miércoles, 5 de julio de 2017

Un descenso al Maelström




Los caminos de Dios en la naturaleza y en 
la providencia no son como nuestros caminos; 
y  nuestras  obras  no  pueden  compararse  en 
modo alguno con la vastedad, la profundidad y 
la inescrutabilidad de Sus obras, que contienen 
en sí mismas una profundidad mayor que la del 
pozo de Demócrito. 
 (JOSEPH GLANVILL) 

Habíamos  alcanzado  la  cumbre  del  despeñadero  más  elevado.  Durante  algunos
minutos, el anciano pareció demasiado fatigado para hablar.
—Hasta no hace mucho tiempo —dijo, por fin— podría haberlo guiado en este ascenso
tan bien como el más joven de mis hijos. Pero, hace unos tres años, me ocurrió algo que
jamás  le  ha  ocurrido  a  otro  mortal...  o,  por  lo  menos,  a  alguien  que  haya  alcanzado  a
sobrevivir para contarlo; y las seis horas de terror mortal que soporté me han destrozado el
cuerpo y el alma. Usted ha de creerme muy viejo, pero no lo soy. Bastó algo menos de un
día para que estos cabellos, negros como el azabache, se volvieran blancos; debilitáronse
mis miembros, y tan frágiles quedaron mis nervios, que tiemblo al menor esfuerzo y me
asusto de una sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde este pequeño acantilado
sin sentir vértigo?
El  «pequeño  acantilado»,  a  cuyo  borde  se  había  tendido  a  descansar  con  tanta
negligencia que la parte más pesada de su cuerpo sobresalía del mismo, mientras se cuidaba
de una caída apoyando el codo en la resbalosa arista del borde; el «pequeño acantilado»,
digo,  alzábase  formando  un  precipicio  de  negra  roca  reluciente,  de  mil  quinientos  o  mil
seiscientos  pies,  sobre  la  multitud  de  despeñaderos  situados  más  abajo.  Nada  hubiera
podido inducirme a tomar posición a menos de seis yardas de aquel borde. A decir verdad,
tanto me impresionó la peligrosa postura de mi compañero que caí en tierra cuan largo era,
me aferré a los arbustos que me rodeaban y no me atreví siquiera a mirar hacia el cielo,
mientras luchaba por rechazar la idea de que la furia de los vientos amenazaba sacudir los
cimientos de aquella montaña. Pasó largo rato antes de que pudiera reunir coraje suficiente
para sentarme y mirar a la distancia.
—Debe usted curarse de esas fantasías —dijo el guía—, ya que lo he traído para que
tenga desde aquí la mejor vista del lugar donde ocurrió el episodio que mencioné antes... y
para contarle toda la historia con su escenario presente.
«Nos hallamos —agregó, con la manera minuciosa que lo distinguía—, nos hallamos
muy  cerca  de  la  costa  de  Noruega,  a  los  sesenta  y  ocho  grados  de  latitud,  en  la  gran
provincia de Nordland, y en el distrito de Lodofen. La montaña cuya cima acabamos de
escalar es Helseggen, la Nebulosa. Enderécese usted un poco... sujetándose a las matas si se
siente  mareado...  ¡Así!  Mire  ahora,  más  allá  de  la  cintura  de  vapor  que  hay  debajo  de
nosotros, hacia el mar.»
Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción que hace el geógrafo nubio
del  Mare  Tenebrarum.  Ninguna  imaginación  humana  podría  concebir  panorama  más
lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada,
se  tendían,  como  murallas  del  mundo  cadenas  de  acantilados  horriblemente  negros  y
colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su
blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre cuya
cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar, advertíase una pequeña
isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su posición se adivinaba gracias
a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más
pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos
de oscuras rocas.
En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la costa, el océano presentaba
un  aspecto  completamente  fuera  de  lo  común.  En  aquel  momento  soplaba  un  viento  tan
fuerte en dirección a tierra, que un bergantín que navegaba mar afuera se mantenía a la capa
con dos rizos en la vela mayor, mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse
de vista; no obstante, el espacio a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje
embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso embate del agua en todas direcciones,
tanto  frente  al  viento  como  hacia  otros  lados.  Tampoco  se  advertía  espuma,  salvo  en  la
proximidad inmediata de las rocas.
—La isla más alejada —continuó el anciano— es la que los noruegos llaman Vurrgh.
La que se halla a mitad de camino es Moskoe. A una milla al norte verá la de Ambaaren.
Más allá se encuentran Islesen, Hotholm, Keildhelm, Suarven y Buckholm. Aún más allá
—entre Moskoe y Vurrgh— están Otterholm, Flimen, Sandflesen y Stockholm. Tales son
los verdaderos nombres de estos sitios; pero... ¿qué necesidad había de darles nombres? No
lo sé, y supongo que usted tampoco... ¿Oye alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?
Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen, al cual habíamos ascendido
viniendo desde el interior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni una sola vez el
mar hasta que se presentó de golpe al arribar a la cima. Mientras el anciano me hablaba,
percibí un sonido potente y que crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme
rebaño  de  búfalos  en  una  pradera  americana;  y  en  el  mismo  momento  reparé  en  que  el
estado del océano a nuestros pies, que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se
estaba  transformando  rápidamente  en  una  corriente  orientada  hacia  el  este.  Mientras  la
seguía mirando, aquella corriente adquirió una velocidad monstruosa. A cada instante su
rapidez y su desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco minutos después, todo el mar
hasta Vurrgh hervía de cólera incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápice era
entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales
antagónicos,  reventaba  bruscamente  en  una  convulsión  frenética  —encrespándose,
hirviendo, silbando— y giraba en gigantescos e innumerables vórtices, y todo aquello se
atorbellinaba y corría hacia el este con una rapidez que el agua no adquiere en ninguna otra
parte, como no sea el caer en un precipicio.
En pocos minutos más, una nueva y radical alteración apareció en escena. La superficie
del agua se fue nivelando un tanto y los remolinos desaparecieron uno tras otro, mientras
prodigiosas fajas de espuma surgían allí donde antes no había nada. A la larga, y luego de
dispersarse a una gran distancia, aquellas fajas se combinaron unas con otras y adquirieron
el movimiento giratorio de los desaparecidos remolinos, como si constituyeran el germen
de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo asumió una realidad clara y definida,
formando  un  círculo  cuyo  diámetro  pasaba  de  una  milla.  El  borde  del  remolino  estaba representado por una ancha faja de resplandeciente espuma; pero ni la menor partícula de
ésta resbalaba al interior del espantoso embudo, cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba
a medirlo, era una pulida, brillante y tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de
cuarenta y cinco grados con relación al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente,
con un movimiento oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible, entre rugido y
clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata del Niágara lanza al espacio en su tremenda
caída.
La  montaña  temblaba  desde  sus  cimientos  y  oscilaban  las  rocas.  Me  dejé  caer  boca
abajo, aferrándome a los ralos matorrales en el paroxismo de mi agitación nerviosa. Por fin,
pude decir a mi compañero:
—¡Esto no puede ser más que el enorme remolino del Maelström!
—Así  suelen  llamarlo  —repuso  el  viejo—.  Nosotros  los  noruegos  le  llamamos  el
Moskoe-ström, a causa de la isla Moskoe.
Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no me habían preparado en absoluto para
lo que acababa de ver. La de Jonas Ramus, quizá la más detallada, no puede dar la menor
noción  de  la  magnificencia  o  el  horror  de  aquella  escena,  ni  tampoco  la  perturbadora
sensación de novedad que confunde al espectador. No sé bien en qué punto de vista estuvo
situado el escritor aludido, ni en qué momento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen,
ni  durante  una  tormenta.  He  aquí  algunos  pasajes  de  su  descripción  que  merecen,  sin
embargo, citarse por los detalles que contienen, aunque resulten sumamente débiles para
comunicar una impresión de aquel espectáculo:
«Entre Lofoden y Moskoe —dice—, la profundidad del agua varía entre treinta y seis y
cuarenta brazas; pero del otro lado, en dirección a Ver (Vurrgh), la profundidad disminuye
al punto de no permitir el paso de un navío sin el riesgo de que encalle en las rocas, cosa
posible aun en plena bonanza. Durante la pleamar, las corrientes se mueven entre Lofoden
y Moskoe con turbulenta rapidez, al punto de que el rugido de su impetuoso reflujo hacia el
mar apenas podría ser igualado por el de las más sonoras y espantosas cataratas. El sonido
se escucha a muchas leguas, y los vórtices o abismos son de tal tamaño y profundidad que
si un navío es atraído por ellos se ve tragado irremisiblemente y arrastrado a la profundidad
donde se hace pedazos contra las rocas; cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque
asoman a la superficie. Pero los intervalos de tranquilidad se producen solamente en los
momentos del cambio de la marea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de hora antes
de que recomience gradualmente su violencia. Cuando la corriente es más turbulenta y una
tempestad  acrecienta  su  furia  resulta  peligroso  acercarse  a  menos  de  una  milla  noruega.
Botes,  yates  y  navíos  han  sido  tragados  por  no  tomar  esa  precaución  contra  su  fuerza
atractiva. Ocurre asimismo con frecuencia que las ballenas se aproximan demasiado a la
corriente  y  son  dominadas  por  su  violencia;  imposible  resulta  entonces  describir  sus
clamores y mugidos mientras luchan inútilmente por escapar. Cierta vez, un oso que trataba
de nadar de Lofoden a Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastrado a la profundidad,
mientras rugía tan terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades de
troncos  de  abetos  y  pinos,  absorbidos  por  la  corriente,  vuelven  a  la  superficie  rotos  y
retorcidos  a  un  punto  tal  que  no  pasan  de  ser  un  montón  de  astillas.  Esto  muestra
claramente  que  el  fondo  consiste  en  rocas  aguzadas  contra  las  cuales  son  arrastrados  y
frotados los troncos. Dicha corriente se regula por el flujo y reflujo marino, que se suceden
constantemente cada seis horas. En el año 1645, en la mañana del domingo de sexagésima,
la  furia  de  la  corriente  fue  tan  espantosa  que  las  piedras  de  las  casas  de  la  costa  se
desplomaban.» Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me explico cómo pudo ser verificada
en  la  vecindad  inmediata  del  vórtice.  Las  «cuarenta  brazas»  tienen  que  referirse
indudablemente,  a  las  porciones  del  canal  linderas  con  la  costa,  sea  de  Moskoe  o  de
Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-ström debe ser inconmensurablemente
grande, y la mejor prueba de ello la da la más ligera mirada que se proyecte al abismo del
remolino desde la cima del Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre contemplaba
el rugiente Flegetón allá abajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad con que el
honrado Jonas Ramus consigna —como algo difícil de creer— las anécdotas sobre ballenas
y  osos,  cuando  resulta  evidente  que  los  más  grandes  buques  actuales,  sometidos  a  la
influencia de aquella mortal atracción, serían el equivalente de una pluma frente al huracán
y desaparecerían instantáneamente.
Las  tentativas  de  explicar  el  fenómeno  —que,  en  parte,  según  recuerdo,  me  habían
parecido  suficientemente  plausibles  a  la  lectura—  presentaban  ahora  un  carácter  muy
distinto  e  insatisfactorio.  La  idea  predominante  consistía  en  que  el  vórtice,  al  igual  que
otros tres más pequeños situados entre las islas Feroe, «no tiene otra causa que la colisión
de las olas, que se alzan y rompen, en el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos
de arena, el cual encierra las aguas al punto que éstas se precipitan como una catarata; así,
cuanto más alta sea la marea, más profunda será la caída, y el resultado es un remolino o
vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es suficientemente conocido por experimentos
hechos  en  menor  escala».  Tales  son  los  términos  con  que  se  expresa  la  Encyclopaedia
Britannica.  Kircher  y  otros  imaginan  que  en  el  centro  del  canal  del  Maelström  hay  un
abismo que penetra en el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota (una
de las hipótesis nombra concretamente el golfo de Botnia). Esta opinión, bastante gratuita
en  sí  misma,  fue  la  que  mi  imaginación  aceptó  con  mayor  prontitud  una  vez  que  hube
contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sorprendió oírle decir que, si bien
casi todos los noruegos compartían ese punto de vista, él no lo aceptaba. En cuanto a la
hipótesis precedente, confesó su incapacidad para comprenderla, y yo le di la razón, pues,
aunque sobre el papel pareciera concluyente, resultaba por completo ininteligible e incluso
absurda frente al tronar de aquel abismo.
—Ya  ha  podido  ver  muy  bien  el  remolino  —dijo  el  anciano—,  y  si  nos  colocamos
ahora detrás de esa roca al socaire, para que no nos moleste el ruido del agua, le contaré un
relato que lo convencerá de que conozco alguna cosa sobre el Moskoe-ström.
Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:
«—Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche aparejado como una goleta, de
unas setenta toneladas, con el cual pescábamos entre las islas situadas más allá de Moskoe
y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar
durante las mareas bravas, si se tiene el coraje de enfrentarlas; de todos los habitantes de la
costa  de  Lofoden,  nosotros  tres  éramos  los  únicos  que  navegábamos  regularmente  en  la
región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan mucho más al sur. Allí se puede
pescar a cualquier hora, sin demasiado riesgo, y por eso son lugares preferidos. Pero los
sitios escogidos que pueden encontrarse aquí, entre las rocas, no sólo ofrecen la variedad
más grande, sino una abundancia mucho mayor, de modo que con frecuencia pescábamos
en un solo día lo que otros más tímidos conseguían apenas en una semana. La verdad es que
hacíamos de esto un lance temerario, cambiando el exceso de trabajo por el riesgo de la
vida, y sustituyendo capital por coraje.
»Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas al norte de esta costa, y
cuando  el  tiempo  estaba  bueno,  acostumbrábamos  aprovechar  los  quince  minutos  de tranquilidad  de  las  aguas  para  atravesar  el  canal  principal  de  Moskoe-ström  mucho  más
arriba  del  remolino  y  anclar  luego  en  cualquier  parte  cerca  de  Otterham  o  Sandflesen,
donde las mareas no son tan violentas. Nos quedábamos allí hasta que faltaba poco para un
nuevo  intervalo  de  calma,  en  que  poníamos  proa  en  dirección  a  nuestro  puerto.  Jamás
iniciábamos una expedición de este género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida
como para el retorno —un viento del que estuviéramos seguros que no nos abandonaría a la
vuelta—,  y  era  raro  que  nuestros  cálculos  erraran.  Dos  veces,  en  seis  años,  nos  vimos
precisados a pasar la noche al ancla a causa de una calma chicha, lo cual es cosa muy rara
en estos parajes; y una vez tuvimos que quedarnos cerca de una semana donde estábamos,
muriéndonos de inanición, por culpa de una borrasca que se desató poco después de nuestro
arribo, y que embraveció el canal en tal forma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta
ocasión hubiéramos podido ser llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos (pues los
remolinos nos hacían girar tan violentamente que, al final, largamos el ancla y la dejamos
que arrastrara), si no hubiera sido que terminamos entrando en una de esas innumerables
corrientes antagónicas que hoy están allí y mañana desaparecen, la cual nos arrastró hasta el
refugio de Flimen, donde, por suerte, pudimos detenernos.
»No  podría  contarle  ni  la  vigésima  parte  de  las  dificultades  que  encontrábamos  en
nuestro  campo  de  pesca  —que  es  mal  sitio  para  navegar  aun  con  buen  tiempo—,  pero
siempre  nos  arreglamos  para  burlar  el  desafío  del  Moskoe-ström  sin  accidentes,  aunque
muchas veces tuve el corazón en la boca cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en
un minuto al momento de calma. En ocasiones, el viento no era tan fuerte como habíamos
pensado al zarpar y el queche recorría una distancia menor de lo que deseábamos, sin que
pudiéramos  gobernarlo  a  causa  de  la  correntada.  Mi  hermano  mayor  tenía  un  hijo  de
dieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido de gran ayuda
en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero, aunque
estábamos  personalmente  dispuestos  a  correr  el  riesgo,  no  nos  sentíamos  con  ánimo  de
exponer  a  los  jóvenes,  pues  verdaderamente  había  un  peligro  horrible,  ésa  es  la  pura
verdad.
»Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy a contarle. Era el 10 de
julio de 18..., día que las gentes de esta región no olvidarán jamás, porque en él se levantó
uno  de  los  huracanes  más  terribles  que  hayan  caído  jamás  del  cielo.  Y,  sin  embargo,
durante toda la mañana, y hasta bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del
sudoeste, mientras brillaba el sol, y los más avezados marinos no hubieran podido prever lo
que iba a pasar.
»Los tres —mis dos hermanos y yo— cruzamos hacia las islas a las dos de la tarde y no
tardamos en llenar el queche con una excelente pesca que, como pudimos observar, era más
abundante ese día que en ninguna ocasión anterior. A las siete —por mi reloj— levamos
anclas y zarpamos, a fin de atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que
según sabíamos iba a producirse a las ocho.
»Partimos con una buena brisa de estribor y al principio navegamos velozmente y sin
pensar en el peligro, pues no teníamos el menor motivo para sospechar que existiera. Pero,
de pronto, sentimos que se nos oponía un viento procedente de Helseggen. Esto era muy
insólito;  jamás  nos  había  ocurrido  antes,  y  yo  empecé  a  sentirme  intranquilo,  sin  saber
exactamente por qué. Enfilamos la barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban
avanzar,  e  iba  a  proponer  que  volviéramos  al  punto  donde  habíamos  estado  anclados
cuando, al mirar hacia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto por una extraña
nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa rapidez. »Entretanto,  la  brisa  que  nos  había  impulsado  acababa  de  amainar  por  completo  y
estábamos en una calma total, derivando hacia todos los rumbos. Pero esto no duró bastante
como  para  darnos  tiempo  a  reflexionar.  En  menos  de  un  minuto  nos  cayó  encima  la
tormenta,  y  en  menos  de  dos  el  cielo  quedó  cubierto  por  completo;  con  esto,  y  con  la
espuma de las olas que nos envolvía, todo se puso tan oscuro que no podíamos vernos unos
a otros en la cubierta.
»Sería una locura tratar de describir el huracán que siguió. Los más viejos marinos de
Noruega jamás conocieron nada parecido. Habíamos soltado todo el trapo antes de que el
viento nos alcanzara; pero, a su primer embate, los dos mástiles volaron por la borda como
si los hubiesen aserrado..., y uno de los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se
había atado para mayor seguridad.
»Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma que jamás flotó en el agua.
El queche tenía un puente totalmente cerrado, con sólo una pequeña escotilla cerca de proa,
que acostumbrábamos cerrar y asegurar cuando íbamos a cruzar el Ström, por precaución
contra  el  mar  picado.  De  no  haber  sido  por  esta  circunstancia,  hubiéramos  zozobrado
instantáneamente,  pues  durante  un  momento  quedamos  sumergidos  por  completo.  Cómo
escapó  a  la  muerte  mi  hermano  mayor  no  puedo  decirlo,  pues  jamás  se  me  presentó  la
oportunidad de averiguarlo. Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré boca
abajo en el puente, con los pies contra la estrecha borda de proa y las manos aferrando una
armella  próxima  al  pie  del  palo  mayor.  El  instinto  me  indujo  a  obrar  así,  y  fue,
indudablemente,  lo  mejor  que  podía  haber  hecho;  la  verdad  es  que  estaba  demasiado
aturdido para pensar.
«Durante  algunos  momentos,  como  he  dicho,  quedamos  completamente  inundados,
mientras yo contenía la respiración y me aferraba a la armella. Cuando no pude resistir más,
me enderecé sobre las rodillas, sosteniéndome siempre con las manos, y pude así asomar la
cabeza. Pronto nuestra pequeña embarcación dio una sacudida, como hace un perro al salir
del agua, y con eso se libró en cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces estaba
tratando yo de sobreponerme al aturdimiento que me dominaba, recobrar los sentidos para
decidir  lo  que  tenía  que  hacer,  cuando  sentí  que  alguien  me  aferraba  del  brazo.  Era  mi
hermano mayor, y mi corazón saltó de júbilo, pues estaba seguro de que el mar lo había
arrebatado. Mas esa alegría no tardó en transformarse en horror, pues mi hermano acercó la
boca a mi oreja, mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!
»Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante. Me estremecí de la cabeza a
los pies, como si sufriera un violento ataque de calentura. Demasiado bien sabía lo que mi
hermano me estaba diciendo con esa simple palabra y lo que quería darme a entender: Con
el viento que nos arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el remolino del Ström... ¡y nada
podía salvarnos!
»Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo hacíamos siempre mucho más
arriba  del  remolino,  incluso  con  tiempo  bonancible,  y  debíamos  esperar  y  observar
cuidadosamente  el  momento  de  calma.  Pero  ahora  estábamos  navegando  directamente
hacia  el  vórtice,  envueltos  en  el  más  terrible  huracán.  “Probablemente  —pensé—
llegaremos  allí  en  un  momento  de  la  calma...  y  eso  nos  da  una  esperanza.”  Pero,  un
segundo después, me maldije por ser tan loco como para pensar en esperanza alguna. Sabía
muy bien que estábamos condenados y que lo estaríamos igual aunque nos halláramos en
un navío cien veces más grande.
»A  esta  altura  la  primera  furia  de  la  tempestad  se  había  agotado,  o  quizá  no  la
sentíamos  tanto  por  estar  corriendo  delante  de  ella.  Pero  el  mar,  que  el  viento  había mantenido aplacado y espumoso al comienzo, se alzaba ahora en gigantescas montañas. Un
extraño  cambio  se  había  producido  en  el  cielo.  Alrededor  de  nosotros,  y  en  todas
direcciones, seguía tan negro como la pez, pero en lo alto, casi encima de donde estábamos,
se  abrió  repentinamente  un  círculo  de  cielo  despejado  —tan  despejado  como  jamás  he
vuelto a ver—, brillantemente azul, y a través del cual resplandecía la luna llena con un
brillo que no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos rodeaba, con
la más grande claridad; pero... ¡Dios mío, qué escena nos mostraba!
»Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi hermano, pero, por razones que no
pude comprender, el estruendo había aumentado de manera tal que no alcancé a hacerle
entender  una  sola  palabra,  pese  a  que  gritaba  con  todas  mis  fuerzas  en  su  oreja.  Pronto
sacudió la cabeza, mortalmente pálido, y levantó un dedo como para decirme: “¡Escucha!”
»Al principio no me di cuenta de lo que quería significar, pero un horrible pensamiento
cruzó  por  mi  mente.  Extraje  mi  reloj  de  la  faltriquera.  Estaba  detenido.  Contemplé  el
cuadrante a la luz de la luna y me eché a llorar, mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se
había detenido a las siete! ¡Ya había pasado el momento de calma y el remolino del ström
estaba en plena furia!
»Cuando  un  barco  es  de  buena  construcción,  está  bien  equipado  y  no  lleva  mucha
carga, al correr con el viento durante una borrasca las olas dan la impresión de resbalar por
debajo del casco, lo cual siempre resulta extraño para un hombre de tierra firme; a eso se le
llama cabalgar en lenguaje marino.
»Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad sobre las olas; pero de pronto
una gigantesca masa de agua nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella... arriba... más
arriba... como si ascendiéramos al cielo. Jamás hubiera creído que una ola podía alcanzar
semejante altura. Y entonces empezamos a caer, con una carrera, un deslizamiento y una
zambullida  que  me  produjeron  náuseas  y  mareo,  como  si  estuviera  desplomándome  en
sueños  desde lo alto  de  una  montaña.  Pero en el momento en que alcanzamos la cresta,
pude  lanzar  una  ojeada  alrededor...  y  lo  que  vi  fue  más  que  suficiente.  En  un  instante
comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de
milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los días como el que está viendo
usted a un remolino en una charca. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que teníamos
que esperar, no hubiese reconocido en absoluto aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a
cerrar  involuntariamente  los  ojos  de  espanto.  Mis  párpados  se  apretaron  como  en  un
espasmo.
»Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos que las olas decrecían y
nos vimos envueltos por la espuma. La embarcación dio una brusca media vuelta a babor y
se precipitó en su nueva dirección como una centella. Al mismo tiempo, el rugido del agua
quedó  completamente  apagado  por  algo  así  como  un  estridente  alarido...  un  sonido  que
podría usted imaginar formado por miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo
tiempo la presión de sus calderas. Nos hallábamos ahora en el cinturón de la resaca que
rodea  siempre  el  remolino,  y  pensé  que  un  segundo  más  tarde  nos  precipitaríamos  al
abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de la asombrosa velocidad con la cual
nos movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua, sino de flotar como una
burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de estribor daba al remolino, y por babor
surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamos de salir, y que se alzaba como una
enorme pared oscilando entre nosotros y el horizonte.
»Puede  parecer  extraño,  pero  ahora,  cuando  estábamos  sumidos  en  las  fauces  del
abismo,  me  sentí  más  tranquilo  que  cuando  veníamos  acercándonos  a  él.  Decidido  a  no abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte del terror que al principio me
había privado de mis fuerzas. Creo que fue la desesperación lo que templó mis nervios.
»Tal  vez  piense  usted  que  me  jacto,  pero  lo  que  le  digo  es  la  verdad:  Empecé  a
reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme
por algo tan insignificante como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa
del poder de Dios. Creo que enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al
cabo de un momento se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el
deseo de explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y la
pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas de la costa
todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas fantasías en un hombre
colocado  en  semejante  situación,  y  con  frecuencia  he  pensado  que  la  rotación  del  barco
alrededor del vórtice pudo trastornarme un tanto la cabeza.
»Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue la cesación del viento, que
ya  no  podía  llegar  hasta  nosotros  en  el  lugar  donde  estábamos,  puesto  que,  como  usted
mismo ha visto, el cinturón de resaca está sensiblemente más bajo que el nivel general del
océano, al que veíamos descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si
nunca  le  ha  tocado  pasar  una  borrasca  en  plena  mar,  no  puede  hacerse  una  idea  de  la
confusión mental que produce la combinación del viento y la espuma de las olas. Ambos
ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de reflexión. Pero
ahora nos veíamos en gran medida libres de aquellas molestias... así como los criminales
condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas liberalidades que se les negaban antes
de que se pronunciara la sentencia.
»Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito. Corrimos y corrimos, una
hora quizá, volando más que flotando, y entrando cada vez más hacia el centro de la resaca,
lo que nos acercaba progresivamente a su horrible borde interior. Durante todo este tiempo
no había soltado la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a
un pequeño barril vacío, sólidamente atado bajo el compartimiento de la bovedilla, y que
era  la  única  cosa  a  bordo  que  la  borrasca  no  había  precipitado  al  mar.  Cuando  ya  nos
acercábamos al borde del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia la armella de la cual, en
la agonía de su terror, trató de desprender mis manos, ya que no era bastante grande para
proporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi
hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto
loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo para oponerme. Sabía que ya no
importaba quién de los dos se aferrara de la armella, de modo que se la cedí y pasé a popa,
donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo, porque el queche corría en círculo con
bastante estabilidad, sólo balanceándose bajo las inmensas oscilaciones y conmociones del
remolino.  Apenas  me  había  afirmado  en  mi  nueva  posición,  cuando  dimos  un  brusco
bandazo a estribor y nos precipitamos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una
plegaria a Dios y pensé que todo había terminado.
»Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso, instintivamente me aferré con más
fuerza  al  barril  y  cerré  los  ojos.  Durante  algunos  segundos  no  me  atreví  a  abrirlos,
esperando mi aniquilación inmediata y me maravillé de no estar sufriendo ya las agonías de
la lucha final con el agua. Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de
caída  había  cesado  y  el  movimiento  de  la  embarcación  se  parecía  al  de  antes,  cuando
estábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más inclinada. Junté coraje
y otra vez miré lo que me rodeaba.
»Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y admiración que sentí al contemplar aquella  escena.  El  queche  parecía  estar  colgando,  como  por  arte  de  magia,  a  mitad  de
camino en el interior de un embudo de vasta circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas
paredes, perfectamente lisas, hubieran podido creerse de ébano, a no ser por la asombrosa
velocidad con que giraban, y el lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna,
que,  en  el  centro  de  aquella  abertura  circular  entre  las  nubes  a  que  he  aludido  antes,  se
derramaban en un diluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras paredes y se perdían
en las remotas profundidades del abismo.
»Al principio me sentí demasiado confundido para poder observar nada con precisión.
Todo lo que alcanzaba era ese estallido general de espantosa grandeza. Pero, al recobrarme
un  tanto,  mis  ojos  miraron  instintivamente  hacia  abajo.  Tenía  una  vista  completa  en  esa
dirección dada la forma en que el queche colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su
quilla  estaba  perfectamente  nivelada,  vale  decir  que  el  puente  se  hallaba  en  un  plano
paralelo al del agua, pero esta última se tendía formando un ángulo de más de cuarenta y
cinco  grados,  de  modo  que  parecía  como  si  estuviésemos  ladeados.  No  pude  dejar  de
observar,  sin  embargo,  que,  a  pesar  de  esta  situación,  no  me  era  mucho  más  difícil
mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel; presumo que se
debía a la velocidad con que girábamos.
»Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo mismo del profundo abismo,
pero aun así no pude ver nada con suficiente claridad a causa de la espesa niebla que lo
envolvía  todo  y  sobre  la  cual  se  cernía  un  magnífico  arco  iris  semejante  al  angosto  y
bamboleante  puente  que,  según  los  musulmanes,  es  el  solo  paso  entre  el  Tiempo  y  la
Eternidad.  Aquella  niebla,  o  rocío,  se  producía  sin  duda  por  el  choque  de  las  enormes
paredes  del  embudo  cuando  se  encontraba  en  el  fondo;  pero  no  trataré  de  describir  el
aullido que brotaba del abismo para subir hasta el cielo.
»Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del cinturón de espumas de la parte
superior,  nos  había  hecho  descender  a  gran  distancia  por  la  pendiente;  sin  embargo,  la
continuación del descenso no guardaba relación con el anterior. Una y otra vez dimos la
vuelta, no con un movimiento uniforme sino entre vertiginosos balanceos y sacudidas, que
nos  lanzaban  a  veces  a  unos  cuantos  centenares  de  yardas,  mientras  otras  nos  hacían
completar casi el circuito del remolino. A cada vuelta, y aunque lento, nuestro descenso
resultaba perceptible.
»Mirando  en  torno  la  inmensa  extensión  de  ébano  líquido  sobre  la  cual  éramos  así
llevados, advertí que nuestra embarcación no era el único objeto comprendido en el abrazo
del  remolino.  Tanto  por  encima  como  por  debajo  de  nosotros  se  veían  fragmentos  de
embarcaciones, grandes pedazos de maderamen de construcción y troncos de árboles, así
como otras cosas más pequeñas, tales como muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He
aludido ya a la curiosidad anormal que había reemplazado en mí el terror del comienzo. A
medida que me iba acercando a mi horrible destino parecía como si esa curiosidad fuera en
aumento. Comencé a observar con extraño interés los numerosos objetos que flotaban cerca
de  nosotros.  Debo  de  haber  estado  bajo  los  efectos  del  delirio,  porque  hasta  busqué
diversión  en  el  hecho  de  calcular  sus  respectivas  velocidades  en  el  descenso  hacia  la
espuma del fondo. “Ese abeto —me oí decir en un momento dado— será el que ahora se
precipite hacia abajo y desaparezca”; y un momento después me quedé decepcionado al ver
que  los  restos  de  un  navío  mercante  holandés  se  le  adelantaban  y  caían  antes.  Al  final,
después  de  haber  hecho  numerosas  conjeturas  de  esta  naturaleza,  y  haber  errado  todas,
ocurrió  que  el  hecho  mismo  de  equivocarme  invariablemente  me  indujo  a  una  nueva
reflexión, y entonces me eché a temblar como antes, y una vez más latió pesadamente mi corazón.
»No  era  el  espanto  el  que  así  me  afectaba,  sino  el  nacimiento  de  una  nueva  y
emocionante esperanza. Surgía en parte de la memoria y, en parte, de las observaciones que
acababa de hacer. Recordé la gran cantidad de restos flotantes que aparecían en la costa de
Lofoden  y  que  habían  sido  tragados  y  devueltos  luego  por  el  Moskoe-ström.  La  gran
mayoría de estos restos aparecía destrozada de la manera más extraordinaria; estaban como
frotados, desgarrados, al punto que daban la impresión de un montón de astillas y esquirlas.
Pero  al  mismo  tiempo  recordé  que  algunos  de  esos  objetos  no  estaban  desfigurados  en
absoluto. Me era imposible explicar la razón de esa diferencia, salvo que supusiera que los
objetos destrozados eran los que habían sido completamente absorbidos, mientras que los
otros habían penetrado en el remolino en un período más adelantado de la marea, o bien,
por alguna razón, habían descendido tan lentamente luego de ser absorbidos, que no habían
alcanzado a tocar el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o del reflujo, según fuera el
momento. Me pareció posible, en ambos casos, que dichos restos hubieran sido devueltos
otra vez al nivel del océano, sin correr el destino de los que habían penetrado antes en el
remolino o habían sido tragados más rápidamente.
»Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La primera fue que, por regla
general, los objetos de mayor tamaño descendían más rápidamente. La segunda, que entre
dos masas de igual tamaño, una esférica y otra de cualquier forma, la mayor velocidad de
descenso correspondía a la esfera. La tercera, que entre dos masas de igual tamaño, una de
ellas cilíndrica y la otra de cualquier forma, la primera era absorbida con mayor lentitud.
Desde que escapé de mi destino he podido hablar muchas veces sobre estos temas con un
viejo  preceptor  del  distrito,  y  gracias  a  él  conozco  el  uso  de  las  palabras  “cilindro”  y
“esfera”. Me explicó —aunque me he olvidado de la explicación— que lo que yo había
observado entonces era la consecuencia natural de las formas de los objetos flotantes, y me
mostró cómo un cilindro, flotando en un remolino, ofrecía mayor resistencia a su succión y
era  arrastrado  con  mucha  mayor  dificultad que cualquier otro objeto  del  mismo  tamaño,
cualquiera fuese su forma 4 .
»Había además un detalle sorprendente, que contribuía en gran medida a reformar estas
observaciones y me llenaba de deseos de verificarlas: a cada revolución de nuestra barca
sobrepasábamos  algún  objeto,  como  ser  un  barril,  una  verga  o  un  mástil.  Ahora  bien,
muchos  de  aquellos  restos,  que  al  abrir  yo  por  primera  vez  los  ojos  para  contemplar  la
maravilla del remolino, se encontraban a nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y
daban la impresión de haberse movido muy poco de su posición inicial.
»No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví asegurarme fuertemente al barril del
cual me tenía, soltarlo de la bovedilla y precipitarme con él al agua. Llamé la atención de
mi  hermano  mediante  signos,  mostrándole  los  barriles  flotantes  que  pasaban  cerca  de
nosotros, e hice todo lo que estaba en mi poder para que comprendiera lo que me disponía a
hacer. Me pareció que al fin entendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la cabeza
con  desesperación,  negándose  a  abandonar  su  asidero  en  la  armella.  Me  era  imposible
llegar  hasta  él  y  la  situación  no  admitía  pérdida  de  tiempo.  Así  fue  como,  lleno  de
amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril mediante las cuerdas que lo habían
sujetado a la bovedilla y me lancé con él al mar sin un segundo de vacilación.
»El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que yo mismo le estoy haciendo
                                                         
4  Ver Arquímedes, De Incidentibus in Fluido, lib. 2.

este relato, por lo cual ya sabe usted que escapé sano y salvo, y además está enterado de
cómo me las arreglé para escapar, abreviaré el fin de la historia. Habría transcurrido una
hora o cosa así desde que hiciera abandono del queche, cuando lo vi, a gran profundidad,
girar terriblemente tres o cuatro veces en rápida sucesión y precipitarse en línea recta en el
caos de espuma del abismo, llevándose consigo a mi querido hermano. El barril al cual me
había  atado  descendió  apenas  algo  más  de  la  mitad  de  la  distancia  entre  el  fondo  del
remolino y el lugar desde donde me había tirado al agua, y entonces empezó a producirse
un gran cambio en el aspecto del vórtice. La pendiente de los lados del enorme embudo se
fue  haciendo  menos  y  menos  escarpada.  Las  revoluciones  del  vórtice  disminuyeron
gradualmente  su  violencia.  Poco  a  poco  fue  desapareciendo  la  espuma  y  el  arco  iris,  y
pareció  como  si  el  fondo  del  abismo  empezara  a  levantarse  suavemente.  El  cielo  estaba
despejado, no había viento y la luna llena resplandecía en el oeste, cuando me encontré en
la superficie del océano, a plena vista de las costas de Lofoden y en el lugar donde había
estado el remolino de Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el mar se encrespaba
todavía en gigantescas olas por efectos del huracán. Fui impulsado violentamente al canal
del Ström, y pocos minutos más tarde llegaba a la costa, en la zona de los pescadores. Un
bote me recogió, exhausto de fatiga, y, ahora que el peligro había pasado, incapaz de hablar
a causa del recuerdo de aquellos horrores. Quienes me subieron a bordo eran mis viejos
camaradas y compañeros cotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese un viajero
que retornaba del mundo de los espíritus. Mi cabello, negro como ala de cuervo la víspera,
estaba tan blanco como lo ve usted ahora. También se dice que la expresión de mi rostro ha
cambiado. Les conté mi historia... y no me creyeron. Se la cuento ahora a usted, sin mayor
esperanza  de  que  le  dé  más  crédito  del  que  le  concedieron  los  alegres  pescadores  de
Lofoden.»

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Silencio

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