domingo, 16 de julio de 2017

Eleonora

Sub conservatione formæ specifícæ salva anima. 
 (RAIMUNDO LULIO) 


Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones.
Los hombres me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura
es  o  no  la  forma  más  elevada  de  la  inteligencia,  si  mucho  de  lo  glorioso,  si  todo  lo
profundo, no surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo exaltados a
expensas  del  intelecto  general.  Aquellos  que  sueñan  de  día  conocen  muchas  cosas  que
escapan  a  los  que  sueñan  sólo  de  noche.  En  sus  grises  visiones  obtienen  atisbos  de
eternidad  y  se  estremecen,  al  despertar,  descubriendo  que  han  estado  al  borde  del  gran
secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría propia y mucho más del
mero  conocimiento  propio  del  mal.  Penetran,  aunque  sin  timón  ni  brújula,  en  el  vasto
océano de la «luz inefable», y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio, «agressi
sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi».
Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que hay dos estados distintos en
mi existencia mental: el estado de razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece a la
memoria de los sucesos de la primera época de mi vida, y un estado de sombra y duda, que
pertenece al presente y a los recuerdos que constituyen la segunda era de mi existencia. Por
eso, creed lo que contaré del primer período, y, a lo que pueda relatar del último, conceded
tan sólo el crédito que merezca; o dudad resueltamente, y, si no podéis dudar, haced lo que
Edipo ante el enigma.
La  amada  de  mi  juventud,  de  quien  recibo  ahora,  con  calma,  claramente,  estos
recuerdos,  era  la  única  hija  de  la  hermana  de  mi  madre,  que  había  muerto  hacía  largo
tiempo.  Mi  prima  se  llamaba  Eleonora.  Siempre  habíamos  vivido  juntos,  bajo  un  sol
tropical, en el Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás sin guía a aquel valle, pues
quedaba muy apartado entre una cadena de gigantescas colinas que lo rodeaban con sus
promontorios,  impidiendo  que  entrara  la  luz  en  sus  más  bellos  escondrijos.  No  había
sendero hollado en su vecindad, y para llegar a nuestra feliz morada era preciso apartar con
fuerza el follaje de miles de árboles forestales y pisotear el esplendor de millones de flores
fragantes. Así era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo fuera del valle, yo, mi
prima y su madre.
Desde  las  confusas  regiones  más  allá  de  las  montañas,  en  el  extremo  más  alto  de
nuestro circundado dominio, se deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada más
brillante, salvo los ojos de Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera, pasaba, al
fin, a través de una sombría garganta, entre colinas aún más oscuras que aquellas de donde
saliera.  Lo  llamábamos  el  «Río  de  Silencio»,  porque  parecía  haber  una  influencia
enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún murmullo de su lecho y se deslizaba tan
suavemente que los aljofarados guijarros que nos encantaba contemplar en lo hondo de su
seno no se movían, en quieto contentamiento, cada uno en su antigua posición, brillando
gloriosamente para siempre.
Las márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por caminos  sinuosos  hasta  su  cauce,  así  como  los  espacios  que  se  extendían  desde  las
márgenes  descendiendo  a  las  profundidades  de  las  corrientes  hasta  tocar  el  lecho  de
guijarros en el fondo, esos lugares, no menos que la superficie entera del valle, desde el río
hasta las montañas que lo circundaban, estaban todos alfombrados por una hierba suave y
verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de vainilla, pero tan salpicada de
amarillos ranúnculos, margaritas blancas, purpúreas violetas y asfódelos rojo rubí, que su
excesiva  belleza  hablaba  a  nuestros  corazones,  con  altas  voces,  del  amor  y  la  gloria  de
Dios.
Y  aquí  y  allá,  en  bosquecillos  entre  la  hierba,  como  selvas  de  sueño,  brotaban
fantásticos  árboles  cuyos  altos  y  esbeltos  troncos  no  eran  rectos,  mas  se  inclinaban
graciosamente hacia la luz que asomaba a mediodía en el centro del valle. Las manchas de
sus cortezas alternaban el vívido esplendor del ébano y la plata, y no había nada más suave,
salvo las mejillas de Eleonora; de modo que, de no ser por el verde vivo de las enormes
hojas  que  se  derramaban  desde  sus  cimas  en  largas  líneas  trémulas,  retozando  con  los
céfiros, podría habérselos creído gigantescas serpientes de Siria rindiendo homenaje a su
soberano, el Sol.
Tomados de la mano, durante quince años, erramos Eleonora y yo por ese valle antes
de que el amor entrara en nuestros corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el tercer lustro
de su vida y el cuarto de la mía, abrazados junto a los árboles serpentinos, mirando nuestras
imágenes en las aguas del Río de Silencio. No dijimos una palabra durante el resto de aquel
dulce  día,  y  aun  al  siguiente  nuestras  palabras  fueron  temblorosas,  escasas.  Habíamos
arrancado al dios Eros de aquellas ondas y ahora sentíamos que había encendido dentro de
nosotros las ígneas almas de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos habían
distinguido a nuestra raza llegaron en tropel con las fantasías por las cuales también era
famosa, y juntos respiramos una dicha delirante en el Valle de la Hierba Irisada. Un cambio
sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas brotaron en los árboles
donde nunca se vieran flores. Los matices de la alfombra verde se ahondaron, y mientras
una  por  una  desaparecían  las  blancas  margaritas,  brotaban,  en  su  lugar,  de  a  diez,  los
asfódelos  rojo  rubí.  Y  la  vida  surgía  en  nuestros  senderos,  pues  altos  flamencos  hasta
entonces nunca vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje
escarlata ante nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río, de cuyo seno brotaba, poco
a poco, un murmullo que culminó al fin en una arrulladora melodía más divina que la del
arpa eólica, y no había nada más dulce, salvo la voz de Eleonora. Y una nube voluminosa
que  habíamos  observado  largo  tiempo  en  las  regiones  del  Héspero  flotaba  en  su
magnificencia de oro y carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada vez más,
día a día, hasta que sus bordes descansaron en las cimas de las montañas, convirtiendo toda
su oscuridad en esplendor y encerrándonos como para siempre en una mágica casa-prisión
de grandeza y de gloria.
La belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una doncella natural e inocente,
como  la  breve  vida  que  había  llevado  entre  las  flores.  Ningún  artificio  disimulaba  el
fervoroso  amor  que  animaba  su  corazón,  y  examinaba  conmigo  los  escondrijos  más
recónditos mientras caminábamos juntos por el Valle de la Hierba Irisada y discurríamos
sobre los grandes cambios que se habían producido en los últimos tiempos.
Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último y triste camino que debe
sufrir  el  hombre,  en  adelante  se  demoró  Eleonora  en  este  único  tema  doloroso,
vinculándolo  con  todas  nuestras  conversaciones,  así  como  en  los  cantos  del  bardo  de
Schiraz las mismas imágenes se encuentran una y otra vez en cada grandiosa variación de la frase.
Vio el dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que, como la efímera, había sido
creada perfecta en su hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de tumba se
reducían a una consideración que me reveló una tarde, a la hora del crepúsculo, a orillas del
Río de Silencio. Le dolía pensar que, una vez sepulta en el Valle de la Hierba Irisada, yo
abandonaría  para  siempre  aquellos  felices  lugares,  transfiriendo  el  amor  entonces  tan
apasionadamente suyo a otra doncella del mundo exterior y cotidiano. Y entonces, allí, me
arrojé precipitadamente a los pies de Eleonora y juré, ante ella y ante el cielo, que nunca me
uniría  en  matrimonio  con  ninguna  hija  de  la  Tierra,  que  en  modo  alguno  me  mostraría
desleal a su querida memoria, o a la memoria del abnegado cariño cuya bendición había yo
recibido. Y apelé al poderoso amo del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de
mi juramento. Y la maldición de Él o de ella, santa en el Elíseo, que invoqué si traicionaba
aquella promesa, implicaba un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo. Y los brillantes
ojos  de  Eleonora  brillaron  aún  más  al  oír  mis  palabras,  y  suspiró  como  si  le  hubieran
quitado  del  pecho  una  carga  mortal,  y  tembló  y  lloró  amargamente,  pero  aceptó  el
juramento (pues, ¿qué era sino una niña?) y el juramento la alivió en su lecho de muerte. Y
me dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho
para confortación de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si le era
permitido, volvería en forma visible durante la vigilia nocturna; pero, si ello estaba fuera
del  poder  de  las  almas  en  el  Paraíso,  por  lo  menos  me  daría  frecuentes  indicios  de  su
presencia,  suspirando  sobre  mí  en  los  vientos  vesperales,  o  colmando  el  aire  que  yo
respirara con el perfume de los incensarios angélicos. Y con estas palabras en sus labios
sucumbió su inocente vida, poniendo fin a la primera época de la mía.
Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la barrera que en la senda del
Tiempo  formó  la  muerte  de  mi  amada  y  comienzo  con la segunda  era  de  mi  existencia,
siento que una sombra se espesa en mi cerebro y duda de la perfecta cordura de mi relato.
Mas dejadme seguir. Los años se arrastraban lentos y yo continuaba viviendo en el Valle de
la Hierba Irisada; pero un segundo cambio había sobrevenido en todas las cosas. Las flores
estrelladas desaparecieron de los troncos de los árboles y no brotaron más. Los matices de
la alfombra verde se desvanecieron, y uno por uno fueron marchitándose los asfódelos rojo
rubí, y en lugar de ellos brotaron de a diez oscuras violetas como ojos, que se retorcían
desasosegadas y estaban siempre llenas de rocío. Y la Vida se retiraba de nuestros senderos,
pues  el  alto  flamenco  ya  no  desplegaba  su  plumaje  escarlata  ante  nosotros,  mas  voló
tristemente del valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes que habían llegado
en su compañía. Y los peces de oro y plata nadaron a través de la garganta hasta el confín
más hondo de su dominio y nunca más adornaron el dulce río. Y la arrulladora melodía,
más suave que el arpa eólica y más divina que todo, salvo la voz de Eleonora, fue muriendo
poco a poco, en murmullos cada vez más sordos, hasta que la corriente tornó, al fin, a toda
la  solemnidad  de  su  silencio  originario.  Y  por  último,  la  voluminosa  nube  se  levantó  y,
abandonando los picos de las montañas a la antigua oscuridad, retornó a las regiones del
Héspero y se llevó sus múltiples resplandores dorados y magníficos del Valle de la Hierba
Irisada.
Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues escuché el balanceo de los
incensarios angélicos, y las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en el valle, y en
las  horas  solitarias,  cuando  mi  corazón  latía  pesadamente,  los  vientos  que  bañaban  mi
frente me llegaban cargados de suaves suspiros, y murmullos confusos llenaban a menudo
el aire nocturno, y una vez —¡ah, pero sólo una vez!— me despertó de un sueño, como el sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales sobre los míos.
Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón. Ansiaba el amor que antes lo
colmara  hasta  derramarse.  Al  fin  el  valle  me  dolía  por  los  recuerdos  de  Eleonora,  y  lo
abandoné para siempre en busca de las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo.
Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas podían haber servido para
borrar del recuerdo los dulces sueños que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada. El
fasto y la pompa de una corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la radiante belleza
de la mujer extraviaron e intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces, mi alma fue fiel a su
juramento,  y  las  indicaciones  de  la  presencia  de  Eleonora  todavía  me  llegaban  en  las
silenciosas  horas  de  la  noche.  De  pronto,  cesaron  estas  manifestaciones  y  el  mundo  se
oscureció  ante  mis  ojos  y  quedé  aterrado  ante  los  abrasadores  pensamientos  que  me
poseyeron,  ante  las  terribles  tentaciones  que  me  acosaron,  pues  llegó  de  alguna  lejana,
lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del rey a quien yo servía, una doncella ante
cuya  belleza mi corazón  desleal  se  doblegó en seguida, a cuyos pies me incliné sin una
lucha, con la más ardiente, con la más abyecta adoración amorosa. ¿Qué era, en verdad, mi
pasión por la jovencita del valle, en comparación con el ardor y el delirio y el arrebatado
éxtasis  de  adoración  con  que  vertía  toda  mi  alma  en  lágrimas  a  los  pies  de  la  etérea
Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín, Ermengarda! Y sabiéndolo, no me quedaba lugar para
ninguna otra. ¡Ah, divino ángel, Ermengarda! Y al mirar en las profundidades de sus ojos,
donde moraba el recuerdo, sólo pensé en ellos, y en ella.
Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su amargura no me visitó. Y una
vez, pero sólo una vez en el silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los suaves
suspiros que me habían abandonado, y adoptaron la voz dulce, familiar, para decir:
«¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo tu apasionado
corazón a Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de tus juramentos
a Eleonora.»

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