudas,  sus  sobrecogedoras
realidades son ya casi universalmente admitidas. Los que dudan de éstas pertenecen a la
casta inútil y despreciable de los que dudan por pura profesión. No hay mejor manera de
perder  el  tiempo  que  proponerse  probar  en  la  actualidad  que  el  hombre,  por  el  simple
ejercicio de su voluntad, puede impresionar a su semejante al punto de sumirlo en un estado
anormal cuyas manifestaciones se parecen estrechamente a las de la muerte, o por lo menos
en mayor grado que cualquier otro fenómeno conocido en condiciones normales; que, en
ese estado, la persona así influida utiliza sólo con esfuerzo y en consecuencia débilmente
los órganos exteriores de los sentidos y, sin embargo, percibe con agudeza y refinamiento,
y por vías presuntamente desconocidas, cosas que están más allá del alcance de los órganos
físicos;  que,  además,  sus  facultades  intelectuales  se  hallan  en  un  maravilloso  estado  de
exaltación  y  fuerza;  que  las  simpatías  con  la  persona  que  así  influye  sobre  ella  son
profundas, y, finalmente,  que  su susceptibilidad de impresión va en aumento  gradual,  al
tiempo que, en la misma proporción, se extienden y acentúan cada vez más los peculiares
fenómenos producidos.
Digo que sería superfluo demostrar las leyes del mesmerismo en sus rasgos generales;
tampoco infligiré a mis lectores una demostración hoy tan innecesaria. Mi propósito es, en
verdad, muy otro. Me siento impelido, aun enfrentándome de esta manera con un mundo de
prejuicios,  a  detallar  sin  comentarios  el  notabilísimo  diálogo  que  sostuve  con  un
hipnotizado.

Hacía mucho tiempo que tenía la costumbre de hipnotizar a la persona en cuestión (Mr.
Vankirk),  en  quien  se  habían  manifestado  la  aguda  susceptibilidad  y  la  exaltación
habituales en la percepción mesmérica. Desde varios meses atrás, Mr. Vankirk padecía una
tisis declarada y mis pases habían aliviado sus efectos más penosos; la noche del miércoles
15 del mes actual fui llamado a su cabecera.
El enfermo sufría un dolor agudo en la región cordial y respiraba con gran dificultad,
presentando todos los síntomas comunes del asma. En espasmos como aquél generalmente
le proporcionaba alivio la aplicación de mostaza en los centros nerviosos, pero esa noche el
recurso había resultado inútil.
Cuando  entré  en  su  habitación  me  recibió  con  una  sonrisa  jovial,  y  aunque
evidentemente sus dolores físicos eran grandes, su ánimo parecía muy tranquilo.
—Lo mandé buscar esta noche —dijo— no tanto para que mitigara mi dolencia como
para que me explicara ciertas impresiones psíquicas que últimamente me han causado gran
ansiedad y sorpresa. No necesito decirle cuan escéptico he sido hasta hoy con respecto a la
inmortalidad del alma. No puedo negar que siempre ha existido, quizá en esa misma alma
que he negado, una especie de vago sentimiento de su propia existencia. Pero esta especie
de sentimiento no llegó en ningún instante a la convicción. Era cosa que nada tenía que ver
con la razón. Todas las tentativas de investigación lógica me dejaban, a decir verdad, más
escéptico que antes. Me aconsejaron que estudiara a Cousin. Lo estudié en sus obras, así
como en sus repercusiones europeas y americanas. El Charles Elwood de Mr. Brownson,
por ejemplo, cayó en mis manos. Lo leí con profunda atención. Lo encontré lógico de una
punta  a  la  otra,  pero  las  partes  que  no  eran  simplemente  lógicas  constituían, desgraciadamente,  los  argumentos  iniciales  del  incrédulo  héroe  del  libro.  En  sus
conclusiones me pareció evidente que el razonador no había logrado siquiera convencerse a
sí mismo. El final había olvidado por completo el principio, como el gobierno de Trínculo.
En una palabra: no tardé en advertir que, si el hombre ha de persuadirse intelectualmente de
su  propia  inmortalidad,  nunca  lo  logrará  por  las  meras  abstracciones  que  durante  tanto
tiempo han constituido el método de los moralistas de Inglaterra, Francia y Alemania. Las
abstracciones pueden ser una diversión y un ejercicio, pero no se posesionan de la mente.
Aquí, en la tierra por lo menos, la filosofía, estoy convencido, siempre nos pedirá en vano
que  consideremos  las  cualidades  como  cosas.  La  voluntad  puede  asentir;  el  alma,  el
intelecto, nunca.
»Repito, pues, que sólo había sentido a medias, pero nunca creí intelectualmente. Mas
en  los  últimos  tiempos  el  sentimiento  se  ha  ahondado  hasta  parecerse  tanto  a  la
aquiescencia de la razón, que me resulta difícil distinguirlos. Creo también poder atribuir
este efecto simplemente a la influencia mesmérica. No sé explicar mejor mi pensamiento
que por la hipótesis de que la exaltación mesmérica me capacita para percibir una serie de
razonamientos que en mi existencia normal son convincentes, pero que, en total acuerdo
con los fenómenos mesméricos, no se extienden, salvo en su efecto, a mi estado normal. En
el estado hipnótico, el razonamiento y la conclusión, la causa y el efecto están presentes a
un tiempo. En mi estado natural, la causa se desvanece; únicamente el efecto, y quizá sólo
en parte, permanece.
»Estas consideraciones me han llevado a pensar que podrían obtenerse algunos buenos
resultados  dirigiéndome,  mientras  estoy  mesmerizado,  una  serie  de  preguntas  bien
encaminadas.  Usted  ha  observado  a  menudo  el  profundo  conocimiento  de  sí  mismo  que
demuestra  el  hipnotizado,  el  amplio  saber  que  despliega  sobre  todo  lo  concerniente  al
estado mesmérico, y de este conocimiento de sí mismo pueden deducirse indicaciones para
la adecuada confección de un cuestionario.»
Accedí,  claro  está,  a  realizar  este  experimento.  Unos  pocos  pases  sumieron  a  Mr.
Vankirk en el sueño mesmérico. Su respiración se hizo inmediatamente más fácil y parecía
no padecer ninguna incomodidad física. Entonces se produjo la siguiente conversación (en
el diálogo, V. representa al paciente y P. soy yo):
P. —¿Duerme usted?
V. —Sí..., no; preferiría dormir más profundamente.
^.—(Después de algunos pases.) ¿Duerme ahora?
V. —Sí.
P. —¿Cómo cree que terminará su enfermedad?
V. —(Después de una larga vacilación y hablando como con esfuerzo.) Moriré.
P. —¿Le aflige la idea de la muerte?
V. —(Muy rápido.) ¡No..., no!
P. —¿Le desagrada esta perspectiva?
V.  —Si  estuviera  despierto  me  gustaría  morir,  pero  ahora  no  tiene  importancia.  El
estado mesmérico se avecina lo bastante a la muerte como para satisfacerme.
P. —Me gustaría que se explicara, Mr. Vankirk.
V. —Quisiera hacerlo, pero requiere más esfuerzo del que me siento capaz. Usted no
me interroga correctamente.
P. —Entonces, ¿qué debo preguntarle?
V. —Debe comenzar por el principio.
P. —¡El principio! Pero, ¿dónde está el principio? V. —Usted sabe que el principio es Dios. (Esto fue dicho en tono bajo, vacilante, y con
todas las señales de la más profunda veneración.)
P. —Pero, ¿qué es Dios?
V. —(Vacilando durante varios minutos.) No puedo decirlo.
P. —Dios, ¿no es espíritu?
V. —Mientras estaba despierto, yo sabía lo que usted quiere decir con «espíritu», pero
ahora me parece sólo una palabra, tal como, por ejemplo, verdad, belleza; una cualidad,
quiero decir.
P. —Dios, ¿no es inmaterial?
V. —No hay inmaterialidad; ésta es una simple palabra. Lo que no es materia no es
nada, a menos que las cualidades sean cosas.
P. —Entonces, ¿Dios es material?
V. —No. (Esta respuesta me sobrecogió.)
P. —¿Y qué es?
V. —(Después de una larga pausa, entre dientes.) Lo veo... pero es una cosa difícil de
decir. (Otra larga pausa.) No es espíritu, pues existe. Tampoco es materia, como usted la
entiende. Pero hay gradaciones de la materia de las que el hombre nada sabe, en que la más
basta impulsa a la más sutil, la más sutil invade la más basta. La atmósfera, por ejemplo,
impulsa  el  principio  eléctrico,  mientras  el  principio  eléctrico  penetra  la  atmósfera.  Estas
gradaciones de la materia crecen en tenuidad o sutileza hasta que llegamos a una materia
indivisa  —sin  partículas—,  indivisible  —una—,  y  aquí  la  ley  de  la  impulsión  y  de  la
penetración se modifica. La materia última o indivisa no sólo penetra todas las cosas, sino
que las impulsa, y de esta manera es todas las cosas en sí misma. Esta materia es Dios. Lo
que  el  hombre  intenta  formular  con  la  palabra  «pensamiento»  es  esta  materia  en
movimiento.
P.  —Los  metafísicos  sostienen  que  toda  acción  es  reductible  a  movimiento  y
pensamiento, y que el último es el origen del primero.
V. —Sí, y ahora veo la confusión de la idea. El movimiento es la acción de la mente, no
del pensamiento. La materia indivisa o Dios, en reposo, es (en la medida en que podemos
concebirlo) lo que los hombres llaman mente. Y el poder de automovimiento (equivalente
en efecto a la volición humana) es, en la materia indivisa, el resultado de su unidad y de su
omni-predominancia; cómo, no lo sé, y ahora veo claramente que nunca lo sabré. Pero la
materia indivisa, puesta en movimiento por una ley o cualidad existente en sí misma, es el
pensamiento.
P. —¿No puede darme una idea más precisa de lo que usted designa materia indivisa?
V.  —Las  materias  que  el  hombre  conoce  escapan  gradualmente  a  los  sentidos.
Tenemos, por ejemplo, un metal, un trozo de madera, una gota de agua, la atmósfera, el
gas, el calor, la electricidad, el éter luminoso. Ahora bien, llamamos materia a todas esas
cosas, y abarcamos toda la materia en una definición general; sin embargo, no puede haber
dos ideas más esencialmente distintas que la que referimos a un metal y la que referimos al
éter  luminoso.  Cuando  llegamos  al  último,  sentimos  una  inclinación  casi  irresistible  a
clasificarlo con el espíritu o con la nada. La única consideración que nos detiene es nuestra
idea de su constitución atómica, y aun aquí debemos pedir ayuda a nuestra noción de átomo
como  algo  infinitamente  pequeño,  sólido,  palpable,  pesado.  Destruyamos  la  idea  de  la
constitución atómica y ya no seremos capaces de considerar el éter como una entidad o, por
lo  menos,  como  materia.  A  falta  de  una  palabra  mejor  podríamos  designarlo  espíritu.
Demos ahora un paso más allá del éter luminoso, concibamos una materia mucho más sutil que el éter, así como el éter es más sutil que el metal, y llegamos en seguida (a pesar de
todos  los  dogmas  escolásticos)  a  una  masa  única,  a  una  materia  indivisa.  Pues,  aunque
admitamos  una  infinita  pequeñez  en  los  átomos  mismos,  la  infinita  pequeñez  de  los
espacios  interatómicos  es  un  absurdo.  Habrá  un  punto,  habrá  un  grado  de  sutileza  en  el
cual,  si  los  átomos  son  suficientemente  numerosos,  los  interespacios  desaparecerán  y  la
masa será absolutamente una. Pero al dejar de lado ahora la idea de la constitución atómica,
la naturaleza de la masa se deslizará inevitablemente a nuestra concepción del espíritu. Está
claro,  sin  embargo,  que  es  tan  materia  como  antes.  La  verdad  es  que  resulta  imposible
concebir el espíritu, puesto que es imposible imaginar lo que no es. Cuando nos jactamos
de haber llegado a concebirlo, hemos engañado simplemente nuestro entendimiento con la
consideración de una materia infinitamente rarificada.
P. —Me parece que hay una objeción insuperable a la idea de la absoluta unidad, y ella
es la ligerísima resistencia experimentada por los cuerpos celestes en sus revoluciones a
través del espacio, resistencia que ahora sabemos, es verdad, existe en cierto grado, pero
que, sin embargo, es tan ligera que aun la sagacidad de Newton la pasó por alto. Sabemos
que la resistencia de los cuerpos es principalmente proporcionada a su densidad. La unidad
absoluta es la densidad absoluta. Donde no hay interespacios no puede haber paso. Un éter
absolutamente denso detendría de una manera infinitamente más efectiva la marcha de una
estrella que un éter de diamante o de acero.
V.  —Su  objeción  se  contesta  con  una  facilidad  que  está  casi  en  proporción  con  su
aparente  irrefutabilidad.  Con  respecto  a  la  marcha  de  una  estrella,  no  puede  haber
diferencia entre que la estrella pase a través del éter o el éter a través de ésta. No hay error
astronómico más inexplicable que el que relaciona el conocido retardo de los cometas con
la idea de su paso a través del éter, pues por sutil que se suponga ese éter detendría toda
revolución sideral en un período mucho más breve que el admitido por esos astrónomos,
quienes  han  intentado  suprimir  un  punto  que  consideraban  imposible  de  entender.  El
retardo experimentado es, por el contrario, aproximadamente el mismo que puede esperarse
de la fricción del éter en el pasaje instantáneo a través del astro. En un caso, la fuerza de
retardo es momentánea y completa en sí misma; en el otro, es infinitamente acumulativa.
P. —Pero en todo esto, en esta identificación de la simple materia con Dios, ¿no hay
nada de irreverencia? (Me vi obligado a repetir esta pregunta antes de que el hipnotizado
comprendiera cabalmente su sentido.)
V. —¿Puede usted decir por qué la materia ha de ser menos reverenciada que la mente?
Usted olvida que la materia de la cual hablo es, en todo sentido, la verdadera «mente» o
«espíritu» de las escuelas, sobre todo en lo que concierne a sus elevadas propiedades, y es,
al mismo tiempo, la «materia» para estas escuelas. Dios, con todos los poderes atribuidos al
espíritu, es tan sólo la perfección de la materia.
P. —¿Afirma usted, entonces, que la materia indivisa, en movimiento, es pensamiento?
V. —En general, el movimiento es el pensamiento universal de la mente universal. Este
pensamiento crea. Todas las cosas creadas no son sino los pensamientos de Dios.
P. —Usted dice «en general».
V. —Sí. La mente universal es Dios. Para las nuevas individualidades es necesaria la
materia.
P. —Pero usted habla ahora de «mente» y de «materia» como lo hacen los metafísicos.
V. —Sí, para evitar la confusión. Cuando digo «mente» me refiero a la materia indivisa
o última; cuando digo «materia» me refiero a todo lo demás.
P. —Usted decía que «para las nuevas individualidades es necesaria la materia». V. —Sí, pues la mente, en su existencia incorpórea, es simplemente Dios. Para crear
los seres individuales, pensantes, era necesario encarnar porciones de la mente divina. Así
es  individualizado  el  hombre.  Despojado  de  su  envoltura  corporal  sería  Dios.  El
movimiento particular de las porciones encarnadas de la materia indivisa es el pensamiento
del hombre, así como el movimiento del todo es el de Dios.
P. —¿Dice usted que despojado de su envoltura corporal el hombre sería Dios?
V. —(Después de mucho vacilar.) No pude haber dicho eso, es un absurdo.
P. —(Recurriendo a mis notas.) Usted dijo que «despojado de su envoltura corporal el
hombre sería Dios».
V. —Y es verdad. El hombre así despojado sería Dios, sería desindividualizado. Pero
no  puede  despojarse  jamás  de  esa  manera  —por  lo  menos  nunca  podrá—,  a  menos  que
imaginemos una acción de Dios que vuelve sobre sí misma, una acción inútil, sin finalidad.
El hombre es una criatura. Las criaturas son pensamientos de Dios. Está en la naturaleza del
pensamiento ser irrevocable.
P.  —No  comprendo.  ¿Usted  dice  que  el  hombre  nunca  podrá  desprenderse  de  su
cuerpo?
V. —Digo que nunca será incorpóreo.
P. —Explíquese.
V.  —Hay  dos  cuerpos:  el  rudimentario  y  el  completo,  que  corresponden  a  las  dos
condiciones de la crisálida y la mariposa. Lo que llamamos «muerte» es tan sólo la penosa
metamorfosis.  Nuestra  presente  encarnación  es  progresiva,  preparatoria,  temporaria.
Nuestro futuro es perfecto, definitivo, inmortal. La vida definitiva constituye la finalidad
absoluta.
P. —Pero de la metamorfosis de la crisálida tenemos un conocimiento palpable.
V.  —Nosotros  sí,  pero  la  crisálida  no.  La  materia  que  compone  nuestro  cuerpo
rudimentario  está  al  alcance  de  los  órganos  de  este  cuerpo,  o,  más  claramente,  nuestros
órganos rudimentarios se adaptan a la materia que forma el cuerpo rudimentario, pero no al
que compone el cuerpo definitivo. Éste escapa así a nuestros sentidos rudimentarios, y sólo
percibimos  la  envoltura  que  cae  al  morir,  desprendiéndose  de  la  forma  interior,  no  esa
misma forma interior; pero esta última, así como la envoltura, es apreciable para los que ya
han adquirido la vida definitiva.
P. — Usted ha dicho a menudo que el estado mesmérico se asemeja estrechamente a la
muerte. ¿Cómo es eso?
V.  —Cuando  digo  que  se  parece  a  la  muerte,  aludo  a  que  se  asemeja  a  la  vida
definitiva,  pues  cuando  estoy  en  trance  los  sentidos  de  mi  vida  rudimentaria  quedan  en
suspenso  y  percibo  las  cosas  exteriores  directamente,  sin  órganos,  a  través  de  un
intermediario que emplearé en la vida definitiva, inorganizada.
P. —¿Inorganizada?
V.  —Sí;  los  órganos  son  mecanismos  mediante  los  cuales  el  individuo  se  pone  en
relación sensible con clases y formas particulares de materia, con exclusión de otras clases
y formas. Los órganos del hombre están adaptados a esta condición rudimentaria y sólo a
ésta;  siendo  inorganizada  su  condición  última,  su  comprensión  es  ilimitada  en  todos  los
órdenes, salvo en uno: la naturaleza de la voluntad de Dios, es decir, el movimiento de la
materia indivisa. Usted tendrá una idea clara del cuerpo definitivo concibiéndolo como si
fuera  todo  cerebro.  No  es  eso;  pero  una  concepción  de  esta  naturaleza  lo  acercará  a  la
comprensión  de  su  ser.  Un  cuerpo  luminoso  imparte  vibración  al  éter.  Las  vibraciones
engendran  otras  similares  dentro  de  la  retina;  éstas  comunican  otras  al  nervio  óptico.  El nervio  envía  otras  al  cerebro,  y  el  cerebro  otras  a  la  materia  indivisa  que  lo  penetra.  El
movimiento de esta última es el pensamiento, cuya primera ondulación es la percepción. De
esta manera la mente de la vida rudimentaria se comunica con el mundo exterior, y este
mundo exterior está limitado para la vida rudimentaria, por la idiosincrasia de sus órganos.
Pero en la vida definitiva, inorganizada, el mundo exterior llega al cuerpo entero (que es de
una  sustancia  afín  al  cerebro,  como  he  dicho),  sin  otra  intervención  que  la  de  un  éter
infinitamente más sutil que el luminoso; y todo el cuerpo vibra al unísono con este éter,
poniendo  en  movimiento  la  materia  indivisa  que  lo  penetra.  A  la  ausencia  de  órganos
especiales  debemos  atribuir,  además,  la  casi  ilimitada  percepción  propia  de  la  vida
definitiva. En los seres rudimentarios los órganos son las jaulas necesarias para encerrarlos
hasta que tengan alas.
P. —Usted habla de «seres» rudimentarios. ¿Hay otros seres pensantes rudimentarios
además del hombre?
V.  —Las  numerosas  acumulaciones  de  materia  sutil  en  nebulosas,  planetas,  soles  y
otros cuerpos que no son ni nebulosas, ni soles, ni planetas tienen la única finalidad de dar
pábulo  a  los  distintos  órganos  de  infinidad  de  seres  rudimentarios.  De  no  ser  por  la
necesidad de la vida rudimentaria, previa a la definitiva, no hubiera habido cuerpos como
éstos.  Cada  uno  de  ellos  es  ocupado  por  una  variedad  distinta  de  criaturas  orgánicas,
rudimentarias,  pensantes.  En  todas  los  órganos  varían  según  los  caracteres  del  lugar
ocupado. A la muerte o metamorfosis, estas criaturas que gozan de la vida definitiva —la
inmortalidad— y conocen todos los secretos, salvo uno, actúan y se mueven en todas partes
por simple volición; habitan, no en las estrellas, que nosotros consideramos las únicas cosas
palpables para cuya distribución ciegamente juzgamos creado el espacio, sino el espacio
mismo,  ese  infinito  cuya  inmensidad  verdaderamente  sustancial  se  traga  las  estrellas  al
igual que sombras, borrándolas como no entidades de la percepción de los ángeles.
P. —Usted dice que, «de no ser por la necesidad de la vida rudimentaria», no hubiera
habido estrellas. ¿Pero por qué esta necesidad?
V. —En la vida inorgánica, así como generalmente en la materia inorgánica, no hay
nada que impida la acción de una única y simple ley, la Divina Volición. La vida orgánica y
la materia (complejas, sustanciales y sometidas a leyes) fueron creadas con el propósito de
producir un impedimento.
P. —Pero de nuevo, ¿qué necesidad había de producir ese impedimento?
V.  —El  resultado  de  la  ley  inviolada  es  perfección,  justicia,  felicidad  negativa.  El
resultado  de  la  ley  violada  es  imperfección,  injusticia,  dolor  positivo.  Por  medio  de  los
impedimentos que brindan el número, la complejidad y la sustancialidad de las leyes de la
vida orgánica y de la materia, la violación de la ley resulta, hasta cierto punto, practicable.
Así el dolor, que es imposible en la vida inorgánica, es posible en la orgánica.
P. —¿Pero cuál es el propósito benéfico que justifica la existencia del dolor?
V.  —Todas  las  cosas  son  buenas  o  malas  por  comparación.  Un  análisis  suficiente
mostrará que el placer, en todos los casos, es tan sólo el reverso del dolor. El placer positivo
es una simple idea. Para ser felices hasta cierto punto, debemos haber padecido hasta ese
mismo punto. No sufrir nunca sería no haber sido nunca dichoso. Pero se ha demostrado
que en  la  vida inorgánica  no  puede  existir dolor; de ahí su necesidad en la orgánica. El
dolor de la vida primitiva en la tierra es la única garantía de beatitud para la vida definitiva
en el cielo.
P. —Todavía hay una  de  sus  expresiones que me resulta imposible comprender: «la
inmensidad verdaderamente sustancial» del infinito. V.  —Ello  es  quizá  porque  no  tiene  usted  una  noción  suficientemente  genérica  del
término  «sustancia».  No  debemos  considerarla  una  cualidad,  sino  un  sentimiento:  es  la
percepción, en los seres pensantes, de la adaptación de la materia a su organización. Hay
muchas  cosas  en  la  tierra  que  nada  serían  para  los  habitantes  de  Venus,  muchas  cosas
visibles y tangibles en Venus cuya existencia seríamos incapaces de apreciar. Pero, para los
seres inorgánicos, para los ángeles, la totalidad de la materia indivisa es sustancia, es decir,
la totalidad de lo que designamos «espacio» es para ellos la sustancialidad más verdadera;
al mismo tiempo las estrellas, en lo que consideramos su materialidad, escapan al sentido
angélico,  de  la  misma  manera  que  la  materia  indivisa,  en  lo  que  consideramos  su
inmaterialidad, se evade de lo orgánico.
Mientras el hipnotizado pronunciaba estas últimas palabras con voz débil, observé en
su fisonomía una singular expresión que me alarmó un poco y me indujo a despertarlo en
seguida. No bien lo hube hecho, con una brillante sonrisa que iluminó todas sus facciones
cayó de espaldas sobre la almohada y expiró. Observé que, menos de un minuto después, su
cuerpo tenía toda la severa rigidez de la piedra. Su frente estaba fría como el hielo. Parecía
haber  sufrido  una  larga  presión  de  la  mano  de  Azrael.  El  hipnotizado,  durante  la  última
parte de su discurso, ¿se había dirigido a mí desde la región de las sombras?

F I N

La Caida de la Casa Usher

Son coeur est un luth suspendu; 
Sitôt qu’on le touche, il résonne.
(DE BÈRANGER)


Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían
bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país;
y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa
Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un
sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de
esos sentimientos semiagradables por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las
más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenía
delante —la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como
ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados— con
una  fuerte  depresión  de  ánimo  únicamente  comparable,  como  sensación  terrena,  al
despertar  del  fumador  de  opio,  la  amarga  caída  en  la  existencia  cotidiana,  el  horrible
descorrerse  del  velo.  Era  una  frialdad,  un  abatimiento,  un  malestar  del  corazón,  una
irremediable  tristeza  mental  que  ningún  acicate  de  la  imaginación  podía  desviar  hacia
forma  alguna  de  lo  sublime.  ¿Qué  era  —me  detuve  a  pensar—,  qué  era  lo  que  así  me
desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar
con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba.
Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda
duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así,
el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de
nuestro  alcance.  Era  posible,  reflexioné,  que  una  simple  disposición  diferente  de  los
elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá
anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi
caballo  a  la  escarpada  orilla  de  un  estanque  negro  y  fantástico  que  extendía  su  brillo
tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes
contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y
las vacías ventanas como ojos.
En  esa  mansión  de  melancolía,  sin  embargo,  proyectaba  pasar  algunas  semanas.  Su
propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia,
pero  muchos  años  habían  transcurrido  desde  nuestro  último  encuentro.  Sin  embargo,
acababa de recibir una carta en una región distinta del país —una carta suya—, la cual, por
su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal.
La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda,
de un desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en
realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi
compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido
hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos en realidad poco sabía de mi
amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su
antiquísima  familia  se  había  destacado  desde  tiempos  inmemoriales  por  una  peculiar
sensibilidad  de  temperamento  desplegada,  a  lo  largo  de  muchos  años,  en  numerosas  y
elevadas  concepciones  artísticas  y  manifestada,  recientemente,  en  repetidas  obras  de
caridad generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades
más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía
también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no había
producido, en ningún período, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se
limitaba  a  la  línea  de  descendencia  directa  y  siempre,  con  insignificantes  y  transitorias
variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto
acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando
sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido
sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión
constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba
tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y
equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo
usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil —el de mirar en el
estanque—  había  ahondado  la  primera  y  singular  impresión.  No  cabe  duda  de  que  la
conciencia del rápido crecimiento de mi superstición —pues, ¿por qué no he de darle este
nombre?—  servía  especialmente  para  acelerar  su  crecimiento  mismo.  Tal  es,  lo  sé  de
antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe
de haber sido por esta sola razón que cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su
imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en
verdad,  que  sólo  la  menciono  para  mostrar  la  vívida  fuerza  de  las  sensaciones  que  me
oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre
toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una
atmósfera  sin  afinidad  con  el  aire  del  cielo,  exhalada  por  los  árboles  marchitos,  por  los
muros  grises,  por  el  estanque  silencioso,  un  vapor  pestilente  y  místico,  opaco,  pesado,
apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu esa que tenía que ser un sueño, examiné más de cerca el
verdadero  aspecto del  edificio.  Su  rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad.
Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda
la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto
nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la
mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las
partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de
ciertos  maderajes  que  se  han  podrido  largo  tiempo  en  alguna  cripta  descuidada,  sin  que
intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica deba
pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido
descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en
el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas del
estanque.
Mientras  observaba  estas  cosas  cabalgué  por  una  breve  calzada  hasta  la  casa.  Un
sirviente  que  aguardaba  tomó  mi  caballo,  y  entré  en  la  bóveda  gótica  del  vestíbulo.  Un criado  de  paso  furtivo  me  condujo  desde  allí,  en  silencio,  a  través  de  varios  pasadizos
oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino
contribuyó,  no  sé  cómo,  a  avivar  los  vagos  sentimientos  de  los  cuales  he  hablado  ya.
Mientras los objetos circundantes —los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de
las  paredes,  el  ébano  negro  de  los  pisos  y  los  fantasmagóricos  trofeos  heráldicos  que
rechinaban  a  mi  paso—  eran  cosas  a  las  cuales,  a  sus  semejantes,  estaba  acostumbrado
desde la infancia, mientras no cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me
asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes habituales provocaban en mí.
En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé,
era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me
dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas, estrechas
y  puntiagudas,  y  a  distancia  tan  grande  del  piso  de  roble  negro,  que  resultaban
absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a
través de los cristales enrejados y servían para diferenciar suficientemente los principales
objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del
aposento a los huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las
paredes. El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos
libros e  instrumentos  musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la
escena.  Sentí  que  respiraba  una  atmósfera  de  dolor.  Un  aire  de  dura,  profunda  e
irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me
recibió  con  calurosa  vivacidad,  que  mucho  tenía,  pensé  al  principio,  de  cordialidad
excesiva,  del  esfuerzo  obligado  del  hombre  de  mundo  ennuyé.  Pero  una  mirada  a  su
semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes,
mientras  no  hablaba,  lo  observé  con  un  sentimiento  en  parte  de  compasión,  en  parte  de
espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente, en
un  período  tan  breve,  como  Roderick  Usher!  A  duras  penas  pude  llegar  a  admitir  la
identidad  del  ser  exangüe  que  tenía  ante  mí,  con  el  compañero  de  mi  adolescencia.  Sin
embargo, el carácter de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos,
grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos,
pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de
ventanillas  más  abiertas  de  lo  que  es  habitual  en  ellas;  el  mentón,  finamente  modelado,
revelador,  en  su  falta  de  prominencia,  de  una  falta  de  energía  moral;  los  cabellos,  más
suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la región
frontal  constituían  una  fisonomía  difícil  de  olvidar.  Y  ahora  la  simple  exageración  del
carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan
grande, que dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel,
el  brillo  milagroso  de  los  ojos,  por  sobre  todas  las  cosas  me  sobresaltaron  y  aun  me
aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su desordenada
textura  de  telaraña  flotaba  más  que  caía  alrededor  del  rostro,  me  era  imposible,  aun
haciendo  un  esfuerzo,  relacionar  su  enmarañada  apariencia  con  idea  alguna  de  simple
humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y
pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de vencer un
azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado
para algo de esta naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles  y  por  las  conclusiones  deducidas  de  su  peculiar  conformación  física  y  su
temperamento.  Sus  gestos  eran  alternativamente  vivaces  y  lentos.  Su  voz  pasaba  de  una
indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de
concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación
gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el borracho
perdido o en el opiómano incorregible durante los períodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del solaz que
aguardaba  de  mí.  Abordó  con  cierta  extensión lo  que  él  consideraba  la  naturaleza  de  su
enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio;
una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se
manifestaba  en  una  multitud  de  sensaciones  anormales.  Algunas  de  ellas,  cuando  las
detalló,  me  interesaron  y  me  desconcertaron,  aunque  sin  duda  tuvieron  importancia  los
términos  y  el  estilo  general  del  relato.  Padecía  mucho  de  una  acuidad  mórbida  de  los
sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta
textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus
ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban
horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror. «Moriré —dijo—, tengo
que  morir  de  esta  deplorable  locura.  Así,  así  y  no  de  otro  modo  me  perderé.  Temo  los
sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en
cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No
aborrezco el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en
esta  lamentable  condición,  siento  que  tarde  o  temprano  llegará  el  período  en  que  deba
abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo.»
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y ambiguas,
otro  rasgo  singular  de  su  condición  mental.  Estaba  dominado  por  ciertas  impresiones
supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca
se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía
fue descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas
peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su
espíritu,  decía,  a  fuerza  de  soportarlas  largo  tiempo;  efecto  que  el  aspecto  físico  de  los
muros  y  las  torrecillas  grises  y  el  oscuro  estanque  en  el  cual  éstos  se  miraban  había
producido, a la larga, en la moral de su existencia.
Admitía,  sin  embargo,  aunque  con  vacilación,  que  podía  buscarse  un  origen  más
natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo afectaba: la cruel y
prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una hermana tiernamente
querida, su única compañía durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra.
«Su muerte —decía con una amargura que nunca podré olvidar — hará de mí (de mí, el
desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher.» Mientras hablaba, Lady
Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin
notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor,
y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me
oprimió,  mientras  seguía  con  la  mirada  sus  pasos  que  se  alejaban.  Cuando  por  fin  una
puerta  se  cerró  tras  ella,  mis  ojos  buscaron  instintiva  y  ansiosamente  el  semblante  del
hermano,  pero  éste  había  hundido  la  cara  entre  las  manos  y  sólo  pude  percibir  que  una
palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se
filtraban apasionadas lágrimas. La enfermedad de Lady Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de
sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes
aunque  transitorios  accesos  de  carácter  parcialmente  cataléptico  eran  el  diagnóstico
insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose
a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo
esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe
que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para
mí, que nunca más vería a Lady Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este
período  me  entregué  a  vehementes  esfuerzos  para  aliviar  la  melancolía  de  mi  amigo.
Pintábamos  y  leíamos  juntos;  o  yo  escuchaba,  como  en  un  sueño,  las  extrañas
improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así a medida que una intimidad cada vez más
estrecha  me  introducía  sin  reserva  en  lo  más  recóndito  de  su  alma,  iba  advirtiendo  con
amargura  la  futileza  de  todo  intento  de  alegrar  un  espíritu  cuya  oscuridad,  como  una
cualidad  positiva,  inherente,  se  derramaba  sobre  todos  los  objetos  del  universo  físico  y
moral, en una incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con
el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el
exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me
mostraba.  Una  idealidad  exaltada,  enfermiza,  arrojaba  un  fulgor  sulfúreo  sobre  todas  las
cosas.  Sus  largos  e  improvisados  cantos  fúnebres  resonarán  eternamente  en  mis  oídos.
Entre  otras  cosas,  conservo  dolorosamente  en  la  memoria  cierta  singular  perversión  y
amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutría su
laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba
un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas
(tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo
más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por
su  extremada  simplicidad,  por  la  desnudez  de  sus  diseños,  atraían  la  atención  y  la
subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí al
menos  —en  las  circunstancias  que  entonces  me  rodeaban—,  surgía  de  las  puras
abstracciones  que  el  hipocondríaco  lograba  proyectar  en  la  tela,  una  intensidad  de
intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las
fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto
rigor  del  espíritu  de  abstracción,  puede  ser  vagamente  esbozada,  aunque  de  una  manera
indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o
túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni
adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa
excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba
ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra
fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos
que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral.
He  hablado  ya  de  ese  estado  mórbido  del  nervio  auditivo  que  hacía  intolerable  al
paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá
los  estrechos  límites  en  los  cuales  se  había  confinado  con  la  guitarra  fueron  los  que
originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar
de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser —y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba
con  improvisaciones  verbales  rimadas)—,  debían  de  ser  los  resultados  de  ese  intenso
recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables
sólo  en  ciertos  momentos  de  la  más  alta  excitación  mental.  Recuerdo  fácilmente  las
palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando
la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y por primera
vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre
su trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así:

En el más verde de los valles 
que habitan ángeles benéficos, 
erguíase un palacio lleno 
de majestad y hermosura. 
¡Dominio del rey Pensamiento, 
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas 
sobre cosa tan bella.

Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.

Y los que erraban en el valle,
 por dos ventanas luminosas 
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes, 
en torno al trono donde 
(¡porfirogéneto!)
 envuelto en merecida pompa, 
sentábase el señor del reino.

Y de rubíes y de perlas 
era la puerta del palacio, 
de donde como un río fluían, 
fluían centelleando, 
los Ecos, de gentil tarea: 
la de cantar con altas voces 
el genio y el ingenio 
de su rey soberano.

Mas criaturas malignas invadieron, 
vestidas de tristeza, aquel dominio.  (¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más 
nacerá otra alborada!) 
Y en torno del palacio, la hermosura 
que antaño florecía entre rubores,
 es sólo una olvidada historia 
sepulta en viejos tiempos.

Y los viajeros, desde el valle, 
por las ventanas ahora rojas, 
ven vastas formas que se mueven 
en fantasmales discordancias, 
mientras, cual espectral torrente, 
por la pálida puerta 
sale una horrenda multitud que ríe... 
pues la sonrisa ha muerto.

Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente
de  pensamientos  donde  se  manifestó  una  opinión  de  Usher  que  menciono,  no  por  su
novedad (pues otros hombres 2  han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la
defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en
su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas
condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el
vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo
he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la
sensibilidad  habían  sido  satisfechas,  imaginaba  él,  por  el  método  de  colocación  de  esas
piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las
cubrían  y  los  marchitos  árboles  circundantes,  pero,  sobre  todo,  por  la  prolongación
inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia
—la evidencia de esa sensibilidad— podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en
la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los
muros.  El  resultado  era  discernible,  añadió,  en  esa  silenciosa,  mas  importuna  y  terrible
influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso
que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no
haré ninguno.
Nuestros libros —los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la
existencia intelectual del enfermo— estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo
con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Vever et Chartreuse,
de Gresset, el Belfegor, de Maquiavelo; Del Cielo y del Infierno, de Swedenborg; el Viaje
subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia, de Robert Flud, Jean d’Indaginé
y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y la Ciudad del Sol, de
Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium
Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre
los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero
encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico
                                                          
2  Watson, el doctor Percival, Spallanzani y, especialmente, el obispo de Landaff. Véanse los Ensayos químicos,
tomo V. en cuarto    —el manual de una iglesia olvidada—, las Vigiliæ  Mortuorum Chorum Eclesiæ
Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia
sobre  el  hipocondríaco  cuando  una  noche,  tras  informarme  bruscamente  de  que  Lady
Madeline  había  dejado  de  existir,  declaró  su  intención  de  preservar  su  cuerpo  durante
quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio.
El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad
de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter
insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por
parte  de  sus  médicos,  la  remota  y  expuesta  situación  del  cementerio  familiar.  No  he  de
negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la
escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una
precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A  pedido  de  Usher,  lo  ayudé  personalmente  en  los  preparativos  de  la  sepultura
temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La
cripta  donde  lo  depositamos  (por  tanto  tiempo  clausurada  que  las  antorchas  casi  se
apagaron  en  su  atmósfera  opresiva,  dándonos  poca  oportunidad  para  examinarla)  era
pequeña,  húmeda  y  desprovista  de  toda  fuente  de  luz;  estaba  a  gran  profundidad,
justamente  bajo  la  parte  de  la  casa  que  ocupaba  mi  dormitorio.  Evidentemente  había
desempeñado,  en  remotos  tiempos  feudales,  el  siniestro  oficio  de  mazmorra,  y  en  los
últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una
parte  del  piso  y  todo  el  interior  del  largo  pasillo  abovedado  que  nos  llevara  hasta  allí
estaban  cuidadosamente  revestidos  de  cobre.  La  puerta,  de  hierro  macizo,  tenía  una
protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido
agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror,
retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de
su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que
atrajo  mi  atención,  y  Usher,  adivinando  quizá  mis  pensamientos,  murmuró  algunas
palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían
existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron
mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Lady
Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas
las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el
pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos
la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con
fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en
las  características  del  desorden  mental  de  mi  amigo.  Sus  maneras  habituales  habían
desaparecido.  Descuidaba  u  olvidaba  sus  ocupaciones  comunes.  Erraba  de  aposento  en
aposento  con  paso  presuroso,  desigual,  sin  rumbo.  La  palidez  de  su  semblante  había
adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos
había  desaparecido  por  completo.  El  tono  a  veces  ronco  de  su  voz  ya  no  se  oía,  y  una
vacilación trémula como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por
momentos,  en  verdad,  pensé  que  algún  secreto  opresivo  dominaba  su  mente  agitada  sin
descanso,  y  que  luchaba  por  conseguir  valor  suficiente  para  divulgarlo.  Otras  veces,  en
cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención,
como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara,
que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las
extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Lady
Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera
especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las
horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de
convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante
influencia  del  lúgubre  moblaje  de  la  habitación,  de  los  tapices  oscuros  y  raídos  que,
atormentados por el  soplo  de  una  tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de
aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del
lecho.  Pero  mis  esfuerzos  eran  infructuosos.  Un  temblor  incontenible  fue  invadiendo
gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de
una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre
las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté
atención —ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva— a ciertos sonidos
ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no
sé  de  dónde.  Dominado  por  un  intenso  sentimiento  de  horror,  inexplicable  pero
insoportable,  me  vestí  aprisa  (pues  sabía  que  no  iba  a  dormir  más  durante  la  noche)  e
intenté  salir  de  la  lamentable  condición  en  que  había  caído,  recorriendo  rápidamente  la
habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo
mi  atención.  Reconocí  entonces  el  paso  de  Usher.  Un  instante  después  llamaba  con  un
toque  suave  a  en  la  puerta  y  entraba  con  una  lámpara.  Su  semblante  tenía,  como  de
costumbre,  una  palidez  cadavérica,  pero  además  había  en  sus  ojos  una  especie  de  loca
hilaridad, una hysteria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero
todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia
con alivio.
—¿No lo has visto? —dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor,
en  silencio—.  ¿No  lo  has  visto?  Pues  aguarda,  lo  verás  —y  diciendo  esto  protegió
cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la
tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo.
Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular
en su terror y en su hermosura. Al parecer un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra
vecindad,  pues  había  frecuentes  y  violentos  cambios  en  la  dirección  del  viento;  y  la
excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos
impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose
unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y
sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de
un  relámpago.  Pero  las  superficies  inferiores  de  las  grandes  masas  de  agitado  vapor,  así
como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de
una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y
la amortajaba.
—¡No  debes  mirar,  no  mirarás  eso!  —dije,  estremeciéndome,  mientras  con  suave
violencia  apartaba  a  Usher  de  la  ventana  para  conducirlo  a  un  asiento—.  Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá
tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el
aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré
y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de sir Launcelot Canning; pero lo
había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco había en
su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad
de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que
la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la
historia  de  los  trastornos  mentales  está  llena  de  anomalías  semejantes)  aun  en  la
exageración  de  la  locura  que  yo  iba  a  leerle.  De  haber  juzgado,  a  decir  verdad,  por  la
extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia,
me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
Había  llegado  a  esa  parte  bien  conocida  de  la  historia  en  que  Ethelred,  el  héroe  del
Trist,  después  de  sus  vanos  intentos  de  introducirse  por  las  buenas  en  la  morada  del
eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las
siguientes:
«Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias
al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita,
quien,  en  realidad,  era  de  índole  obstinada  y  maligna;  mas  sintiendo  la  lluvia  sobre  sus
hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes
abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando
con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera
seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma.»
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció
(aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció
que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que
podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo
ruido de rotura, de destrozo que sir Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda
alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues entre el crujir de los bastidores de las
ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo
nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:
«Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y sorprendido al
no  percibir  señales  del  maligno  eremita  y  encontrar,  en  cambio,  un  dragón  prodigioso,
cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro
con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:

Quien entre aquí, conquistador será; 
Quien mate al dragón, el escudo ganará.

»Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó
su  apestado  aliento  con  un  rugido  tan  hórrido  y  bronco  y  además  tan  penetrante  que
Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido,
tal como jamás se había oído hasta entonces.»
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro,
pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado  realmente  (aunque me
resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi
imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.
Oprimido,  como  por  cierto  lo  estaba  desde  la  segunda  y  más  extraordinaria
coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y
un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar
con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que
hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos
minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí
había  hecho  girar  gradualmente  su  silla,  de  modo  que  estaba  sentado  mirando  hacia  la
puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus
labios  temblorosos,  como  si  murmuraran  algo  inaudible.  Tenía  la  cabeza  caída  sobre  el
pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle
una  mirada  de  perfil.  El  movimiento  del  cuerpo  contradecía  también  esta  idea,  pues  se
mecía  de  un  lado  a  otro  con  un  balanceo  suave,  pero  constante  y  uniforme.  Luego  de
advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de sir Launcelot, que decía así:
«Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del
escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó
valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el
escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de
plata con grandísimo y terrible fragor.»
Apenas  habían  salido  de  mis  labios  estas  palabras,  cuando  —como  si  realmente  un
escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un pavimento de
plata—  percibí  un  eco  claro,  profundo,  metálico  y  resonante,  aunque  en  apariencia
sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto, pero el acompasado
movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus
ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando
posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa
malsana  tembló  en  sus  labios,  y  vi  que  hablaba  con  un  murmullo  bajo,  apresurado,
ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí,
por fin, el horrible significado de sus palabras:
—¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo... muchos
minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme,
mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva
en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros
movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me
atreví, ¡no me atrevía hablar!  ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del
eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo! ... ¡Di, mejor, el ruido
del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de
la  cripta,  por  el  pasillo  abovedado,  revestido  de  cobre!  ¡Oh!  ¿Adonde  huiré?  ¿No  estará
aquí  pronto?  ¿No  se  precipita  a  reprocharme  mi  prisa?  ¿No  he  oído  sus  pasos  en  la
escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! —y aquí,
furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara
su alma—: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como  si  la  sobrehumana  energía  de  su  voz  tuviera  la  fuerza  de  un  sortilegio,  los
enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus
pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la
puerta, ESTABA la alta y amortajada figura de Lady Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un
momento  permaneció  temblorosa,  tambaleándose  en  el  umbral;  luego,  con  un  lamento
sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta
agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta en toda
su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una
luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y
sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como
la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig-
zag  desde  el  tejado  del  edificio  hasta  la  base.  Mientras  la  contemplaba,  la  fisura  se
ensanchó  rápidamente,  pasó  un  furioso  soplo  del  torbellino,  todo  el  disco  del  satélite
irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos
muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el
profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa
Usher.

 F I N

domingo, 16 de julio de 2017

LIGEIA

Y  allí  dentro  está  la  voluntad  que  no  muere.
¿Quién  conoce  los  misterios  de  la  voluntad  y  su
fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que
penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El
hambre  no  se  doblega  a  los  ángeles,  ni  cede  por
entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de
su débil voluntad.
(JOSEPH GLANVILL)

Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Lady
Ligeia.  Largos  años  han  transcurrido  desde  entonces  y  el  sufrimiento  ha  debilitado  mi
memoria.  O  quizá  no  puedo  rememorar  ahora  aquellas  cosas  porque,  a  decir  verdad,  el
carácter  de  mi  amada,  su  raro  saber,  su  belleza  singular  y,  sin  embargo,  plácida,  y  la
penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en
mi  corazón  con  pasos  tan  constantes,  tan  cautelosos,  que  me  pasaron  inadvertidos  e
ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta,
ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que
su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como
ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia,
acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras
escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera
mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón.
¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi
afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío,
una  loca  y  romántica  ofrenda  en  el  altar  de  la  devoción  más  apasionada?  Sólo  recuerdo
confusamente  el  hecho.  ¿Es  de  extrañarse  que  haya  olvidado  por  completo  las
circunstancias que lo originaron o lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu
al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas
tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron
el mío.
Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de
Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada.
Sería  vano  intentar  la  descripción  de  su  majestad,  la  tranquila  soltura  de  su  porte  o  la
inconcebible ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca
advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de
su  voz  dulce,  profunda,  cuando  posaba  su  mano  marmórea  sobre  mi  hombro.  Ninguna
mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea
y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas
adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad
que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. «No hay
belleza exquisita —dice Bacon, lord Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y
genera de la hermosura— sin algo de extraño en las proporciones.» No obstante, aunque yo veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su
hermosura  era,  en  verdad,  «exquisita»  y  percibía  mucho  de  «extraño»  en  ella,  en  vano
intenté  descubrir  la  irregularidad  y  rastrear  el  origen  de  mi  percepción  de  lo  «extraño».
Examiné  el  contorno  de  su  frente  alta,  pálida:  era  impecable  —¡qué  fría  en  verdad  esta
palabra aplicada a una majestad tan divina!— por la piel, que rivalizaba con el marfil más
puro,  por  la  imponente  amplitud  y  la  calma,  la  noble  prominencia  de  las  regiones
superciliares;  y  luego  los  cabellos,  como  ala  de  cuervo,  lustrosos,  exuberantes  y
naturalmente rizados que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: «cabellera de
jacinto». Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los
hebreos  he  visto  una  perfección  semejante.  Tenía  la  misma  superficie  plena  y  suave,  la
misma  tendencia  casi  imperceptible  a  ser  aguileña,  las  mismas  aletas  armoniosamente
curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el
triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la
suave,  voluptuosa  calma  del  inferior,  los  hoyuelos  juguetones  y  el  color  expresivo;  los
dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían
sobre  ellos  en  la  más  serena  y  plácida  y,  sin  embargo,  radiante,  triunfal  de  todas  las
sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la
suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios
Apolo  reveló  tan  sólo  en  sueños  a  Cleomenes,  el  hijo  del  ateniense.  Y  entonces  me
asomaba a los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que
en los de mi amada yacía el secreto al cual alude lord Verulam. Eran, creo, más grandes que
los  ojos  comunes  de  nuestra  raza,  más  que  los  de  las  gacelas  de  la  tribu  del  valle  de
Nourjahad. Pero sólo por instantes —en los momentos de intensa excitación— se hacía más
notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza —quizá la veía así mi
imaginación ferviente—  era  la  de  los  seres que están  por  encima  o  fuera  de  la  tierra,  la
belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por
oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color.
Sin embargo, lo «extraño» que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del
color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras
cuya  vasta  latitud  de  simple  sonido  se  atrinchera  nuestra  ignorancia  de  lo  espiritual!  La
expresión  de  los  ojos  de  Ligeia...  ¡Cuántas  horas  medité  sobre  ella!  ¡Cuántas  noches  de
verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito que
yacía  en  el  fondo  de  las  pupilas  de  mi  amada?  ¿Qué  era?  Me  poseía  la  pasión  de
descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas!
Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de
los astrólogos.
No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia psicológica, punto
más atrayente, más excitante que el hecho —nunca, creo, mencionado por las escuelas— de
que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia
llegamos a encontrarnos al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas
veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento
cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por completo. Y
(¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes del
universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del período
en  que  la  belleza  de  Ligeia  penetró  en  mi  espíritu,  donde  moraba  como  en  un  altar,  yo
extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese
sentimiento,  ni  analizarlo,  ni  siquiera  percibirlo  con  calma.  Lo  he  reconocido  a  veces,
repito,  en  una  viña  que  crecía  rápidamente,  en  la  contemplación  de  una  falena,  de  una
mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la
caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos
estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede
verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado el
mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y
no  pocas  veces  al  leer  pasajes  de  determinados  libros.  Entre  innumerables  ejemplos,
recuerdo  bien  algo  de  un  volumen  de  Joseph  Glanvill  que  (quizá  simplemente  por  lo
insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: «Y allí dentro está la
voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios
no  es  sino  una  gran  voluntad  que  penetra  las  cosas  todas  por  obra  de  su  intensidad.  El
hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la
flaqueza de su débil voluntad.»
Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta
remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia.
La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado,
o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones
no  dejó  de  dar  otras  pruebas  más  numerosas  y  evidentes  de  su  existencia.  De  todas  las
mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era
presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía
yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban
y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la
placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste
con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas palabras.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su
conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre
los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier
tema  de  la  alabada  erudición  académica,  admirada  simplemente  por  abstrusa,  ¿descubrí
alguna  vez  a  Ligeia  en  falta?  ¡De  qué  modo  singular  y  penetrante  este  punto  de  la
naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el último período, mi  atención!  Dije  que sus
conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que
ha  cruzado,  y  con  éxito,  toda  la  amplia  extensión  de  las  ciencias  morales,  físicas  y
metafísicas?  No  vi  entonces  lo  que  ahora  advierto  claramente:  que  las  adquisiciones  de
Ligeia  eran  gigantescas,  eran  asombrosas;  sin  embargo  tenía  suficiente  conciencia  de  su
infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo
de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años
de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con
qué  etérea  esperanza  sentía  yo  —cuando  ella  se  entregaba  conmigo  a  estudios  poco
frecuentes, poco conocidos— esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación
ante mí, por cuya larga y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una
sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida!
¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a
mis  bien  fundadas  esperanzas  y  desaparecer!  Sin  Ligeia  era  yo  un  niño  a  tientas  en  la
oscuridad.  Sólo  su  presencia,  sus  lecturas,  podían  arrojar  vívida  luz  sobre  los  muchos
misterios  del  trascendentalismo  en  los  cuales  vivíamos  inmersos.  Privadas  del  radiante brillo  de  sus  ojos,  esas  páginas,  leves  y  doradas,  tornáronse  más  opacas  que  el  plomo
saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que
yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado,
demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia cerúlea de la tumba y
las  venas  azules  de  su  alta  frente  latieron  impetuosamente  en  las  alternativas  de  la  más
ligera  emoción.  Vi  que  iba  a  morir  y  luché  desesperadamente  en  espíritu  con  el  torvo
Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas que
las mías. Muchos rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la
muerte llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una
idea de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable
espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de
su salvaje deseo de vivir, vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura.
Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu
indómito, no se conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave;
más  profunda,  pero  yo  no  quería  demorarme  en  el  extraño  significado  de  las  palabras
pronunciadas  con  calma.  Mi  mente  vacilaba  al  escuchar  fascinada  una  melodía
sobrehumana,  conjeturas  y  aspiraciones  que  la  humanidad  no  había  conocido  hasta
entonces.
De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en un pecho como el suyo,
el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la fuerza
de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de
un  corazón  cuya  devoción  más  que  apasionada  llegaba  a  la  idolatría.  ¿Cómo  había
merecido yo la bendición de semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de
que mi amada me fuese arrebatada en el momento en que me las hacía? Pero no puedo
soportar el extenderme sobre este punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de
Ligeia  al  amor,  ay,  inmerecido,  otorgado  sin  ser  yo  digno,  reconocí  el  principio  de  su
ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz
de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de
vivir, sólo vivir.
La  medianoche  en  que  murió  me  llamó  perentoriamente  a  su  lado,  pidiéndome  que
repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí:

¡Vedla! ¡Es noche de gala 
en los últimos años solitarios! 
La multitud de ángeles alados, 
con sus velos, en lágrimas bañados, 
son público de un teatro que contempla 
un drama de esperanzas y temores, 
mientras toca la orquesta, indefinida, 
la música sinfín de las esferas.

Imágenes del Dios que está en lo alto, 
allí los mimos gruñen y mascullan, 
corren aquí y allá; y los apremian 
vastas cosas informes 
que el escenario alteran de continuo, 
vertiendo de sus alas desplegadas,  un invisible, largo Sufrimiento.

¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza,
en un círculo siempre de retorno
al lugar primitivo,
y mucho de Locura, y más Pecado,
y más Horror -el alma de la intriga.

¡Ah, ved: entre los mimos en tumulto 
una forma reptante se insinúa! 
¡Roja como la sangre se retuerce 
en la escena desnuda!
¡Se retuerce y retuerce! Ven tormentos 
los mimos son su presa, 
y sus fauces destilan sangre humana, 
y los ángeles lloran.

¡Apáganse las luces, todas, todas!
Y sobre cada forma estremecida
cae el telón, cortina funeraria,
con fragor de tormenta.
Y los ángeles pálidos y exangües,
ya de pie, ya sin velos, manifiestan
que el drama es el del «Hombre», y que es su héroe
el Vencedor Gusano.

—¡Oh, Dios! —gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y tendiendo sus brazos al
cielo con un movimiento espasmódico, al terminar yo estos versos—. ¡Oh Dios! ¡Oh, Padre
Celestial!  ¿Estas  cosas  ocurrirán  irremisiblemente?  ¿El  Vencedor  no  será  alguna  vez
vencido? ¿No somos una parte, una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la
voluntad  y  su  fuerza?  El  hambre  no  se  doblega  a  los  ángeles,  ni  cede  por  entero  a  la
muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
Y  entonces,  como  agotada  por  la  emoción,  dejó  caer  los  blancos  brazos  y  volvió
solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado con
ellos  brotó  un  suave  murmullo  de  sus  labios.  Acerqué  mi  oído  y  distinguí  de  nuevo  las
palabras finales del pasaje de Glanvill: «El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por
entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.»
Murió;  y  yo,  deshecho,  pulverizado  por  el  dolor,  no  pude  soportar  más  la  solitaria
desolación de mi morada, y la sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo
que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado más, mucho más, de lo que por lo
común  cae  en  suerte  a  los  mortales.  Entonces,  después  de  unos  meses  de  vagabundeo
tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las
más incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste
vastedad  del  edificio,  el  aspecto  casi  salvaje  del  dominio,  los  numerosos  recuerdos melancólicos  y  venerables  vinculados  con  ambos,  tenían  mucho  en  común  con  los
sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña región del
país.  Sin  embargo,  aunque  el  exterior  de  la  abadía,  ruinoso,  invadido  de  musgo,  sufrió
pocos  cambios,  me  dediqué  con  infantil  perversidad,  y  quizá  con  la  débil  esperanza  de
aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, aun en
la  infancia,  había  sentido  gusto  por  esas  extravagancias,  y  entonces  volvieron  como  una
compensación del dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los
suntuosos  y  fantásticos  tapices,  en  las  solemnes  esculturas  de  Egipto,  en  las  extrañas
cornisas, en los moblajes, en los vesánicos diseños de las alfombras de oro recamado! Me
había convertido en un esclavo preso en las redes  del  opio,  y  mis  trabajos  y  mis  planes
cobraron  el  color  de  mis  sueños.  Pero  no  me  detendré  en  el  detalle  de  estos  absurdos.
Hablaré  tan  sólo  de  ese  aposento  por  siempre  maldito,  donde  en  un  momento  de
enajenación conduje al altar —como sucesora de la inolvidable Ligeia— a Lady Rowena
Trevanion, de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración de aquella cámara nupcial
que no se presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva familia de la novia
para permitir, movida por su sed de oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el
umbral de un aposento tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles
de la cámara —yo, que tristemente olvido cosas de profunda importancia— y, sin embargo,
no había orden, no había armonía en aquel lujo fantástico, que se impusieran a mi memoria.
La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada, era de forma pentagonal
y  de  vastas  dimensiones.  Ocupaba  todo  el  lado  sur  del  pentágono  la  única  ventana,  un
inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos
del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los objetos. En lo alto de
la inmensa ventana se extendía el entejado de una añosa vid que trepaba por los macizos
muros  de  la  torre.  El  techo,  de  sombrío  roble,  era  altísimo,  abovedado  y  decorosamente
decorado  con  los  motivos  más  extraños,  más  grotescos,  de  un  estilo  semigótico,
semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de
oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con
múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que a través de ellas, como dotadas de la
vitalidad de una serpiente, veíanse las contorsiones continuas de llamas multicolores.
Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma oriental, y también el lecho, el
lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una
colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago
de granito negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas
tapas cubiertas de inmemoriales relieves. Pero en las colgaduras del aposento se hallaba, ay,
la  fantasía  más  importante.  Los  elevados  muros,  de  gigantesca  altura  —al  punto  de  ser
desproporcionados—, estaban cubiertos de arriba abajo, en vastos pliegues, por una pesada
y espesa tapicería, tapicería de un material semejante al de la alfombra del piso, la cubierta
de  las  otomanas  y  el  lecho  de  ébano,  del  baldaquino  y  de  las  suntuosas  volutas  de  los
cortinajes que velaban parcialmente la ventana. Este material era el más rico tejido de oro,
cubierto  íntegramente,  con  intervalos  irregulares,  por  arabescos  en  realce,  de  un  pie  de
diámetro,  de  un  negro  azabache.  Pero  estas  figuras  sólo  participaban  de  la  condición  de
arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo. Por un procedimiento hoy
común,  que  puede  en  verdad  rastrearse  en  períodos  muy  remotos  de  la  antigüedad,
cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de simples
monstruosidades;  pero,  al  acercarse,  esta  apariencia  desaparecía  gradualmente  y,  paso  a paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una
infinita  serie  de  formas  horribles  pertenecientes  a  la  superstición  de  los  normandos  o
nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente
intensificado por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente de aire detrás
de los tapices, la cual daba una horrenda e inquietante animación al conjunto.
Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Lady de Tremaine las impías horas
del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud. Que mi esposa
temiera la índole hosca de mi carácter, que me huyera y me amara muy poco, no podía yo
pasarlo por alto; pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con
qué  intensa  nostalgia!)  hacia  Ligeia,  la  amada,  la  augusta,  la  hermosa,  la  enterrada.  Me
embriagaba  con  los  recuerdos  de  su  pureza,  de  su  sabiduría,  de  su  naturaleza  elevada,
etérea,  de  su amor apasionado,  idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con
más  intensidad  que  el  suyo.  En  la  excitación  de  mis  sueños  de  opio  (pues  me  hallaba
habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su nombre en el silencio de
la noche, o durante el día, en los sombreados retiros de los valles, como si con esa salvaje
vehemencia,  con  la  solemne  pasión,  con  el  fuego  devorador  de  mi  deseo  por  la
desaparecida, pudiera restituirla a la senda que había abandonado —ah, ¿era posible que
fuese para siempre?— en la tierra.
Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Lady Rowena cayó súbitamente
enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su
inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de
la torre, cuyo origen atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica
influencia  de  la  cámara  misma.  Llegó,  al  fin,  la  convalecencia  y,  por  último,  el
restablecimiento  total.  Sin  embargo,  había  transcurrido  un  breve  período  cuando  un
segundo  trastorno  más  violento  la  arrojó  a  su  lecho  de  dolor;  y  de  este  ataque,  su
constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal, desde entonces,
tuvo  un  carácter  alarmante  y  una  recurrencia  que  lo  era  aún  más,  y  desafiaba  el
conocimiento  y  los  grandes  esfuerzos  de  los  médicos.  Con  la  intensificación  de  su  mal
crónico  —el  cual  parecía  haber  invadido  de  tal  modo  su  constitución  que  era  imposible
desarraigarlo por medios humanos—, no pude menos de observar un aumento similar en su
irritabilidad nerviosa y en su excitabilidad para el miedo motivado por causas triviales. De
nuevo  hablaba,  y  ahora  con  más  frecuencia  e  insistencia,  de  los  sonidos,  de  los  leves
sonidos  y  de  los  movimientos  insólitos  en  las  colgaduras,  a  los  cuales  aludiera  en  un
comienzo.
Una noche, próximo el fin de septiembre, impuso a mi atención este penoso tema con
más insistencia que de costumbre. Acababa de despertar de un sueño inquieto, y yo había
estado observando, con un sentimiento en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los
gestos  de  su  semblante  descarnado.  Me  senté  junto  a  su  lecho  de  ébano,  en  una  de  las
otomanas de la India. Se incorporó a medias y habló, con un susurro ansioso, bajo, de los
sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos que estaba viendo y yo
no podía percibir. El viento corría velozmente detrás de los tapices y quise mostrarle (cosa
en la cual, debo decirlo, no creía yo del todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y
aquellas levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan sólo los naturales efectos
de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me
probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían infructuosos. Pareció desvanecerse y no
había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había un frasco de vino ligero que le
habían prescrito los médicos, y crucé presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí
que  un  objeto  palpable,  aunque  invisible,  rozaba  levemente  mi  persona,  y  vi  que  en  la
alfombra dorada, en el centro mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, había
una  sombra,  una  sombra  leve,  indefinida,  de  aspecto  angélico,  como  cabe  imaginar  la
sombra  de  una  sombra.  Pero  yo  estaba  perturbado  por  la  excitación  de  una  inmoderada
dosis de opio; poco caso hice a estas cosas y no las mencioné a Rowena. Encontré el vino,
crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya se
había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me dejaba
caer en la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando
percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo después,
mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé que veía caer
dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o
cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo
con Rowena. Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que,
según  pensé,  debía  considerarse  como  sugestión  de  una  imaginación  excitada,  cuya
actividad mórbida aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora.
Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente después de la caída de las
gotas color rubí, se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa, de suerte que la
tercera noche las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé
solo, con su cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada.
Extrañas  visiones  engendradas  por  el  opio  revoloteaban  como  sombras  delante  de  mí.
Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes
figuras  de  los  tapices,  las  contorsiones  de  las  llamas  multicolores  en  el  incensario
suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba de recordar las circunstancias de
una  noche  anterior,  en  el  lugar  donde,  bajo  el  resplandor  del  incensario,  había  visto  las
débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando con más libertad, volví la
mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos
de  Ligeia,  y  cayó  sobre  mi  corazón,  con  la  turbulenta  violencia  de  una  marea,  todo  el
indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba, y con el
pecho  lleno  de  amargos  pensamientos,  cuyo  objeto  era  mi  único,  mi  supremo  amor,
permanecí contemplando el cuerpo de Rowena.
Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, pues no tenía conciencia
del tiempo, cuando un sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi
ensueño. Sentí que venia del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una
agonía de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir
algún  movimiento  del  cadáver  mas  no  advertí  nada.  Sin  embargo,  no  podía  haberme
equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con
decisión,  con  perseverancia,  la  atención  clavada  en  el  cuerpo.  Transcurrieron  algunos
minutos sin que ninguna circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente
que un color ligero, muy débil y apenas perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo
de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de horror, de espanto indecible, que
no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi corazón
dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el sentimiento del deber
me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado en
los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero
la torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca,
yo no tenía modo de llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no podía aventurarme a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el espíritu aún
vacilante. Pero, al cabo de un breve período, fue evidente la recaída, el color desapareció de
los  párpados  y  las  mejillas,  dejándolos  más  pálidos  que  el  mármol;  los  labios  estaban
doblemente apretados y contraídos en la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y
un  frío  repulsivos  cubrieron  rápidamente  la  superficie  del  cuerpo,  y  la  habitual  rigidez
cadavérica  sobrevino  de  inmediato.  Volví  a  desplomarme  con  un  estremecimiento  en  el
diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas
visiones de Ligeia.
Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido
procedente  de  la  región  del  lecho.  Presté  atención  en  el  colmo  del  horror.  El  sonido  se
repitió:  era  un  suspiro.  Precipitándome  hacia  el  cadáver,  vi  —claramente—  temblar  los
labios.  Un  minuto  después  se  entreabrían,  descubriendo  una  brillante  línea  de  dientes
nacarados. La estupefacción luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta
entonces reinara solo. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y sólo
por un violento esfuerzo logré al fin cobrar ánimos para ponerme a la tarea que mi deber
me  señalaba  una  vez  más.  Había  ahora  cierto  color  en  la  frente,  en  las  mejillas  y  en  la
garganta;  un  calor  perceptible  invadía  todo  el  cuerpo;  hasta  se  sentía  latir  levemente  el
corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté
y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la experiencia y no
pocas  lecturas  médicas  me  aconsejaban.  Pero  en  vano.  De  pronto,  el  color  huyó,  las
pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después,
el  cuerpo  todo  adquiría  el  frío  de  hielo,  el  color  lívido,  la  intensa  rigidez;  el  aspecto
consumido  y  todas  las  horrendas  características  de  quien  ha  sido,  por  muchos  días,
habitante de la tumba.
Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y quién ha de sorprenderse
de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo ahogado que
venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a qué detallar el inenarrable horror de aquella
noche?  ¿A  qué  detenerme  a  relatar  cómo,  hasta  acercarse  el  momento  del  alba  gris,  se
repitió este horrible drama de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una
muerte más rígida y aparentemente más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto
de una lucha con algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué
extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que me apresure a concluir.
La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y la que estuviera muerta se
movió de nuevo ahora con más fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más
horrenda  y  más  irreparable.  Yo  había  cesado  hacía  rato  de  luchar  o  de  moverme,  y
permanecía  rígido  sentado  en  la  otomana,  presa  indefensa  de  un  torbellino  de  violentas
emociones, de todas las cuales el pavor era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El
cadáver,  repito,  se  movía,  y  ahora  con  más  fuerza  que  antes.  Los  colores  de  la  vida
cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se relajaron y, de no ser por los
párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto sepulcral a la figura,
podía  haber soñado  que  Rowena  había sacudido por completo las cadenas  de  la  muerte.
Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando,
levantándose  del  lecho,  a  tientas,  con  débiles  pasos,  con  los  ojos  cerrados  y  la  manera
peculiar de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente,
palpablemente, hasta el centro del aposento.
No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el
aire, la estatura, el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome, convirtiéndome en fría piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco
desorden  en  mis  pensamientos,  un  tumulto  incontenible.  ¿Podía  ser,  realmente,  Rowena
viva la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Lady Rowena Trevanion de
Tremaine,  la  de  los  cabellos  rubios  y  los  ojos  azules?  ¿Por  qué,  por  qué  lo  dudaba?  El
vendaje  ceñía  la  boca,  pero  ¿podía  no  ser  la  boca  de  Lady  de  Tremaine?  Y  las  mejillas      
—con rosas como en la plenitud de su vida—, sí podían ser en verdad las hermosas mejillas
de la viviente Lady de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana,
¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué
inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a
mi  contacto,  dejó  caer  de  la  cabeza,  sueltas,  las  horribles  vendas  que  la  envolvían,  y
entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una enorme masa de cabellos
desordenados: ¡eran más negros que las alas de cuervo de la medianoche! Y lentamente se
abrieron los ojos de la figura que estaba ante mí. «¡En esto, por lo menos      —grité—,
nunca, nunca podré equivocarme! ¡Éstos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños
ojos de mi perdido amor, los de Lady... los de LADY LIGEIA!»

F I N

Silencio

-Cuento corto/Fábula Ευδουσιν δ’ όρκων κορυφαˆ τε καˆ φαράγες  Πρώονες τε καˆ χαράδραι (Las crestas montañosas duermen; los valles, l...