domingo, 16 de julio de 2017

LIGEIA

Y  allí  dentro  está  la  voluntad  que  no  muere.
¿Quién  conoce  los  misterios  de  la  voluntad  y  su
fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que
penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El
hambre  no  se  doblega  a  los  ángeles,  ni  cede  por
entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de
su débil voluntad.
(JOSEPH GLANVILL)

Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Lady
Ligeia.  Largos  años  han  transcurrido  desde  entonces  y  el  sufrimiento  ha  debilitado  mi
memoria.  O  quizá  no  puedo  rememorar  ahora  aquellas  cosas  porque,  a  decir  verdad,  el
carácter  de  mi  amada,  su  raro  saber,  su  belleza  singular  y,  sin  embargo,  plácida,  y  la
penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en
mi  corazón  con  pasos  tan  constantes,  tan  cautelosos,  que  me  pasaron  inadvertidos  e
ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta,
ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que
su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como
ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia,
acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras
escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera
mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón.
¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi
afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío,
una  loca  y  romántica  ofrenda  en  el  altar  de  la  devoción  más  apasionada?  Sólo  recuerdo
confusamente  el  hecho.  ¿Es  de  extrañarse  que  haya  olvidado  por  completo  las
circunstancias que lo originaron o lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu
al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas
tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron
el mío.
Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de
Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada.
Sería  vano  intentar  la  descripción  de  su  majestad,  la  tranquila  soltura  de  su  porte  o  la
inconcebible ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca
advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de
su  voz  dulce,  profunda,  cuando  posaba  su  mano  marmórea  sobre  mi  hombro.  Ninguna
mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea
y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas
adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad
que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. «No hay
belleza exquisita —dice Bacon, lord Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y
genera de la hermosura— sin algo de extraño en las proporciones.» No obstante, aunque yo veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su
hermosura  era,  en  verdad,  «exquisita»  y  percibía  mucho  de  «extraño»  en  ella,  en  vano
intenté  descubrir  la  irregularidad  y  rastrear  el  origen  de  mi  percepción  de  lo  «extraño».
Examiné  el  contorno  de  su  frente  alta,  pálida:  era  impecable  —¡qué  fría  en  verdad  esta
palabra aplicada a una majestad tan divina!— por la piel, que rivalizaba con el marfil más
puro,  por  la  imponente  amplitud  y  la  calma,  la  noble  prominencia  de  las  regiones
superciliares;  y  luego  los  cabellos,  como  ala  de  cuervo,  lustrosos,  exuberantes  y
naturalmente rizados que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: «cabellera de
jacinto». Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los
hebreos  he  visto  una  perfección  semejante.  Tenía  la  misma  superficie  plena  y  suave,  la
misma  tendencia  casi  imperceptible  a  ser  aguileña,  las  mismas  aletas  armoniosamente
curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el
triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la
suave,  voluptuosa  calma  del  inferior,  los  hoyuelos  juguetones  y  el  color  expresivo;  los
dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían
sobre  ellos  en  la  más  serena  y  plácida  y,  sin  embargo,  radiante,  triunfal  de  todas  las
sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la
suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios
Apolo  reveló  tan  sólo  en  sueños  a  Cleomenes,  el  hijo  del  ateniense.  Y  entonces  me
asomaba a los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que
en los de mi amada yacía el secreto al cual alude lord Verulam. Eran, creo, más grandes que
los  ojos  comunes  de  nuestra  raza,  más  que  los  de  las  gacelas  de  la  tribu  del  valle  de
Nourjahad. Pero sólo por instantes —en los momentos de intensa excitación— se hacía más
notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza —quizá la veía así mi
imaginación ferviente—  era  la  de  los  seres que están  por  encima  o  fuera  de  la  tierra,  la
belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por
oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color.
Sin embargo, lo «extraño» que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del
color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras
cuya  vasta  latitud  de  simple  sonido  se  atrinchera  nuestra  ignorancia  de  lo  espiritual!  La
expresión  de  los  ojos  de  Ligeia...  ¡Cuántas  horas  medité  sobre  ella!  ¡Cuántas  noches  de
verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito que
yacía  en  el  fondo  de  las  pupilas  de  mi  amada?  ¿Qué  era?  Me  poseía  la  pasión  de
descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas!
Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de
los astrólogos.
No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia psicológica, punto
más atrayente, más excitante que el hecho —nunca, creo, mencionado por las escuelas— de
que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia
llegamos a encontrarnos al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas
veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento
cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por completo. Y
(¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes del
universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del período
en  que  la  belleza  de  Ligeia  penetró  en  mi  espíritu,  donde  moraba  como  en  un  altar,  yo
extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese
sentimiento,  ni  analizarlo,  ni  siquiera  percibirlo  con  calma.  Lo  he  reconocido  a  veces,
repito,  en  una  viña  que  crecía  rápidamente,  en  la  contemplación  de  una  falena,  de  una
mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la
caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos
estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede
verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado el
mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y
no  pocas  veces  al  leer  pasajes  de  determinados  libros.  Entre  innumerables  ejemplos,
recuerdo  bien  algo  de  un  volumen  de  Joseph  Glanvill  que  (quizá  simplemente  por  lo
insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: «Y allí dentro está la
voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios
no  es  sino  una  gran  voluntad  que  penetra  las  cosas  todas  por  obra  de  su  intensidad.  El
hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la
flaqueza de su débil voluntad.»
Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta
remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia.
La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado,
o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones
no  dejó  de  dar  otras  pruebas  más  numerosas  y  evidentes  de  su  existencia.  De  todas  las
mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era
presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía
yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban
y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la
placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste
con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas palabras.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su
conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre
los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier
tema  de  la  alabada  erudición  académica,  admirada  simplemente  por  abstrusa,  ¿descubrí
alguna  vez  a  Ligeia  en  falta?  ¡De  qué  modo  singular  y  penetrante  este  punto  de  la
naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el último período, mi  atención!  Dije  que sus
conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que
ha  cruzado,  y  con  éxito,  toda  la  amplia  extensión  de  las  ciencias  morales,  físicas  y
metafísicas?  No  vi  entonces  lo  que  ahora  advierto  claramente:  que  las  adquisiciones  de
Ligeia  eran  gigantescas,  eran  asombrosas;  sin  embargo  tenía  suficiente  conciencia  de  su
infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo
de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años
de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con
qué  etérea  esperanza  sentía  yo  —cuando  ella  se  entregaba  conmigo  a  estudios  poco
frecuentes, poco conocidos— esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación
ante mí, por cuya larga y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una
sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida!
¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a
mis  bien  fundadas  esperanzas  y  desaparecer!  Sin  Ligeia  era  yo  un  niño  a  tientas  en  la
oscuridad.  Sólo  su  presencia,  sus  lecturas,  podían  arrojar  vívida  luz  sobre  los  muchos
misterios  del  trascendentalismo  en  los  cuales  vivíamos  inmersos.  Privadas  del  radiante brillo  de  sus  ojos,  esas  páginas,  leves  y  doradas,  tornáronse  más  opacas  que  el  plomo
saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que
yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado,
demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia cerúlea de la tumba y
las  venas  azules  de  su  alta  frente  latieron  impetuosamente  en  las  alternativas  de  la  más
ligera  emoción.  Vi  que  iba  a  morir  y  luché  desesperadamente  en  espíritu  con  el  torvo
Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas que
las mías. Muchos rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la
muerte llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una
idea de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable
espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de
su salvaje deseo de vivir, vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura.
Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu
indómito, no se conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave;
más  profunda,  pero  yo  no  quería  demorarme  en  el  extraño  significado  de  las  palabras
pronunciadas  con  calma.  Mi  mente  vacilaba  al  escuchar  fascinada  una  melodía
sobrehumana,  conjeturas  y  aspiraciones  que  la  humanidad  no  había  conocido  hasta
entonces.
De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en un pecho como el suyo,
el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la fuerza
de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de
un  corazón  cuya  devoción  más  que  apasionada  llegaba  a  la  idolatría.  ¿Cómo  había
merecido yo la bendición de semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de
que mi amada me fuese arrebatada en el momento en que me las hacía? Pero no puedo
soportar el extenderme sobre este punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de
Ligeia  al  amor,  ay,  inmerecido,  otorgado  sin  ser  yo  digno,  reconocí  el  principio  de  su
ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz
de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de
vivir, sólo vivir.
La  medianoche  en  que  murió  me  llamó  perentoriamente  a  su  lado,  pidiéndome  que
repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí:

¡Vedla! ¡Es noche de gala 
en los últimos años solitarios! 
La multitud de ángeles alados, 
con sus velos, en lágrimas bañados, 
son público de un teatro que contempla 
un drama de esperanzas y temores, 
mientras toca la orquesta, indefinida, 
la música sinfín de las esferas.

Imágenes del Dios que está en lo alto, 
allí los mimos gruñen y mascullan, 
corren aquí y allá; y los apremian 
vastas cosas informes 
que el escenario alteran de continuo, 
vertiendo de sus alas desplegadas,  un invisible, largo Sufrimiento.

¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza,
en un círculo siempre de retorno
al lugar primitivo,
y mucho de Locura, y más Pecado,
y más Horror -el alma de la intriga.

¡Ah, ved: entre los mimos en tumulto 
una forma reptante se insinúa! 
¡Roja como la sangre se retuerce 
en la escena desnuda!
¡Se retuerce y retuerce! Ven tormentos 
los mimos son su presa, 
y sus fauces destilan sangre humana, 
y los ángeles lloran.

¡Apáganse las luces, todas, todas!
Y sobre cada forma estremecida
cae el telón, cortina funeraria,
con fragor de tormenta.
Y los ángeles pálidos y exangües,
ya de pie, ya sin velos, manifiestan
que el drama es el del «Hombre», y que es su héroe
el Vencedor Gusano.

—¡Oh, Dios! —gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y tendiendo sus brazos al
cielo con un movimiento espasmódico, al terminar yo estos versos—. ¡Oh Dios! ¡Oh, Padre
Celestial!  ¿Estas  cosas  ocurrirán  irremisiblemente?  ¿El  Vencedor  no  será  alguna  vez
vencido? ¿No somos una parte, una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la
voluntad  y  su  fuerza?  El  hambre  no  se  doblega  a  los  ángeles,  ni  cede  por  entero  a  la
muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
Y  entonces,  como  agotada  por  la  emoción,  dejó  caer  los  blancos  brazos  y  volvió
solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado con
ellos  brotó  un  suave  murmullo  de  sus  labios.  Acerqué  mi  oído  y  distinguí  de  nuevo  las
palabras finales del pasaje de Glanvill: «El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por
entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.»
Murió;  y  yo,  deshecho,  pulverizado  por  el  dolor,  no  pude  soportar  más  la  solitaria
desolación de mi morada, y la sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo
que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado más, mucho más, de lo que por lo
común  cae  en  suerte  a  los  mortales.  Entonces,  después  de  unos  meses  de  vagabundeo
tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las
más incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste
vastedad  del  edificio,  el  aspecto  casi  salvaje  del  dominio,  los  numerosos  recuerdos melancólicos  y  venerables  vinculados  con  ambos,  tenían  mucho  en  común  con  los
sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña región del
país.  Sin  embargo,  aunque  el  exterior  de  la  abadía,  ruinoso,  invadido  de  musgo,  sufrió
pocos  cambios,  me  dediqué  con  infantil  perversidad,  y  quizá  con  la  débil  esperanza  de
aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, aun en
la  infancia,  había  sentido  gusto  por  esas  extravagancias,  y  entonces  volvieron  como  una
compensación del dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los
suntuosos  y  fantásticos  tapices,  en  las  solemnes  esculturas  de  Egipto,  en  las  extrañas
cornisas, en los moblajes, en los vesánicos diseños de las alfombras de oro recamado! Me
había convertido en un esclavo preso en las redes  del  opio,  y  mis  trabajos  y  mis  planes
cobraron  el  color  de  mis  sueños.  Pero  no  me  detendré  en  el  detalle  de  estos  absurdos.
Hablaré  tan  sólo  de  ese  aposento  por  siempre  maldito,  donde  en  un  momento  de
enajenación conduje al altar —como sucesora de la inolvidable Ligeia— a Lady Rowena
Trevanion, de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración de aquella cámara nupcial
que no se presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva familia de la novia
para permitir, movida por su sed de oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el
umbral de un aposento tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles
de la cámara —yo, que tristemente olvido cosas de profunda importancia— y, sin embargo,
no había orden, no había armonía en aquel lujo fantástico, que se impusieran a mi memoria.
La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada, era de forma pentagonal
y  de  vastas  dimensiones.  Ocupaba  todo  el  lado  sur  del  pentágono  la  única  ventana,  un
inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos
del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los objetos. En lo alto de
la inmensa ventana se extendía el entejado de una añosa vid que trepaba por los macizos
muros  de  la  torre.  El  techo,  de  sombrío  roble,  era  altísimo,  abovedado  y  decorosamente
decorado  con  los  motivos  más  extraños,  más  grotescos,  de  un  estilo  semigótico,
semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de
oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con
múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que a través de ellas, como dotadas de la
vitalidad de una serpiente, veíanse las contorsiones continuas de llamas multicolores.
Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma oriental, y también el lecho, el
lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una
colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago
de granito negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas
tapas cubiertas de inmemoriales relieves. Pero en las colgaduras del aposento se hallaba, ay,
la  fantasía  más  importante.  Los  elevados  muros,  de  gigantesca  altura  —al  punto  de  ser
desproporcionados—, estaban cubiertos de arriba abajo, en vastos pliegues, por una pesada
y espesa tapicería, tapicería de un material semejante al de la alfombra del piso, la cubierta
de  las  otomanas  y  el  lecho  de  ébano,  del  baldaquino  y  de  las  suntuosas  volutas  de  los
cortinajes que velaban parcialmente la ventana. Este material era el más rico tejido de oro,
cubierto  íntegramente,  con  intervalos  irregulares,  por  arabescos  en  realce,  de  un  pie  de
diámetro,  de  un  negro  azabache.  Pero  estas  figuras  sólo  participaban  de  la  condición  de
arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo. Por un procedimiento hoy
común,  que  puede  en  verdad  rastrearse  en  períodos  muy  remotos  de  la  antigüedad,
cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de simples
monstruosidades;  pero,  al  acercarse,  esta  apariencia  desaparecía  gradualmente  y,  paso  a paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una
infinita  serie  de  formas  horribles  pertenecientes  a  la  superstición  de  los  normandos  o
nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente
intensificado por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente de aire detrás
de los tapices, la cual daba una horrenda e inquietante animación al conjunto.
Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Lady de Tremaine las impías horas
del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud. Que mi esposa
temiera la índole hosca de mi carácter, que me huyera y me amara muy poco, no podía yo
pasarlo por alto; pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con
qué  intensa  nostalgia!)  hacia  Ligeia,  la  amada,  la  augusta,  la  hermosa,  la  enterrada.  Me
embriagaba  con  los  recuerdos  de  su  pureza,  de  su  sabiduría,  de  su  naturaleza  elevada,
etérea,  de  su amor apasionado,  idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con
más  intensidad  que  el  suyo.  En  la  excitación  de  mis  sueños  de  opio  (pues  me  hallaba
habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su nombre en el silencio de
la noche, o durante el día, en los sombreados retiros de los valles, como si con esa salvaje
vehemencia,  con  la  solemne  pasión,  con  el  fuego  devorador  de  mi  deseo  por  la
desaparecida, pudiera restituirla a la senda que había abandonado —ah, ¿era posible que
fuese para siempre?— en la tierra.
Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Lady Rowena cayó súbitamente
enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su
inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de
la torre, cuyo origen atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica
influencia  de  la  cámara  misma.  Llegó,  al  fin,  la  convalecencia  y,  por  último,  el
restablecimiento  total.  Sin  embargo,  había  transcurrido  un  breve  período  cuando  un
segundo  trastorno  más  violento  la  arrojó  a  su  lecho  de  dolor;  y  de  este  ataque,  su
constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal, desde entonces,
tuvo  un  carácter  alarmante  y  una  recurrencia  que  lo  era  aún  más,  y  desafiaba  el
conocimiento  y  los  grandes  esfuerzos  de  los  médicos.  Con  la  intensificación  de  su  mal
crónico  —el  cual  parecía  haber  invadido  de  tal  modo  su  constitución  que  era  imposible
desarraigarlo por medios humanos—, no pude menos de observar un aumento similar en su
irritabilidad nerviosa y en su excitabilidad para el miedo motivado por causas triviales. De
nuevo  hablaba,  y  ahora  con  más  frecuencia  e  insistencia,  de  los  sonidos,  de  los  leves
sonidos  y  de  los  movimientos  insólitos  en  las  colgaduras,  a  los  cuales  aludiera  en  un
comienzo.
Una noche, próximo el fin de septiembre, impuso a mi atención este penoso tema con
más insistencia que de costumbre. Acababa de despertar de un sueño inquieto, y yo había
estado observando, con un sentimiento en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los
gestos  de  su  semblante  descarnado.  Me  senté  junto  a  su  lecho  de  ébano,  en  una  de  las
otomanas de la India. Se incorporó a medias y habló, con un susurro ansioso, bajo, de los
sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos que estaba viendo y yo
no podía percibir. El viento corría velozmente detrás de los tapices y quise mostrarle (cosa
en la cual, debo decirlo, no creía yo del todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y
aquellas levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan sólo los naturales efectos
de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me
probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían infructuosos. Pareció desvanecerse y no
había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había un frasco de vino ligero que le
habían prescrito los médicos, y crucé presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí
que  un  objeto  palpable,  aunque  invisible,  rozaba  levemente  mi  persona,  y  vi  que  en  la
alfombra dorada, en el centro mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, había
una  sombra,  una  sombra  leve,  indefinida,  de  aspecto  angélico,  como  cabe  imaginar  la
sombra  de  una  sombra.  Pero  yo  estaba  perturbado  por  la  excitación  de  una  inmoderada
dosis de opio; poco caso hice a estas cosas y no las mencioné a Rowena. Encontré el vino,
crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya se
había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me dejaba
caer en la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando
percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo después,
mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé que veía caer
dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o
cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo
con Rowena. Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que,
según  pensé,  debía  considerarse  como  sugestión  de  una  imaginación  excitada,  cuya
actividad mórbida aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora.
Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente después de la caída de las
gotas color rubí, se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa, de suerte que la
tercera noche las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé
solo, con su cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada.
Extrañas  visiones  engendradas  por  el  opio  revoloteaban  como  sombras  delante  de  mí.
Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes
figuras  de  los  tapices,  las  contorsiones  de  las  llamas  multicolores  en  el  incensario
suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba de recordar las circunstancias de
una  noche  anterior,  en  el  lugar  donde,  bajo  el  resplandor  del  incensario,  había  visto  las
débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando con más libertad, volví la
mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos
de  Ligeia,  y  cayó  sobre  mi  corazón,  con  la  turbulenta  violencia  de  una  marea,  todo  el
indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba, y con el
pecho  lleno  de  amargos  pensamientos,  cuyo  objeto  era  mi  único,  mi  supremo  amor,
permanecí contemplando el cuerpo de Rowena.
Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, pues no tenía conciencia
del tiempo, cuando un sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi
ensueño. Sentí que venia del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una
agonía de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir
algún  movimiento  del  cadáver  mas  no  advertí  nada.  Sin  embargo,  no  podía  haberme
equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con
decisión,  con  perseverancia,  la  atención  clavada  en  el  cuerpo.  Transcurrieron  algunos
minutos sin que ninguna circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente
que un color ligero, muy débil y apenas perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo
de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de horror, de espanto indecible, que
no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi corazón
dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el sentimiento del deber
me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado en
los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero
la torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca,
yo no tenía modo de llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no podía aventurarme a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el espíritu aún
vacilante. Pero, al cabo de un breve período, fue evidente la recaída, el color desapareció de
los  párpados  y  las  mejillas,  dejándolos  más  pálidos  que  el  mármol;  los  labios  estaban
doblemente apretados y contraídos en la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y
un  frío  repulsivos  cubrieron  rápidamente  la  superficie  del  cuerpo,  y  la  habitual  rigidez
cadavérica  sobrevino  de  inmediato.  Volví  a  desplomarme  con  un  estremecimiento  en  el
diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas
visiones de Ligeia.
Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido
procedente  de  la  región  del  lecho.  Presté  atención  en  el  colmo  del  horror.  El  sonido  se
repitió:  era  un  suspiro.  Precipitándome  hacia  el  cadáver,  vi  —claramente—  temblar  los
labios.  Un  minuto  después  se  entreabrían,  descubriendo  una  brillante  línea  de  dientes
nacarados. La estupefacción luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta
entonces reinara solo. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y sólo
por un violento esfuerzo logré al fin cobrar ánimos para ponerme a la tarea que mi deber
me  señalaba  una  vez  más.  Había  ahora  cierto  color  en  la  frente,  en  las  mejillas  y  en  la
garganta;  un  calor  perceptible  invadía  todo  el  cuerpo;  hasta  se  sentía  latir  levemente  el
corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté
y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la experiencia y no
pocas  lecturas  médicas  me  aconsejaban.  Pero  en  vano.  De  pronto,  el  color  huyó,  las
pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después,
el  cuerpo  todo  adquiría  el  frío  de  hielo,  el  color  lívido,  la  intensa  rigidez;  el  aspecto
consumido  y  todas  las  horrendas  características  de  quien  ha  sido,  por  muchos  días,
habitante de la tumba.
Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y quién ha de sorprenderse
de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo ahogado que
venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a qué detallar el inenarrable horror de aquella
noche?  ¿A  qué  detenerme  a  relatar  cómo,  hasta  acercarse  el  momento  del  alba  gris,  se
repitió este horrible drama de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una
muerte más rígida y aparentemente más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto
de una lucha con algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué
extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que me apresure a concluir.
La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y la que estuviera muerta se
movió de nuevo ahora con más fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más
horrenda  y  más  irreparable.  Yo  había  cesado  hacía  rato  de  luchar  o  de  moverme,  y
permanecía  rígido  sentado  en  la  otomana,  presa  indefensa  de  un  torbellino  de  violentas
emociones, de todas las cuales el pavor era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El
cadáver,  repito,  se  movía,  y  ahora  con  más  fuerza  que  antes.  Los  colores  de  la  vida
cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se relajaron y, de no ser por los
párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto sepulcral a la figura,
podía  haber soñado  que  Rowena  había sacudido por completo las cadenas  de  la  muerte.
Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando,
levantándose  del  lecho,  a  tientas,  con  débiles  pasos,  con  los  ojos  cerrados  y  la  manera
peculiar de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente,
palpablemente, hasta el centro del aposento.
No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el
aire, la estatura, el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome, convirtiéndome en fría piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco
desorden  en  mis  pensamientos,  un  tumulto  incontenible.  ¿Podía  ser,  realmente,  Rowena
viva la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Lady Rowena Trevanion de
Tremaine,  la  de  los  cabellos  rubios  y  los  ojos  azules?  ¿Por  qué,  por  qué  lo  dudaba?  El
vendaje  ceñía  la  boca,  pero  ¿podía  no  ser  la  boca  de  Lady  de  Tremaine?  Y  las  mejillas      
—con rosas como en la plenitud de su vida—, sí podían ser en verdad las hermosas mejillas
de la viviente Lady de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana,
¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué
inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a
mi  contacto,  dejó  caer  de  la  cabeza,  sueltas,  las  horribles  vendas  que  la  envolvían,  y
entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una enorme masa de cabellos
desordenados: ¡eran más negros que las alas de cuervo de la medianoche! Y lentamente se
abrieron los ojos de la figura que estaba ante mí. «¡En esto, por lo menos      —grité—,
nunca, nunca podré equivocarme! ¡Éstos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños
ojos de mi perdido amor, los de Lady... los de LADY LIGEIA!»

F I N

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