lunes, 17 de julio de 2017

La Caida de la Casa Usher

Son coeur est un luth suspendu; 
Sitôt qu’on le touche, il résonne.
(DE BÈRANGER)


Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían
bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país;
y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa
Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un
sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de
esos sentimientos semiagradables por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las
más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenía
delante —la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como
ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados— con
una  fuerte  depresión  de  ánimo  únicamente  comparable,  como  sensación  terrena,  al
despertar  del  fumador  de  opio,  la  amarga  caída  en  la  existencia  cotidiana,  el  horrible
descorrerse  del  velo.  Era  una  frialdad,  un  abatimiento,  un  malestar  del  corazón,  una
irremediable  tristeza  mental  que  ningún  acicate  de  la  imaginación  podía  desviar  hacia
forma  alguna  de  lo  sublime.  ¿Qué  era  —me  detuve  a  pensar—,  qué  era  lo  que  así  me
desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar
con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba.
Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda
duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así,
el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de
nuestro  alcance.  Era  posible,  reflexioné,  que  una  simple  disposición  diferente  de  los
elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá
anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi
caballo  a  la  escarpada  orilla  de  un  estanque  negro  y  fantástico  que  extendía  su  brillo
tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes
contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y
las vacías ventanas como ojos.
En  esa  mansión  de  melancolía,  sin  embargo,  proyectaba  pasar  algunas  semanas.  Su
propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia,
pero  muchos  años  habían  transcurrido  desde  nuestro  último  encuentro.  Sin  embargo,
acababa de recibir una carta en una región distinta del país —una carta suya—, la cual, por
su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal.
La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda,
de un desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en
realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi
compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido
hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos en realidad poco sabía de mi
amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su
antiquísima  familia  se  había  destacado  desde  tiempos  inmemoriales  por  una  peculiar
sensibilidad  de  temperamento  desplegada,  a  lo  largo  de  muchos  años,  en  numerosas  y
elevadas  concepciones  artísticas  y  manifestada,  recientemente,  en  repetidas  obras  de
caridad generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades
más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía
también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no había
producido, en ningún período, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se
limitaba  a  la  línea  de  descendencia  directa  y  siempre,  con  insignificantes  y  transitorias
variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto
acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando
sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido
sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión
constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba
tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y
equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo
usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil —el de mirar en el
estanque—  había  ahondado  la  primera  y  singular  impresión.  No  cabe  duda  de  que  la
conciencia del rápido crecimiento de mi superstición —pues, ¿por qué no he de darle este
nombre?—  servía  especialmente  para  acelerar  su  crecimiento  mismo.  Tal  es,  lo  sé  de
antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe
de haber sido por esta sola razón que cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su
imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en
verdad,  que  sólo  la  menciono  para  mostrar  la  vívida  fuerza  de  las  sensaciones  que  me
oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre
toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una
atmósfera  sin  afinidad  con  el  aire  del  cielo,  exhalada  por  los  árboles  marchitos,  por  los
muros  grises,  por  el  estanque  silencioso,  un  vapor  pestilente  y  místico,  opaco,  pesado,
apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu esa que tenía que ser un sueño, examiné más de cerca el
verdadero  aspecto del  edificio.  Su  rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad.
Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda
la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto
nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la
mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las
partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de
ciertos  maderajes  que  se  han  podrido  largo  tiempo  en  alguna  cripta  descuidada,  sin  que
intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica deba
pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido
descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en
el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas del
estanque.
Mientras  observaba  estas  cosas  cabalgué  por  una  breve  calzada  hasta  la  casa.  Un
sirviente  que  aguardaba  tomó  mi  caballo,  y  entré  en  la  bóveda  gótica  del  vestíbulo.  Un criado  de  paso  furtivo  me  condujo  desde  allí,  en  silencio,  a  través  de  varios  pasadizos
oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino
contribuyó,  no  sé  cómo,  a  avivar  los  vagos  sentimientos  de  los  cuales  he  hablado  ya.
Mientras los objetos circundantes —los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de
las  paredes,  el  ébano  negro  de  los  pisos  y  los  fantasmagóricos  trofeos  heráldicos  que
rechinaban  a  mi  paso—  eran  cosas  a  las  cuales,  a  sus  semejantes,  estaba  acostumbrado
desde la infancia, mientras no cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me
asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes habituales provocaban en mí.
En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé,
era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me
dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas, estrechas
y  puntiagudas,  y  a  distancia  tan  grande  del  piso  de  roble  negro,  que  resultaban
absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a
través de los cristales enrejados y servían para diferenciar suficientemente los principales
objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del
aposento a los huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las
paredes. El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos
libros e  instrumentos  musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la
escena.  Sentí  que  respiraba  una  atmósfera  de  dolor.  Un  aire  de  dura,  profunda  e
irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me
recibió  con  calurosa  vivacidad,  que  mucho  tenía,  pensé  al  principio,  de  cordialidad
excesiva,  del  esfuerzo  obligado  del  hombre  de  mundo  ennuyé.  Pero  una  mirada  a  su
semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes,
mientras  no  hablaba,  lo  observé  con  un  sentimiento  en  parte  de  compasión,  en  parte  de
espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente, en
un  período  tan  breve,  como  Roderick  Usher!  A  duras  penas  pude  llegar  a  admitir  la
identidad  del  ser  exangüe  que  tenía  ante  mí,  con  el  compañero  de  mi  adolescencia.  Sin
embargo, el carácter de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos,
grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos,
pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de
ventanillas  más  abiertas  de  lo  que  es  habitual  en  ellas;  el  mentón,  finamente  modelado,
revelador,  en  su  falta  de  prominencia,  de  una  falta  de  energía  moral;  los  cabellos,  más
suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la región
frontal  constituían  una  fisonomía  difícil  de  olvidar.  Y  ahora  la  simple  exageración  del
carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan
grande, que dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel,
el  brillo  milagroso  de  los  ojos,  por  sobre  todas  las  cosas  me  sobresaltaron  y  aun  me
aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su desordenada
textura  de  telaraña  flotaba  más  que  caía  alrededor  del  rostro,  me  era  imposible,  aun
haciendo  un  esfuerzo,  relacionar  su  enmarañada  apariencia  con  idea  alguna  de  simple
humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y
pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de vencer un
azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado
para algo de esta naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles  y  por  las  conclusiones  deducidas  de  su  peculiar  conformación  física  y  su
temperamento.  Sus  gestos  eran  alternativamente  vivaces  y  lentos.  Su  voz  pasaba  de  una
indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de
concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación
gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el borracho
perdido o en el opiómano incorregible durante los períodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del solaz que
aguardaba  de  mí.  Abordó  con  cierta  extensión lo  que  él  consideraba  la  naturaleza  de  su
enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio;
una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se
manifestaba  en  una  multitud  de  sensaciones  anormales.  Algunas  de  ellas,  cuando  las
detalló,  me  interesaron  y  me  desconcertaron,  aunque  sin  duda  tuvieron  importancia  los
términos  y  el  estilo  general  del  relato.  Padecía  mucho  de  una  acuidad  mórbida  de  los
sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta
textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus
ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban
horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror. «Moriré —dijo—, tengo
que  morir  de  esta  deplorable  locura.  Así,  así  y  no  de  otro  modo  me  perderé.  Temo  los
sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en
cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No
aborrezco el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en
esta  lamentable  condición,  siento  que  tarde  o  temprano  llegará  el  período  en  que  deba
abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo.»
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y ambiguas,
otro  rasgo  singular  de  su  condición  mental.  Estaba  dominado  por  ciertas  impresiones
supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca
se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía
fue descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas
peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su
espíritu,  decía,  a  fuerza  de  soportarlas  largo  tiempo;  efecto  que  el  aspecto  físico  de  los
muros  y  las  torrecillas  grises  y  el  oscuro  estanque  en  el  cual  éstos  se  miraban  había
producido, a la larga, en la moral de su existencia.
Admitía,  sin  embargo,  aunque  con  vacilación,  que  podía  buscarse  un  origen  más
natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo afectaba: la cruel y
prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una hermana tiernamente
querida, su única compañía durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra.
«Su muerte —decía con una amargura que nunca podré olvidar — hará de mí (de mí, el
desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher.» Mientras hablaba, Lady
Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin
notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor,
y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me
oprimió,  mientras  seguía  con  la  mirada  sus  pasos  que  se  alejaban.  Cuando  por  fin  una
puerta  se  cerró  tras  ella,  mis  ojos  buscaron  instintiva  y  ansiosamente  el  semblante  del
hermano,  pero  éste  había  hundido  la  cara  entre  las  manos  y  sólo  pude  percibir  que  una
palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se
filtraban apasionadas lágrimas. La enfermedad de Lady Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de
sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes
aunque  transitorios  accesos  de  carácter  parcialmente  cataléptico  eran  el  diagnóstico
insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose
a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo
esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe
que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para
mí, que nunca más vería a Lady Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este
período  me  entregué  a  vehementes  esfuerzos  para  aliviar  la  melancolía  de  mi  amigo.
Pintábamos  y  leíamos  juntos;  o  yo  escuchaba,  como  en  un  sueño,  las  extrañas
improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así a medida que una intimidad cada vez más
estrecha  me  introducía  sin  reserva  en  lo  más  recóndito  de  su  alma,  iba  advirtiendo  con
amargura  la  futileza  de  todo  intento  de  alegrar  un  espíritu  cuya  oscuridad,  como  una
cualidad  positiva,  inherente,  se  derramaba  sobre  todos  los  objetos  del  universo  físico  y
moral, en una incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con
el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el
exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me
mostraba.  Una  idealidad  exaltada,  enfermiza,  arrojaba  un  fulgor  sulfúreo  sobre  todas  las
cosas.  Sus  largos  e  improvisados  cantos  fúnebres  resonarán  eternamente  en  mis  oídos.
Entre  otras  cosas,  conservo  dolorosamente  en  la  memoria  cierta  singular  perversión  y
amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutría su
laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba
un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas
(tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo
más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por
su  extremada  simplicidad,  por  la  desnudez  de  sus  diseños,  atraían  la  atención  y  la
subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí al
menos  —en  las  circunstancias  que  entonces  me  rodeaban—,  surgía  de  las  puras
abstracciones  que  el  hipocondríaco  lograba  proyectar  en  la  tela,  una  intensidad  de
intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las
fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto
rigor  del  espíritu  de  abstracción,  puede  ser  vagamente  esbozada,  aunque  de  una  manera
indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o
túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni
adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa
excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba
ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra
fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos
que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral.
He  hablado  ya  de  ese  estado  mórbido  del  nervio  auditivo  que  hacía  intolerable  al
paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá
los  estrechos  límites  en  los  cuales  se  había  confinado  con  la  guitarra  fueron  los  que
originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar
de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser —y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba
con  improvisaciones  verbales  rimadas)—,  debían  de  ser  los  resultados  de  ese  intenso
recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables
sólo  en  ciertos  momentos  de  la  más  alta  excitación  mental.  Recuerdo  fácilmente  las
palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando
la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y por primera
vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre
su trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así:

En el más verde de los valles 
que habitan ángeles benéficos, 
erguíase un palacio lleno 
de majestad y hermosura. 
¡Dominio del rey Pensamiento, 
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas 
sobre cosa tan bella.

Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.

Y los que erraban en el valle,
 por dos ventanas luminosas 
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes, 
en torno al trono donde 
(¡porfirogéneto!)
 envuelto en merecida pompa, 
sentábase el señor del reino.

Y de rubíes y de perlas 
era la puerta del palacio, 
de donde como un río fluían, 
fluían centelleando, 
los Ecos, de gentil tarea: 
la de cantar con altas voces 
el genio y el ingenio 
de su rey soberano.

Mas criaturas malignas invadieron, 
vestidas de tristeza, aquel dominio.  (¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más 
nacerá otra alborada!) 
Y en torno del palacio, la hermosura 
que antaño florecía entre rubores,
 es sólo una olvidada historia 
sepulta en viejos tiempos.

Y los viajeros, desde el valle, 
por las ventanas ahora rojas, 
ven vastas formas que se mueven 
en fantasmales discordancias, 
mientras, cual espectral torrente, 
por la pálida puerta 
sale una horrenda multitud que ríe... 
pues la sonrisa ha muerto.

Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente
de  pensamientos  donde  se  manifestó  una  opinión  de  Usher  que  menciono,  no  por  su
novedad (pues otros hombres 2  han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la
defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en
su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas
condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el
vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo
he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la
sensibilidad  habían  sido  satisfechas,  imaginaba  él,  por  el  método  de  colocación  de  esas
piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las
cubrían  y  los  marchitos  árboles  circundantes,  pero,  sobre  todo,  por  la  prolongación
inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia
—la evidencia de esa sensibilidad— podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en
la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los
muros.  El  resultado  era  discernible,  añadió,  en  esa  silenciosa,  mas  importuna  y  terrible
influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso
que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no
haré ninguno.
Nuestros libros —los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la
existencia intelectual del enfermo— estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo
con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Vever et Chartreuse,
de Gresset, el Belfegor, de Maquiavelo; Del Cielo y del Infierno, de Swedenborg; el Viaje
subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia, de Robert Flud, Jean d’Indaginé
y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y la Ciudad del Sol, de
Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium
Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre
los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero
encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico
                                                          
2  Watson, el doctor Percival, Spallanzani y, especialmente, el obispo de Landaff. Véanse los Ensayos químicos,
tomo V. en cuarto    —el manual de una iglesia olvidada—, las Vigiliæ  Mortuorum Chorum Eclesiæ
Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia
sobre  el  hipocondríaco  cuando  una  noche,  tras  informarme  bruscamente  de  que  Lady
Madeline  había  dejado  de  existir,  declaró  su  intención  de  preservar  su  cuerpo  durante
quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio.
El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad
de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter
insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por
parte  de  sus  médicos,  la  remota  y  expuesta  situación  del  cementerio  familiar.  No  he  de
negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la
escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una
precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A  pedido  de  Usher,  lo  ayudé  personalmente  en  los  preparativos  de  la  sepultura
temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La
cripta  donde  lo  depositamos  (por  tanto  tiempo  clausurada  que  las  antorchas  casi  se
apagaron  en  su  atmósfera  opresiva,  dándonos  poca  oportunidad  para  examinarla)  era
pequeña,  húmeda  y  desprovista  de  toda  fuente  de  luz;  estaba  a  gran  profundidad,
justamente  bajo  la  parte  de  la  casa  que  ocupaba  mi  dormitorio.  Evidentemente  había
desempeñado,  en  remotos  tiempos  feudales,  el  siniestro  oficio  de  mazmorra,  y  en  los
últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una
parte  del  piso  y  todo  el  interior  del  largo  pasillo  abovedado  que  nos  llevara  hasta  allí
estaban  cuidadosamente  revestidos  de  cobre.  La  puerta,  de  hierro  macizo,  tenía  una
protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido
agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror,
retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de
su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que
atrajo  mi  atención,  y  Usher,  adivinando  quizá  mis  pensamientos,  murmuró  algunas
palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían
existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron
mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Lady
Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas
las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el
pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos
la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con
fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en
las  características  del  desorden  mental  de  mi  amigo.  Sus  maneras  habituales  habían
desaparecido.  Descuidaba  u  olvidaba  sus  ocupaciones  comunes.  Erraba  de  aposento  en
aposento  con  paso  presuroso,  desigual,  sin  rumbo.  La  palidez  de  su  semblante  había
adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos
había  desaparecido  por  completo.  El  tono  a  veces  ronco  de  su  voz  ya  no  se  oía,  y  una
vacilación trémula como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por
momentos,  en  verdad,  pensé  que  algún  secreto  opresivo  dominaba  su  mente  agitada  sin
descanso,  y  que  luchaba  por  conseguir  valor  suficiente  para  divulgarlo.  Otras  veces,  en
cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención,
como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara,
que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las
extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Lady
Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera
especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las
horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de
convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante
influencia  del  lúgubre  moblaje  de  la  habitación,  de  los  tapices  oscuros  y  raídos  que,
atormentados por el  soplo  de  una  tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de
aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del
lecho.  Pero  mis  esfuerzos  eran  infructuosos.  Un  temblor  incontenible  fue  invadiendo
gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de
una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre
las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté
atención —ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva— a ciertos sonidos
ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no
sé  de  dónde.  Dominado  por  un  intenso  sentimiento  de  horror,  inexplicable  pero
insoportable,  me  vestí  aprisa  (pues  sabía  que  no  iba  a  dormir  más  durante  la  noche)  e
intenté  salir  de  la  lamentable  condición  en  que  había  caído,  recorriendo  rápidamente  la
habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo
mi  atención.  Reconocí  entonces  el  paso  de  Usher.  Un  instante  después  llamaba  con  un
toque  suave  a  en  la  puerta  y  entraba  con  una  lámpara.  Su  semblante  tenía,  como  de
costumbre,  una  palidez  cadavérica,  pero  además  había  en  sus  ojos  una  especie  de  loca
hilaridad, una hysteria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero
todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia
con alivio.
—¿No lo has visto? —dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor,
en  silencio—.  ¿No  lo  has  visto?  Pues  aguarda,  lo  verás  —y  diciendo  esto  protegió
cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la
tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo.
Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular
en su terror y en su hermosura. Al parecer un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra
vecindad,  pues  había  frecuentes  y  violentos  cambios  en  la  dirección  del  viento;  y  la
excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos
impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose
unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y
sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de
un  relámpago.  Pero  las  superficies  inferiores  de  las  grandes  masas  de  agitado  vapor,  así
como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de
una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y
la amortajaba.
—¡No  debes  mirar,  no  mirarás  eso!  —dije,  estremeciéndome,  mientras  con  suave
violencia  apartaba  a  Usher  de  la  ventana  para  conducirlo  a  un  asiento—.  Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá
tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el
aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré
y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de sir Launcelot Canning; pero lo
había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco había en
su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad
de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que
la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la
historia  de  los  trastornos  mentales  está  llena  de  anomalías  semejantes)  aun  en  la
exageración  de  la  locura  que  yo  iba  a  leerle.  De  haber  juzgado,  a  decir  verdad,  por  la
extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia,
me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
Había  llegado  a  esa  parte  bien  conocida  de  la  historia  en  que  Ethelred,  el  héroe  del
Trist,  después  de  sus  vanos  intentos  de  introducirse  por  las  buenas  en  la  morada  del
eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las
siguientes:
«Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias
al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita,
quien,  en  realidad,  era  de  índole  obstinada  y  maligna;  mas  sintiendo  la  lluvia  sobre  sus
hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes
abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando
con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera
seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma.»
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció
(aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció
que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que
podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo
ruido de rotura, de destrozo que sir Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda
alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues entre el crujir de los bastidores de las
ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo
nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:
«Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y sorprendido al
no  percibir  señales  del  maligno  eremita  y  encontrar,  en  cambio,  un  dragón  prodigioso,
cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro
con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:

Quien entre aquí, conquistador será; 
Quien mate al dragón, el escudo ganará.

»Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó
su  apestado  aliento  con  un  rugido  tan  hórrido  y  bronco  y  además  tan  penetrante  que
Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido,
tal como jamás se había oído hasta entonces.»
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro,
pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado  realmente  (aunque me
resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi
imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.
Oprimido,  como  por  cierto  lo  estaba  desde  la  segunda  y  más  extraordinaria
coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y
un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar
con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que
hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos
minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí
había  hecho  girar  gradualmente  su  silla,  de  modo  que  estaba  sentado  mirando  hacia  la
puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus
labios  temblorosos,  como  si  murmuraran  algo  inaudible.  Tenía  la  cabeza  caída  sobre  el
pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle
una  mirada  de  perfil.  El  movimiento  del  cuerpo  contradecía  también  esta  idea,  pues  se
mecía  de  un  lado  a  otro  con  un  balanceo  suave,  pero  constante  y  uniforme.  Luego  de
advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de sir Launcelot, que decía así:
«Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del
escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó
valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el
escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de
plata con grandísimo y terrible fragor.»
Apenas  habían  salido  de  mis  labios  estas  palabras,  cuando  —como  si  realmente  un
escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un pavimento de
plata—  percibí  un  eco  claro,  profundo,  metálico  y  resonante,  aunque  en  apariencia
sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto, pero el acompasado
movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus
ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando
posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa
malsana  tembló  en  sus  labios,  y  vi  que  hablaba  con  un  murmullo  bajo,  apresurado,
ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí,
por fin, el horrible significado de sus palabras:
—¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo... muchos
minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme,
mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva
en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros
movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me
atreví, ¡no me atrevía hablar!  ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del
eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo! ... ¡Di, mejor, el ruido
del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de
la  cripta,  por  el  pasillo  abovedado,  revestido  de  cobre!  ¡Oh!  ¿Adonde  huiré?  ¿No  estará
aquí  pronto?  ¿No  se  precipita  a  reprocharme  mi  prisa?  ¿No  he  oído  sus  pasos  en  la
escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! —y aquí,
furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara
su alma—: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como  si  la  sobrehumana  energía  de  su  voz  tuviera  la  fuerza  de  un  sortilegio,  los
enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus
pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la
puerta, ESTABA la alta y amortajada figura de Lady Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un
momento  permaneció  temblorosa,  tambaleándose  en  el  umbral;  luego,  con  un  lamento
sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta
agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta en toda
su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una
luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y
sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como
la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig-
zag  desde  el  tejado  del  edificio  hasta  la  base.  Mientras  la  contemplaba,  la  fisura  se
ensanchó  rápidamente,  pasó  un  furioso  soplo  del  torbellino,  todo  el  disco  del  satélite
irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos
muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el
profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa
Usher.

 F I N

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