miércoles, 5 de julio de 2017

El Corazón Delator


Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por
qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez
de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede
oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco,
entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi
historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero,
una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco
estaba  colérico.  Quería  mucho  al  viejo.  Jamás  me  había  hecho  nada  malo.  Jamás  me
insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo
semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba
en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a
matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En
cambio... ¡si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí!
¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más
amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía
yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la
abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada,
completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz y tras ella pasaba la cabeza.
¡Oh,  ustedes  se  hubieran  reído  al  ver  cuan  astutamente  pasaba  la  cabeza!  La  movía
lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una
hora  entera  introducir  completamente  la  cabeza  por  la  abertura  de  la  puerta,  hasta  verlo
tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces,
cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente...
¡oh,  tan  cautelosamente!  Sí,  cautelosamente  iba  abriendo  la  linterna  (pues  crujían  las
bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de
buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre
encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo
quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin
miedo  en  su  habitación  y  le  hablaba  resueltamente,  llamándole  por  su  nombre  con  voz
cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber
sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo
a mirarle mientras dormía.
Al  llegar  la  octava  noche,  procedí  con  mayor  cautela  que  de  costumbre  al  abrir  la
puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano.
Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad.
Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a
poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me
reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque le sentí moverse repentinamente en
la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su
cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y
seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló
en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: —¿Quién está ahí?
Permanecí  inmóvil,  sin  decir  palabra.  Durante  una  hora  entera  no  moví  un  solo
músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado,
escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared
los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí  de  pronto  un  leve  quejido,  y  supe  que  era  el  quejido  que  nace  del  terror.  No
expresaba  dolor  o  pena...  ¡oh,  no!  Era  el  ahogado  sonido  que  brota  del  fondo  del  alma
cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a
las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso
eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba
sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí
que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había
tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: «No es más
que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez.» Sí, había tratado de
darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la
Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva y envolvía a su víctima. Y la fúnebre
influencia de aquella sombra imperceptible era la que le movía a sentir —aunque no podía
verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después  de  haber  esperado  largo  tiempo,  con  toda  paciencia,  sin  oír  que  volviera  a
acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice    —
no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado—, hasta que un
fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el
ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras le miraba.
Le vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta
el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por
un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No  les  he  dicho  ya  que  lo  que  toman  erradamente  por  locura  es  sólo  una  excesiva
agudeza  de  los  sentidos?  En  aquel  momento  llegó  a  mis  oídos  un  resonar  apagado  y
presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también
me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el
redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas sí respiraba. Sostenía la
linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el
haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía
cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía
que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he
dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella
antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin
embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía
cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva
ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo
había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación.
El  viejo  clamó  una  vez...  nada  más  que  una  vez.  Me  bastó  un  segundo  para  arrojarle  al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había
resultado  todo.  Pero,  durante  varios  minutos,  el  corazón  siguió  latiendo  con  un  sonido
ahogado.  Claro  que  no  me  preocupaba,  pues  nadie  podría  escucharlo  a  través  de  las
paredes.  Cesó,  por  fin,  de  latir.  El  viejo  había  muerto.  Levanté  el  colchón  y  examiné  el
cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la
mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo
no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las
astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo
cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté
la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco.
Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano —ni siquiera el
suyo—  hubiera  podido  advertir  la  menor  diferencia.  No  había  nada  que  lavar...  ninguna
mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había
recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando  hube  terminado  mi  tarea  eran  las  cuatro  de  la  madrugada,  pero  seguía  tan
oscuro  como  a  medianoche.  En  momentos  en  que  se  oían  las  campanadas  de  la  hora,
golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer
ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía.
Durante  la  noche,  un  vecino  había  escuchado  un  alarido,  por  lo  cual  se  sospechaba  la
posibilidad  de  algún  atentado.  Al  recibir  este  informe  en  el  puesto  de  policía,  habían
comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿que tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que
yo había lanzado aquel  grito  durante  una pesadilla. Les  hice saber  que  el  viejo  se  había
ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran,
a  que  revisaran  bien.  Finalmente,  acabé  conduciéndolos  a  la  habitación  del  muerto.  Les
mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de
mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí
de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en
el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.


Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte,
me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo
les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido
y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos;
pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía
resonando  y  era  cada  vez  más  intenso.  Hablé  en  voz  muy  alta  para  librarme  de  esa
sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al
fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin  duda,  debí  de  ponerme  muy  pálido,  pero  seguí  hablando  con  creciente  soltura  y
levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué podía yo? Era un resonar
apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón.
Yo  jadeaba,  tratando  de  recobrar  el  aliento,  y,  sin  embargo,  los  policías  no  habían  oído
nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me
puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones;
pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes  pasos,  como  si  las  observaciones  de  aquellos  hombres  me  enfurecieran;  pero  el
sonido  crecía  continuamente.  ¡Oh,  Dios!  ¿Qué  podía  hacer  yo?  Lancé  espumarajos  de
rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella
las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto...
más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo.
¿Era posible que no  oyeran?  ¡Santo  Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban!
¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero
cualquier  cosa  era  preferible  a  aquella  agonía!  ¡Cualquier  cosa  sería  más  tolerable  que
aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que
gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte...
más fuerte!
—¡Basta  ya  de  fingir,  malvados!  —aullé—.  ¡Confieso  que  lo  maté!  ¡Levanten  esos
tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!

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