sábado, 15 de julio de 2017

Metzengerstein


Pestis eram vivus-moriens tua mors ero.
(MARTÍN LUTERO)

El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces,
atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo
existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la
metempsicosis.  Nada  diré  de  las  doctrinas  mismas,  de  su  falsedad  o  su  probabilidad.
Afirmo,  sin  embargo,  que  mucha  de  nuestra  incredulidad  (como  lo  dice  La  Bruyère  de
nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir être seuls 6 .
Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo.
Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma
—afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)— ne demeure qu’une
seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme même, n’est que
la ressemblance peu tangible de ces animaux.
Las  familias  de  Berlifitzing  y  Metzengerstein  hallábanse  enemistadas  desde  hacía
siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen de
aquel  odio  parecía  residir  en  las  palabras  de  una  antigua  profecía:  «Un  augusto  nombre
sufrirá  una  terrible  caída  cuando,  como  el  jinete  en  su  caballo,  la  mortalidad  de
Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing.»
Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido
—y  no  hace  mucho—  consecuencias  memorables.  Además,  los  dominios  de  las  casas
rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del
Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de
Berlifitzing  podían  contemplar  desde  sus  encumbrados  contrafuertes,  las  ventanas  del
palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy
poco  a  mitigar  los  irritables  sentimientos  de  los  Berlifitzing,  menos  antiguos  y  menos
acaudalados.  ¿Cómo  maravillarse  entonces  de  que  las  tontas  palabras  de  una  profecía
lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos familias ya predispuestas
a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario? La profecía parecía entrañar
—si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa más poderosa, y los más débiles y
menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento.
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de
nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva
cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado
hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad
                                                          
6  En  L’an  deux  mille  quatre  cents  quarante,  Mercier  defiende  seriamente  la  doctrina  de  la  metempsicosis,  y  J. d'Israeli  afirma  que  «no  hay  ningún  sistema  tan  sencillo  y  que  repugne  menos  a  la  inteligencia».   
Se  dice asimismo  que  el  coronel  Ethan  Allen,  «el  muchacho  de  las  Montañas  Verdes»,  era  asimismo  un  firme mental le impedían dedicarse diariamente.
Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio, a la mayoría de edad.
Su  padre,  el  ministro  G...,  había  muerto  joven,  y  su  madre,  lady  Mary,  lo  siguió  muy
pronto.  En  aquellos  días,  Frederick  tenía  dieciocho  años.  No  es  ésta  mucha  edad  en  las
ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo
principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.
Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el
joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas
veces  se  había  visto  a  un  noble  húngaro  dueño  de  semejantes  bienes.  Sus  castillos  eran
incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea
limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal
comprendía un circuito de cincuenta millas.
En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia
permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días,
el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excedió las esperanzas de
sus  más  entusiastas  admiradores.  Vergonzosas  orgías,  flagrantes  traiciones,  atrocidades
inauditas,  hicieron  comprender  rápidamente  a  sus  temblorosos  vasallos  que  ninguna
sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían
en  adelante  garantía  alguna  contra  las  garras  despiadadas  de  aquel  pequeño  Calígula.
Durante  la  noche  del  cuarto  día  estalló  un  incendio  en  las  caballerizas  del  castillo  de
Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrorosa lista
de los delitos y enormidades del barón.
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase
aparentemente  sumergido  en  la  meditación  en  un  vasto  y  desolado  aposento  del  palacio
solariego  de  Metzengerstein.  Las  ricas  aunque  desvaídas  colgaduras  que  cubrían
lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres
antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente
sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de un rey temporal,
o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las
atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de Metzengerstein, montados en robustos
corceles  de  guerra,  que  pisoteaban  al  enemigo  caído,  hacían  sobresaltar  al  más  sereno
contemplador con su expresión vigorosa; y otra vez aquí, las figuras voluptuosas, como de
cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal, al compás de
una imaginaria melodía.
Pero  mientras  el  barón  escuchaba  o  fingía  escuchar  el  creciente  tumulto  en  las
caballerizas  de  Berlifitzing  —y  quizá  meditaba  algún  nuevo  acto,  aún  más  audaz—,  sus
ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color
que  no  era  natural,  y  que  aparecía  en  las  tapicerías  como  perteneciente  a  un  sarraceno,
antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil
y  estatuario,  mientras  aún  más  lejos  su  derribado  jinete  perecía  bajo  el  puñal  de  un
Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus
ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de
allí.  Antes  bien,  una  ansiedad  inexplicable  pareció  caer  como  un  velo  fúnebre  sobre  sus
sentidos.  Le  resultaba  difícil  conciliar  sus  soñolientas  e  incoherentes  sensaciones  con  la
certidumbre  de  estar  despierto.  Cuanto  más  miraba,  más  absorbente  se  hacía  aquel
encantamiento  y  más  imposible  parecía  que  alguna  vez  pudiera  alejar  sus  ojos  de  la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más violento,
logró,  por  fin,  concentrar  penosamente  su  atención  en  los  rojizos  resplandores  que  las
incendiadas caballerizas proyectaban sobre las ventanas del aposento.
Con  todo,  su  nueva  actitud  no  duró  mucho  y  sus  ojos  volvieron  a  posarse
mecánicamente  en  el  muro.  Para  su  indescriptible  horror  y  asombro,  la  cabeza  del
gigantesco  corcel  parecía  haber  cambiado,  entretanto,  de  posición.  El  cuello  del  animal,
antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su
amo,  tendíase  ahora  en  dirección  al  barón.  Los  ojos,  antes  invisibles,  mostraban  una
expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de fuego; y
los  abiertos  belfos  de  aquel  caballo,  aparentemente  enfurecido,  dejaban  a  la  vista  sus
sepulcrales y repugnantes dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En
el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó claramente
su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al percibir que aquella
sombra  (mientras  él  permanecía  titubeando  en  el  umbral)  asumía  la  exacta  posición  y
llenaba completamente el contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing.
Para  calmar  la  depresión  de  su  espíritu,  el  barón  corrió  al  aire  libre.  En  la  puerta
principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas,
los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de
fuego.
—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? —demandó el joven, con voz
tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era la
réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando.
—Es vuestro, sire —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que
nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de las
caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos
extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron haber visto
nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las
llamas.
—Las  letras  W.  V.  B.  están  claramente  marcadas  en  su  frente  —interrumpió  otro
escudero—. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing,
pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.
—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al
parecer,  del  sentido  de  sus  palabras—.  En  efecto,  es  un  caballo  notable,  un  caballo
prodigioso... aunque, como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues bien,
dejádmelo  —agregó,  luego  de  una  pausa—.  Quizá  un  jinete  como  Frederick  de
Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing.
—Os  engañáis,  señor;  este  caballo,  como  creo  haberos  dicho,  no  proviene  de  las
caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber
para traerlo a presencia de alguien de vuestra familia.
—¡Cierto! —observó secamente el barón.
En  ese  mismo  instante,  uno  de  los  pajes  de  su  antecámara  vino  corriendo  desde  el
palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la repentina
desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y agregó numerosos
detalles  tan  precisos  como  completos.  Como  hablaba  en  voz  muy  baja,  la  excitada
curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha.
Mientras  duró  el  relato  del  paje,  el  joven  Frederick  pareció  agitado  por  encontradas emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro
una  expresión  de  resuelta  malignidad,  dio  perentorias  órdenes  para  que  el  aposento  en
cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.
—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?      —
dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirando los
botes  y  las  arremetidas  del  enorme  caballo  que  acababa  de  adoptar  como  suyo,  y  que
redoblaba  su  furia  mientras  lo  llevaban  por  la  larga  avenida  que  unía  el  palacio  con  las
caballerizas de los Metzengerstein.
—¡No! —exclamó el  barón,  volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—.
¿Muerto, dices?
—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no será
una noticia desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.
—¿Cómo murió?
—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.
—¡Re...al...mente!  —exclamó  el  barón,  pronunciando  cada  sílaba  como  si  una
apasionante idea se apoderara en ese momento de él.
—¡Realmente! —repitió el vasallo.
—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.
Desde  aquel  día,  una  notable  alteración  se  manifestó  en  la  conducta  exterior  del
disoluto  barón  Frederick  de  Metzengerstein.  Su  comportamiento  decepcionó  todas  las
expectativas, y se mostró  en  completo  desacuerdo con las esperanzas de muchas damas,
madres  de  hijas  casaderas;  al  mismo  tiempo,  sus  hábitos  y  manera  de  ser  siguieron
diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía fuera
de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin un solo
amigo  —a  menos  que  aquel  extraño,  impetuoso  corcel  de  ígneo  color,  que  montaba
continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo.
Durante  largo  tiempo,  empero,  llegaron  a  palacio  las  invitaciones  de  los  nobles
vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá el
barón a cazar con nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre:
«Metzengerstein no irá a la caza», o «Metzengerstein no concurrirá».
Aquellos  repetidos  insultos  no  podían  ser  tolerados  por  una  aristocracia  igualmente
altiva.  Las  invitaciones  se  hicieron  menos  cordiales  y  frecuentes,  hasta  que  cesaron  por
completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza
de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que
desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto
que  prefería  la  compañía  de  un  caballo».  Aquellas  palabras  eran  sólo  el  estallido  de  un
rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que tienen nuestras frases
cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los  más  caritativos,  sin  embargo,  atribuían  aquel  cambio  en  la  conducta  del  joven
noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir
que  echaban  al  olvido  su  odiosa  y  desatada  conducta  en  el  breve  período  inmediato  a
aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto excesivamente
altanero de la dignidad. Otros —entre los cuales cabe mencionar al médico de la familia—
no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud hereditaria;  mientras la
multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más equívoca.
Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente adquisición —afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus feroces y
demoniacas tendencias— terminó por parecer tan odioso como anormal a ojos de todos los
hombres  de  buen  sentido.  Bajo  el  resplandor  del  mediodía,  en  la  oscuridad  nocturna,
enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía
clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con
su propia manera de ser.
Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos, conferían
un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del caballo.
Habíase  medido  cuidadosamente  la  longitud  de  alguno  de  sus  saltos,  que  excedían  de
manera  asombrosa  las  más  descabelladas  conjeturas.  El  barón  no  había  dado  ningún
nombre  a  su  caballo,  a  pesar  de  que  todos  los  otros  de  su  propiedad  los  tenían.  Su
caballeriza,  además,  fue  instalada  lejos  de  las otras,  y  sólo  su  amo  osaba  penetrar  allí  y
acercarse  al  animal  para  darle  de  comer  y  ocuparse  de  su  cuidado.  Era  asimismo  de
observar  que,  aunque  los  tres  escuderos  que  se  habían  apoderado  del  caballo  cuando
escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de una
cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha, o
en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los
casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un caballo lleno de bríos no tienen
por qué provocar una atención fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la
fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones la
boquiabierta multitud que contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante el
profundo e impresionante significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones
en  que  aun  el  joven  Metzengerstein  palidecía  y  se  echaba  atrás,  evitando  la  viva,  la
interrogante mirada de aquellos ojos que parecían humanos.
Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso y extraordinario efecto
que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a
menos  que  mencionemos  a  un  insignificante  pajecillo  contrahecho,  que  interponía  su
fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje
(si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en
la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como inexplicable, y que al volver de
sus  largas  y  habituales  cabalgatas,  cada  rasgo  de  su  rostro  aparecía  deformado  por  una
expresión de triunfante malignidad.
Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un
maniaco  de  su  aposento  y,  montando  a  caballo  con  extraordinaria  prisa,  se  lanzó  a  las
profundidades  de  la  floresta.  Una  conducta  tan  habitual  en  él  no  llamó  especialmente  la
atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después
de  algunas  horas  de  ausencia,  las  murallas  del  magnífico  y  suntuoso  palacio  de  los
Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la
furia ingobernable de un incendio.
Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan terrible
era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la
muchedumbre  se  concentró  cerca  del  mismo,  envuelta  en  silencioso  y  patético  asombro.
Pero  pronto  un  nuevo  y  espantoso  suceso  reclamó  el  interés  de  la  multitud,  probando
cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación del sufrimiento humano,
que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionar la materia inanimada.
Por  la  larga  avenida  de  antiguos  robles  que  llegaba  desde  la  floresta  a  la  entrada
principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas
revueltas.
Veíase  claramente  que  aquella  carrera  no  dependía  de  la  voluntad  del  caballero.  La
agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban pruebas
de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus
lacerados  labios,  que  se  había  mordido  una  y  otra  vez  en  la  intensidad  de  su  terror.
Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir
de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un solo salto que le hizo
franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del palacio llevando siempre
a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico fuego.
La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda
calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena
atmósfera  brillaba  un  resplandor  sobrenatural  que  llegaba  hasta  muy  lejos;  entonces  una
nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando distintamente la colosal
figura de... un caballo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Silencio

-Cuento corto/Fábula Ευδουσιν δ’ όρκων κορυφαˆ τε καˆ φαράγες  Πρώονες τε καˆ χαράδραι (Las crestas montañosas duermen; los valles, l...