sábado, 5 de agosto de 2017

La CONVERSACIÓN DE EIROS Y CHARMION


Te traeré el fuego. 
 (EURÍPIDES, Andrómaca)

Eiros.—¿Por qué me llamas Eiros?
Charmion.—Así te llamarás desde ahora y para siempre. A tu vez, debes olvidar mi
nombre terreno y llamarme Charmion.
Eiros.—¡Esto no es un sueño!
Charmion.—Ya  no  hay  sueños  entre  nosotros;  pero  dejemos  para  después  estos
misterios. Me alegro de verte dueño de tu razón, y tal como si estuvieras vivo. El velo de la
sombra se ha apartado ya de tus ojos. Ten ánimo y nada temas. Los días de sopor que te
estaban asignados se han cumplido, y mañana te introduciré yo mismo en las alegrías y las
maravillas de tu nueva existencia.
Eiros.—Es verdad, el sopor ha pasado. El extraño vértigo y la terrible oscuridad me
han abandonado, y ya no oigo ese sonido enloquecedor, turbulento, horrible, semejante a
«la voz de muchas aguas». Y sin embargo, Charmion, mis sentidos están perturbados por
esta penetrante percepción de lo nuevo.
Charmion.—Eso cesará en pocos días, pero comprendo muy bien lo que sientes. Hace
ya  diez  años  terrestres  que  pasé  por  lo  que  pasas  tú  y,  sin  embargo,  su  recuerdo  no  me
abandona. Empero ya has sufrido todo el dolor que sufrirás en Aidenn 4 .
Eiros.—¿En Aidenn?
Charmion.—En Aidenn.
Eiros.—¡Oh, Dios! ¡Charmion, apiádate de mí! Me siento agobiado por la majestad de
todas las cosas... de lo desconocido de pronto revelado... del Futuro, una conjetura fundida
en el augusto y cierto Presente.
Charmion.—No te empeñes por ahora en pensar de esa manera. Mañana hablaremos de
ello.  Tu  mente  vacila,  y  encontrará  alivio  a  su  agitación  en  el  ejercicio  de  los  simples
recuerdos. No mires alrededor, ni hacia adelante; mira hacia atrás. Ardo de ansiedad por
conocer  los  detalles  del  prodigioso  acontecer  que  te  ha  traído  entre  nosotros.  Cuéntame.
Hablemos  de  cosas  familiares,  en  el  viejo  lenguaje  familiar  del  mundo  que  tan
espantosamente ha perecido.
Eiros.—¡Oh, sí, espantosamente! ¡Esto no es un sueño!
Charmion.—No hay más sueños. Eiros mío, ¿fui muy llorada?
Eiros.—¿Llorada,  Charmion?  ¡Oh,  cuan  llorada!  Hasta  aquella  última  hora  cernióse
sobre tu casa una nube de profunda pena y devota tristeza.
Charmion.—Y esa última hora... háblame de ella. Recuerda que, fuera del hecho en sí
de la catástrofe, nada sé. Cuando abandoné la humanidad, entrando en la Noche a través de
la Tumba, en ese período, si recuerdo bien, la calamidad que os abrumó era por completo
insospechada. Cierto es que poco conocía yo la filosofía especulativa de entonces.
Eiros.—Como  has  dicho,  aquella  calamidad  era  enteramente  insospechada,  pero
desgracias análogas habían dado a los astrónomos motivo de discusión. Apenas necesito decirte,  amiga  mía,  que  ya  cuando  nos  dejaste  los  hombres  coincidían  en  interpretar  los
pasajes de las muy santas escrituras que hablan de la destrucción final de todas las cosas
por  el  fuego,  como  referidos  solamente  al  globo  terráqueo.  Las  especulaciones,  empero,
sobre la causa inmediata del fin, no llegaban a ninguna conclusión desde la época en que la
ciencia  astronómica  había  despojado  a  los  cometas  del  terrible  carácter  incendiario  que
antes  se  les  atribuía.  Bien  establecida  se  hallaba  la  escasa  densidad  de  aquellos  cuerpos
celestes.  Se  los  había  observado  pasar  entre  los  satélites  de  Júpiter,  sin  que  produjeran
ninguna  alteración  sensible  en  las  masas  o  las  órbitas  de  aquellos  planetas  secundarios.
Hacía  mucho  que  considerábamos  a  esos  errabundos  como  creaciones  vaporosas  de
inconcebible  tenuidad,  incapaces  de  dañar  nuestro  macizo  globo  aun  en  el  caso  de  un
choque directo. No sentíamos temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los
cometas eran perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba inadmisible
buscar entre ellos al agente de la destrucción por el fuego. Pero en aquellos días finales las
conjeturas  y  las  extravagantes  fantasías  abundaban  singularmente  entre  los  hombres,  y
aunque  el  temor  sólo  asaltaba  a  unos  pocos  ignorantes,  el  anuncio  de  un  nuevo  cometa
formulado  por  los  astrónomos  fue  recibido  con  no  sé  qué  agitación  y  desconfianza
generales.
Los  elementos  del  extraño  astro  fueron  inmediatamente  calculados,  y  todos  los
observadores coincidieron en que su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra.
Dos o tres astrónomos de renombre secundario sostuvieron resueltamente que el choque era
inevitable. Imposible expresar el efecto de esta noticia en las gentes. Durante unos pocos
días  no  quisieron  creer  en  una  afirmación  que  su  inteligencia,  tanto  tiempo  aplicada  a
consideraciones mundanas, no podía aprehender de ninguna manera. Pero la verdad de un
hecho de importancia vital se abre paso en el entendimiento del más estólido. Los hombres
comprendieron  finalmente  que  los  astrónomos  no  mentían,  y  esperaron  el  cometa.  Al
principio su acercamiento no parecía muy rápido, y nada de insólito había en su aspecto.
Era  de  un  rojo  oscuro,  con  una  cola  apenas  perceptible.  Durante  siete  u  ocho  días  no
advertimos  ningún  aumento  en  su  diámetro  aparente,  y  su  color  cambió  muy  poco.
Entretanto  los  negocios  ordinarios  de  la  humanidad  habían  sido  suspendidos  y  todos  los
intereses  se  concentraban  en  las  discusiones  científicas  referentes  a  la  naturaleza  del
cometa. Aun los más ignorantes forzaban sus indolentes inteligencias para entenderlas. Y
los  sabios  consagraron  entonces  su  intelecto,  su  alma,  no  ya  a  aliviar  los  temores  o  a
sostener sus amadas teorías, sino a buscar la verdad, a buscarla desesperadamente. Gemían
en procura del conocimiento perfecto. La verdad se alzó en toda la pureza de su fuerza y de
su excelsa majestad, y los sensatos se inclinaron y adoraron.
La opinión según la cual nuestro globo o sus habitantes sufrirían daños materiales de
resultas del temible contacto, perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les era
dado ahora gobernar la razón y la fantasía de la multitud. Se demostró que la densidad del
núcleo del cometa era mucho menor que la de nuestro gas más raro; el inofensivo pasaje de
un visitante similar entre los satélites de Júpiter era argüido como un ejemplo convincente,
capaz de calmar los temores. Los teólogos, con un celo inflamado por el miedo, insistían en
la profecía bíblica, explicándola al pueblo con una precisión y una simplicidad que jamás se
había visto antes. La destrucción final de la tierra se operaría por intervención del fuego; así
lo  enseñaban  con  un  brío  que  imponía  convicción  por  doquier;  y  el  que  los  cometas  no
fueran de naturaleza ígnea (como todos sabían ahora) constituía una verdad que liberaba en
gran medida de las aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es de hacer notar que los
prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las pestes y a las guerras —errores que antes prevalecían a cada aparición de un cometa— eran ahora completamente
desconocidos.
Como  naciendo  de  un  súbito  movimiento  convulsivo,  la  razón  había  destronado  de
golpe a la superstición. La más débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de interés.
Los  daños  menores  que  pudieran  resultar  del  contacto  con  el  cometa  eran  tema  de
minuciosas discusiones. Los entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas, de
probables alteraciones del clima y, por consiguiente, de la vegetación, aludiendo también a
posibles  influencias  magnéticas  y  eléctricas.  Muchos  sostenían  que  los  efectos  no  serían
visibles  ni  apreciables.  Y  mientras  las  discusiones  proseguían,  su  objeto  se  aproximaba
gradualmente,  aumentaba  su  diámetro  y  más  brillante  se  volvía  su  color.  La  humanidad
palidecía al verlo acercarse. Todas las actividades humanas estaban suspendidas.
La evolución de los sentimientos generales llegó a su culminación cuando el cometa
hubo alcanzado por fin un tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior. Desechando las
últimas esperanzas de que los astrónomos se hubieran equivocado, los hombres sintieron la
certidumbre del mal. Todo lo quimérico de sus terrores había desaparecido. El corazón de
los  más  valientes  de  nuestra  raza  latía  precipitadamente  en  su  pecho.  Y  sin  embargo
bastaron  pocos  días  para  que  aun  esos  sentimientos  se  fundieran  en  otros  todavía  más
insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel extraño astro ninguna idea ordinaria. Sus
atributos  históricos  habían  desaparecido.  Nos  oprimía  con  una  emoción  espantosamente
nueva. No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los cielos, sino como un íncubo
sobre nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Con inconcebible rapidez
había tomado la apariencia de un gigantesco manto de llamas muy tenues extendido de un
horizonte al otro.
Pasó otro día, y los hombres respiraron con mayor libertad. No cabía duda de que nos
hallábamos  bajo  la  influencia  del  cometa,  y  sin  embargo  vivíamos.  Hasta  sentimos  una
insólita agilidad corporal y mental. La extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro terror
era  ya  aparente,  pues  todos  los  cuerpos  celestes  se  percibían  a  través  de  él.  Entretanto
nuestra  vegetación  se  había  alterado  sensiblemente  y,  como  ello  nos  había  sido
pronosticado,  cobramos  aún  más  fe  en  la  previsión  de  los  sabios.  Un  follaje  lujurioso,
completamente desconocido hasta entonces, se desató en todos los vegetales.
Pasó otro día más... y la calamidad no nos había dominado todavía. Era evidente que el
núcleo  del  cometa  chocaría  con  la  tierra.  Un  espantoso  cambio  se  había  operado  en  los
hombres, y la primera sensación de dolor fue la terrible señal para las lamentaciones y el
espanto.  Aquella  primera  sensación  de  dolor  consistía  en  una  rigurosa  constricción  del
pecho y los pulmones, y una insoportable sequedad de la piel. Imposible negar que nuestra
atmósfera  estaba  radicalmente  afectada;  su  composición  y  las  posibles  modificaciones  a
que  podía  verse  sujeta  constituían  ahora  el  tema  de  discusión.  El  resultado  del  examen
produjo un estremecimiento eléctrico de terror en el corazón universal del hombre.
Se  sabía  desde  hacía  mucho  que  el  aire  que  nos  circundaba  era  un  compuesto  de
oxígeno y nitrógeno, en proporción respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento. El
oxígeno, principio de la combustión y vehículo del calor, era absolutamente necesario para
la  vida  animal,  y  constituía  el  agente  más  poderoso  y  enérgico  en  la  naturaleza.  El
nitrógeno, por el contrario, era incapaz de mantener la vida animal y la combustión. Un
exceso  anómalo  de  oxígeno  produciría,  según  estaba  probado,  una  exaltación  de  los
espíritus animales, tal como la habíamos sentido en esos días. Lo que provocaba el espanto
era la extensión de esta idea hasta su límite. ¿Cuál sería el resultado de una extracción total
del  nitrógeno?  Una  combustión  irresistible,  devoradora,  todopoderosa,  inmediata:  el cumplimiento total, en sus minuciosos y terribles detalles, de las llameantes y aterradoras
anunciaciones de las profecías del Santo Libro.
¿Necesito  pintarte,  Charmion,  el  desencadenado  frenesí  de  la  humanidad?  Aquella
tenuidad del cometa que nos había inspirado previamente una esperanza era ahora la fuente
de  la  más  amarga  desesperación.  En  su  impalpable,  gaseosa  naturaleza  percibíamos
claramente la consumación  del  Destino. Y entretanto pasó otro día, llevándose con él la
última  sombra  de  la  Esperanza.  Jadeábamos  en  aquel  aire  rápidamente  modificado.  La
sangre arterial batía tumultuosamente en sus estrechos canales. Un delirio furioso se había
posesionado de todos los hombres y, con los brazos rígidamente tendidos hacia los cielos
amenazantes, temblaban y clamaban. Pero el núcleo del destructor llegaba ya a nosotros;
aun  aquí,  en  el  Aidenn,  me  estremezco  al  hablar.  Déjame  ser  breve...  breve  como  la
destrucción  que  nos  asoló.  Durante  un  momento  vimos  una  terrible,  cárdena  luz  que
penetraba en todas las cosas. Entonces... ¡inclinémonos Charmion, ante la sublime majestad
de Dios el grande!, entonces se alzó un clamoroso y penetrante sonido, tal como si brotara
de Su boca, y toda la masa de éter, dentro de la cual existíamos, reventó instantáneamente
en algo como una intensa llama roja, cuya insuperable brillantez y abrasante calor no tienen
nombre, ni siquiera entre los ángeles del alto cielo del conocimiento puro. Así acabó todo. 


f i n 

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