miércoles, 6 de septiembre de 2017

Silencio

-Cuento corto/Fábula


Ευδουσιν δ’ όρκων κορυφαˆ τε καˆ φαράγες 
Πρώονες τε καˆ χαράδραι
(Las crestas montañosas duermen; los valles,
los riscos y las grutas están en silencio.)
 (ALCMÁN [60(10),646])

  Escúchame —dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza—. La región de que
hablo  es  una  lúgubre  región  en  Libia,  a  orillas  del  río  Zaire.  Y  allá  no  hay  ni  calma  ni
silencio.
Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia
el  mar,  sino  que  palpitan  por  siempre  bajo  el  ojo  purpúreo  del  sol,  con  un  movimiento
tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho
del  río,  se  tiende  un  pálido  desierto  de  gigantescos  nenúfares.  Suspiran  entre  sí  en  esa
soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y
otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del
agua subterránea. Y suspiran entre sí.
Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí,
como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca
el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente
resonar.  Y  de  sus  altas  copas  se  filtran,  gota  a  gota,  rocíos  eternos.  Y  en  sus  raíces  se
retuercen,  en  un  inquieto  sueño,  extrañas  flores  venenosas.  Y  en  lo  alto,  con  un  agudo
sonido  susurrante,  las  nubes  grises  corren  por  siempre  hacia  el  oeste,  hasta  rodar  en
cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las
orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.
Era  de  noche  y  llovía,  y  al  caer  era  lluvia,  pero  después  de  caída  era  sangre.  Y  yo
estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares
suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación.
Y  de  improviso  levantóse  la  luna  a  través  de  la  fina  niebla  espectral  y  su  color  era
carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río,
iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En
su faz había caracteres grabados en la  piedra, y  yo  anduve  por  la  marisma  de  nenúfares
hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no pude descifrarlos.
Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y
mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACIÓN.
Y  miré  hacia  arriba  y  en  lo  alto  de  la  roca  había  un  hombre,  y  me  oculté  entre  los
nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y
estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta
era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la
noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su
cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas  de  sus  mejillas  leí  las  fábulas  de  la  tristeza,  del  cansancio,  del  disgusto  de  la
humanidad, y el anhelo de estar solo.
Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación.
Miró  los  inquietos  matorrales,  y  los  altos  árboles  primitivos,  y  más  arriba  el  susurrante
cielo,  y  la  luna  carmesí.  Y  yo  me  mantuve  al  abrigo  de  los  nenúfares,  observando  las
acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él
continuaba sentado en la roca.
Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las
amarillas,  siniestras  aguas  y  las  pálidas  legiones  de  nenúfares.  Y  el  hombre  escuchó  los
suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y
observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche
transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad
de  los  nenúfares,  y  llamé  a  los  hipopótamos  que  moran  entre  los  pantanos  en  las
profundidades  de  la  marisma.  Y  los  hipopótamos  oyeron  mi  llamada  y  vinieron  con  los
behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía
oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la
noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces  maldije  los  elementos  con  la  maldición  del  tumulto,  y  una  espantosa
tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido
con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río
se  desbordaron,  y  el  río  atormentado  se  cubría  de  espuma,  y  los  nenúfares  alzaban
clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la
roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel
hombre.  Y  el  hombre  tembló  en  la  soledad;  pero  la  noche  transcurría  y  él  continuaba
sentado.
Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y
el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron
malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo
no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se
estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se
oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto
desierto  ilimitado. Y  miré  los  caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres
decían: SILENCIO.
Y  mis  ojos  cayeron  sobre  el  rostro  de  aquel  hombre,  y  su  rostro  estaba  pálido.  Y
bruscamente  alzó  la  cabeza,  que  apoyaba  en  la  mano  y,  poniéndose  de  pie  en  la  roca,
escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres
sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a
toda carrera, al punto que cesé de verlo.

Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos
libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del cielo
y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el
majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas,
y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a
Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio,
que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer, en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no
pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la
tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara.

sábado, 2 de septiembre de 2017

El Coloquio de Monos y Una

Μέλλοντα ταύτα

Cosas del futuro inmediato. 
 (SÓFOCLES, Antígona) 
Una.- ¿Resucitado?
Monos.- Sí, hermosa yt muy amada Una, "resucitado". ésta era la palabra sobre cuyo místico sentido medité tanto timepo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la muerte misma me develó el secreto.
Una.- ¡La Muerte!
Monos.- ¡De que extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu paso vacila y qye hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te seintes ofendida, oprimida por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí, nombre a la muerte. Y aquí ¡cuán singularmente suena esa palabra que antes llevaba el terror a todos los corazones, que manchaba todos los placeres!
Una.—¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos
perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite
a  la  beatitud  humana...  diciéndole:  «Hasta  aquí,  y  no  más»!  Aquel  profundo  amor
recíproco,  Monos,  que  ardía  en  nuestro  pecho...  ¡cuán  vanamente  nos  jactamos,  en  la
felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya!
¡Ay,  a  medida  que  crecía  aumentaba  también  en nuestros corazones  el  temor  de  aquella
hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo
penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.
Monos.—No hables aquí de aquellas penas, querida Una... ¡ahora para siempre, para
siempre mía!
Una.—Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que
decir aún de las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu pasaje a
través del oscuro Valle y de la Sombra.
Monos.—¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo
narraré en detalle... Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?
Una.—¿Dónde?
Monos.—Sí.
Una.—Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre
a definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu
vida,  sino  en  aquel  triste,  triste  instante  cuando,  habiéndote  abandonado  la  fiebre,  te
hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los
apasionados dedos del amor.
Monos.—Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en
aquella  época.  Recordarás  que  uno  o  dos  sabios  entre  nuestros  antecesores  —sabios  de
verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo— se habían atrevido a poner en
duda la propiedad de la palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En
cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en los  cuales  surgió  algún  intelecto  vigoroso  que  contendía  audazmente  por  aquellos
principios  cuya  verdad  parece  ahora  tan  evidente  a  nuestra  razón  despojada  de  sus
franquicias; principios que deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de
las  leyes  naturales,  en  vez  de  pretender  dirigirlas.  Muy  de  tiempo  en  tiempo  aparecían
mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un retroceso con
respecto  a  la  verdadera  utilidad.  En  ocasiones,  la  inteligencia  poética  —esa  inteligencia
que, ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues aquellas verdades de imperecedera
importancia  para  nosotros  sólo  podían  ser  alcanzadas  por  la  analogía,  que  habla
irrebatiblemente a la sola imaginación y que no pesa en la razón aislada—, esa inteligencia
poética se adelantó en ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en
la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro
indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa etapa aún infantil de su
alma.  Y  aquellos  poetas,  que  vivieron  y  murieron  despreciados  por  los  «utilitaristas»  —
zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo merecían los despreciados por ellos—,
aquellos poetas evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras
necesidades eran tan simples como penetrantes nuestros gozos, días en que el regocijo era
una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos, augustos y
beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas, penetrando en las
soledades de las florestas primitivas, fragantes e inexploradas.
Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa regla general sólo servían para
reforzarla por contraste. ¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de nuestros aciagos días!
El gran «movimiento» —tal era la jerigonza que se empleaba— seguía adelante; era una
perturbación mórbida, tanto moral como física. El arte —en sus diversas formas— erguíase
supremo, y, una vez entronizado, encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder.
Como  el  hombre  no  podía  dejar  de  reconocer  la  majestad  de  la  Naturaleza,  incurría  en
pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de aquélla. Mientras se
pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una imbecilidad infantil. Tal
como era de suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de los sistemas y de la
abstracción.  Se  envolvió  en  generalidades.  Entre  otras  ideas  extrañas,  la  de  la  igualdad
universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias
de las leyes de gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas en la tierra y en el
cielo, se empeñó obstinado en lograr una democracia que imperara por doquier.
Y, sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal principal, el Conocimiento. El
hombre no podía al mismo tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron enormes e
innumerables ciudades humeantes. Las verdes hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de
los hornos. El bello rostro de la Naturaleza se deformó como si lo arrasara alguna horrorosa
enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro sentido de lo que es forzado y artificial, aun
a  medias  dormido,  podría  habernos  detenido  en  ese  punto.  Pero  habíamos  preparado  el
camino de la destrucción al pervertir nuestro gusto o más bien al descuidar ciegamente su
cultivo  en  las  escuelas.  Pues  en  verdad,  frente  a  aquella  crisis,  tan  sólo  el  gusto  —esa
facultad que, ocupando una situación intermedia entre el intelecto puro y el sentido moral,
jamás  podía  ser  descuidada  sin  peligro—  habría  podido  devolvernos  dulcemente  a  la
Belleza, a la Naturaleza y a la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna
intuición de Platón! ¡Ay de la (µουσική, que aquel sabio consideraba con justicia educación
suficiente  para  el  alma!  ¡Ay  de  él  y  de  ella!  ¡Cuando  más  desesperadamente  se  los necesitaba, más olvidados o despreciados estaban! 5
Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan verdaderamente ha dicho que tout notre
misonnement se réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el sentimiento de lo
natural, de haberlo permitido el tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la
dura razón matemática de las escuelas. Pero ello no pudo ser. Prematuramente descarriada
por  la  intemperancia  del  conocimiento,  la  vejez  del  mundo  se  acentuó.  La  masa  de  la
humanidad no lo advertía, o bien, viviendo depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía
no  advertirlo.  En  cuanto  a  mí,  los  documentos  de  la  tierra  me  habían  enseñado  que  las
ruinas  más  grandes  son  el  precio  de  las  más  altas  civilizaciones.  Había  adquirido  una
presciencia  de  nuestro  destino  por  comparación  con  China,  la  simple  y  duradera;  con
Asiria,  la  arquitecta;  con  Egipto,  el  astrólogo;  con  Nubia,  más  sutil  que  ninguna,  madre
turbulenta de todas las artes. En la historia 6  de aquellas regiones atisbé un rayo del futuro.
Las artificialidades individuales de las tres últimas nombradas eran enfermedades locales
de la tierra, y en sus caídas individuales habíamos visto la aplicación de remedios locales;
pero en la infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en
la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era necesario
que resucitara.
Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente envolvimos en sueños nuestros
espíritus.  Y  entonces,  al  atardecer,  discurrimos  sobre  los  días  que  vendrían,  cuando  la
superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación 7 
que borraría sus obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y
las sonrientes aguas del Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el
hombre; para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre en cuyo sublimado intelecto
el conocimiento dejaría de ser un veneno... para el hombre redimido, regenerado, venturoso
y ahora inmortal, aunque material siempre.

Una.—Bien  recuerdo  aquellas  conversaciones,  querido  Monos;  pero  la  época  de  la
ígnea  destrucción  no  estaba  tan  cercana  como  creíamos,  como  la  corrupción  de  que  has
hablado  nos  permitía  con  tanta  seguridad  creer.  Los  hombres  vivían  y  luego  morían
individualmente. También tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu
fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde entonces, y cuya conclusión nos ha reunido
nuevamente, no torturó nuestros adormilados sentidos con la impaciencia del tiempo, de
todas maneras, Monos mío, fue un siglo.
Monos.—Di más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi muerte se produjo, es
verdad, durante la decrepitud de la tierra. Cansado mi corazón por las angustias que nacían
de  aquel  tumulto  y  corrupción  generales,  sucumbí  víctima  de  una  terrible  fiebre.  Tras
algunos  días  de  dolor  y  muchos  de  un  delirio  soñoliento  colmado  de  éxtasis,  cuyas
manifestaciones  tomaste  por  sufrimientos  sin  que  yo  pudiera  comunicarte  la  verdad...
                                                          
5  «Difícil será descubrir un mejor (método de educación) que el descubierto ya por la experiencia de tantas
edades; puede resumírselo en gimnasia para el cuerpo y música para el alma» (República, lib. 2). «Por esta razón
la música es una educación esencial, pues hace que el Ritmo y la Armonía penetren íntimamente en el alma,
afirmándose en ella, llenándola de belleza y embelleciendo la mente humana... Alabará y admirará lo hermoso; lo
recibirá con alegría en su alma, se alimentará de él e identificará con él su propia condición» (id. lib. 3). La música,
µουσική,  tenía  entre  los  atenienses  una  significación  muchísimo  más  amplia  que  entre  nosotros.  No  sólo
abarcaba las armonías de tiempo y melodía, sino la dicción poética, el sentimiento y la creación, todos ellos en
un sentido más amplio. En Atenas el estudio de la música consistía en el cultivo general del gusto —ese gusto
que reconoce lo hermoso— distinguiéndolo claramente de la razón, que sólo atiende a lo verdadero.
6  «Historia», de ίστορείν, contemplar.
7  Purificación parece emplearse aquí con referencia a su raíz griega πϋρ, fuego. después de unos días, como has dicho, me invadió un sopor que me privó del aliento y del
movimiento, y aquellos que me rodeaban lo llamaron Muerte.

Las  palabras  son  cosas  vagas.  Mi  estado  no  me  privaba  de  sensibilidad.  Parecíame
semejante a la quietud de aquel que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil y
postrado en un día estival, empieza a recobrar lentamente la conciencia, por agotamiento
natural de su sueño, y sin que ninguna perturbación exterior lo despierte.
No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había cesado de latir. La voluntad
permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se mostraban insólitamente activos, aunque
caprichosos,  usurpándose  al  azar  sus  funciones.  El  gusto  y  el  olfato  estaban
inextricablemente confundidos, constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua
de rosas con la cual tu ternura había humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí
bellísimas  fantasías  florales;  flores  fantásticas,  mucho  más  hermosas  que  las  de  la  vieja
tierra,  pero  cuyos  prototipos  vemos  florecer  ahora  en  torno  de  nosotros.  Los  párpados,
transparentes y exangües, no se oponían completamente a la visión. Como la voluntad se
hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas, pero veía con mayor o menor
claridad  todos  los  objetos  al  alcance  del  hemisferio  visual;  los  rayos  que  caían  sobre  la
parte  externa  de  la  retina  o  en  el  ángulo  del  ojo  producían  un  efecto  más  vívido  que
aquellos que incidían en la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este
efecto era tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido —dulce o discordante, según
que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o angulosos—. El oído,
aunque mucho más sensible, no tenía nada de irregular en su acción y apreciaba los sonidos
reales  con  una  precisión  y  una  sensibilidad  exageradísimas.  El  tacto  había  sufrido  una
alteración más extraña. Recibía con retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente,
produciéndose siempre el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de tus dulces
dedos sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio por la visión, llenaron más tarde
todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual. Sí, de una delicia sensual. Todas mis
percepciones eran puramente sensuales. Los elementos proporcionados por los sentidos al
pasivo cerebro no eran elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta. Poco dolor
sentía y mucho placer; pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores sollozos
flotaban en mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquél en cada
una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales; no provocaban
en la extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y así también las copiosas
y  continuas  lágrimas  que  caían  sobre  mi  rostro,  y  que  para  todos  los  asistentes  eran
testimonio de un corazón destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era
la Muerte, de la cual los presentes hablaban reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una,
entre sollozos y gritos.
Me prepararon para el ataúd —tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente
de  un  lado  a  otro—.  Cuando  atravesaban  la  línea  directa  de  mi  visión,  las  sentía  como
formas, pero al colocarse a mi lado sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos,
gemidos  y  otras  atroces  expresiones  del  horror  y  la  desesperación.  Sólo  tú,  vestida  de
blanco, pasabas musicalmente para mí en todas direcciones.
Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago
malestar,  una  ansiedad  como  la  que  experimenta  el  durmiente  cuando  llegan  a  su  oído
constantes  y  tristes  sones,  lejanas  y  profundas  campanadas  solemnes,  a  intervalos
prolongados, pero iguales, y entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y con
la  sombra  vino  una  pesada  aflicción.  Oprimía  mi  cuerpo  como  si  pesara  sobre  él,  y  era
palpable. Oíase asimismo  una  lamentación, semejante al lejano fragor de la resaca, pero más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía
la  oscuridad.  De  pronto,  la  habitación  se  llenó  de  luces  y  aquel  fragor  se  cambió  en
frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto. La
penosa  opresión  que  me  agobiaba  disminuyó  mucho  y,  emanando  de  la  llama  de  cada
lámpara—pues  había  varias—,  fluyó  hasta  mis  oídos  un  canto  continuo  de  melodiosa
monotonía.  Y  cuando  tú,  querida  Una,  acercándote  al  lecho  donde  yacía  yo  tendido,  te
sentaste gentilmente a mi lado, perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi
frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente
físicas que las circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que
en parte aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir
no  tenía  sus  raíces  en  el  inmóvil  corazón,  y  más  parecía  una  sombra  que  una  realidad;
pronto  se  desvaneció,  primero  en  un  profundo  reposo,  y  luego  en  un  placer  puramente
sensual como antes.
Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto
sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo
una delicia física en cuanto el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo
movimiento había cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no
latía  ninguna  arteria.  Pero  en  mi  cerebro  parecía  haber  surgido  eso  para  lo  cual  no  hay
palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia meramente humana.
Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la encarnación moral de la idea
humana abstracta del Tiempo. La absoluta coordinación de este movimiento o de alguno
equivalente  había  regulado  los  cielos  de  los  globos  celestes.  Por  él  medía  ahora  las
irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus
latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas
desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones
de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de los relojes
en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba, sin
embargo,  retener  el  tono  y  los  errores  momentáneos  de  cada  uno.  Y  este  penetrante,
perfecto sentimiento de duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como
el hombre no podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de
eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el primer
evidente y seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal.
Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara
mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues así me
lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron
claridad y volumen, hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las
formas no afectaban ya mi visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho.
Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una
pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en
la  sola  conciencia  de  entidad  y  en  el  sentimiento  de  duración  único  que  perduraba.  El
cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal Corrupción.
Y,  sin  embargo,  no  toda  sensibilidad  se  había  apagado,  pues  la  conciencia  y  el
sentimiento  remanentes  cumplían  algunas  de  sus  funciones  a  través  de  una  letárgica
intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el
soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así,
dulce  Una,  sentía  yo  que  aún  seguías  a  mi  lado.  Y  cuando  llegó  el  segundo  mediodía,
tampoco  dejé  de  tener  conciencia  de  los  movimientos  que  te  alejaron  de  mi  lado,  me encerraron en el ataúd, llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba,
bajándome a ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la tiniebla y
en la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía de los gusanos.
Y  aquí,  en  la  prisión  que  pocos  secretos  tiene  para  revelar,  pasaron  los  días,  y  las
semanas,  y  los  meses,  y  el  alma  observaba  atentamente  el  vuelo  de  cada  segundo,
registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y sin objeto.
Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora en hora más indistinta, y la
de  mera  situación  había  usurpado  en  gran  medida  su  puesto.  La  idea  de  entidad  estaba
confundiéndose con la de lugar. El angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo
iba a ser ahora el cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente (sólo el
sueño y su mundo permiten figurar la Muerte), tal como a veces ocurría en la tierra al que
estaba  sumido  en  profundo  sueño,  cuando  algún  resplandor  lo  despertaba  a  medias,
dejándolo empero envuelto en ensoñaciones, así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra,
me llegó aquella única luz capaz de sobresaltarme... la luz del Amor duradero. Los hombres
acudieron  a  cavar  en  la  tumba  donde  yacía  oscuramente.  Levantaron  la  húmeda  tierra.
Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.
Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había extinguido. El débil estremecimiento
habíase  apagado  en  reposo.  Muchos  lustros  transcurrieron.  El  polvo  tornó  al  polvo.  No
había ya alimento para el gusano. El sentimiento de ser había desaparecido por completo y
en su lugar, en lugar de todas las cosas, dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente
el Lugar y el Tiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso que no
tenía pensamiento, para eso que no tenía sensibilidad, para eso que no tenía alma, para eso
que  no  tenía  materia,  para  toda  esa  nada  y,  sin  embargo,  para  toda  esa  inmortalidad,  la
tumba era todavía una morada, y las corrosivas horas, compañeras.

sábado, 5 de agosto de 2017

La CONVERSACIÓN DE EIROS Y CHARMION


Te traeré el fuego. 
 (EURÍPIDES, Andrómaca)

Eiros.—¿Por qué me llamas Eiros?
Charmion.—Así te llamarás desde ahora y para siempre. A tu vez, debes olvidar mi
nombre terreno y llamarme Charmion.
Eiros.—¡Esto no es un sueño!
Charmion.—Ya  no  hay  sueños  entre  nosotros;  pero  dejemos  para  después  estos
misterios. Me alegro de verte dueño de tu razón, y tal como si estuvieras vivo. El velo de la
sombra se ha apartado ya de tus ojos. Ten ánimo y nada temas. Los días de sopor que te
estaban asignados se han cumplido, y mañana te introduciré yo mismo en las alegrías y las
maravillas de tu nueva existencia.
Eiros.—Es verdad, el sopor ha pasado. El extraño vértigo y la terrible oscuridad me
han abandonado, y ya no oigo ese sonido enloquecedor, turbulento, horrible, semejante a
«la voz de muchas aguas». Y sin embargo, Charmion, mis sentidos están perturbados por
esta penetrante percepción de lo nuevo.
Charmion.—Eso cesará en pocos días, pero comprendo muy bien lo que sientes. Hace
ya  diez  años  terrestres  que  pasé  por  lo  que  pasas  tú  y,  sin  embargo,  su  recuerdo  no  me
abandona. Empero ya has sufrido todo el dolor que sufrirás en Aidenn 4 .
Eiros.—¿En Aidenn?
Charmion.—En Aidenn.
Eiros.—¡Oh, Dios! ¡Charmion, apiádate de mí! Me siento agobiado por la majestad de
todas las cosas... de lo desconocido de pronto revelado... del Futuro, una conjetura fundida
en el augusto y cierto Presente.
Charmion.—No te empeñes por ahora en pensar de esa manera. Mañana hablaremos de
ello.  Tu  mente  vacila,  y  encontrará  alivio  a  su  agitación  en  el  ejercicio  de  los  simples
recuerdos. No mires alrededor, ni hacia adelante; mira hacia atrás. Ardo de ansiedad por
conocer  los  detalles  del  prodigioso  acontecer  que  te  ha  traído  entre  nosotros.  Cuéntame.
Hablemos  de  cosas  familiares,  en  el  viejo  lenguaje  familiar  del  mundo  que  tan
espantosamente ha perecido.
Eiros.—¡Oh, sí, espantosamente! ¡Esto no es un sueño!
Charmion.—No hay más sueños. Eiros mío, ¿fui muy llorada?
Eiros.—¿Llorada,  Charmion?  ¡Oh,  cuan  llorada!  Hasta  aquella  última  hora  cernióse
sobre tu casa una nube de profunda pena y devota tristeza.
Charmion.—Y esa última hora... háblame de ella. Recuerda que, fuera del hecho en sí
de la catástrofe, nada sé. Cuando abandoné la humanidad, entrando en la Noche a través de
la Tumba, en ese período, si recuerdo bien, la calamidad que os abrumó era por completo
insospechada. Cierto es que poco conocía yo la filosofía especulativa de entonces.
Eiros.—Como  has  dicho,  aquella  calamidad  era  enteramente  insospechada,  pero
desgracias análogas habían dado a los astrónomos motivo de discusión. Apenas necesito decirte,  amiga  mía,  que  ya  cuando  nos  dejaste  los  hombres  coincidían  en  interpretar  los
pasajes de las muy santas escrituras que hablan de la destrucción final de todas las cosas
por  el  fuego,  como  referidos  solamente  al  globo  terráqueo.  Las  especulaciones,  empero,
sobre la causa inmediata del fin, no llegaban a ninguna conclusión desde la época en que la
ciencia  astronómica  había  despojado  a  los  cometas  del  terrible  carácter  incendiario  que
antes  se  les  atribuía.  Bien  establecida  se  hallaba  la  escasa  densidad  de  aquellos  cuerpos
celestes.  Se  los  había  observado  pasar  entre  los  satélites  de  Júpiter,  sin  que  produjeran
ninguna  alteración  sensible  en  las  masas  o  las  órbitas  de  aquellos  planetas  secundarios.
Hacía  mucho  que  considerábamos  a  esos  errabundos  como  creaciones  vaporosas  de
inconcebible  tenuidad,  incapaces  de  dañar  nuestro  macizo  globo  aun  en  el  caso  de  un
choque directo. No sentíamos temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los
cometas eran perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba inadmisible
buscar entre ellos al agente de la destrucción por el fuego. Pero en aquellos días finales las
conjeturas  y  las  extravagantes  fantasías  abundaban  singularmente  entre  los  hombres,  y
aunque  el  temor  sólo  asaltaba  a  unos  pocos  ignorantes,  el  anuncio  de  un  nuevo  cometa
formulado  por  los  astrónomos  fue  recibido  con  no  sé  qué  agitación  y  desconfianza
generales.
Los  elementos  del  extraño  astro  fueron  inmediatamente  calculados,  y  todos  los
observadores coincidieron en que su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra.
Dos o tres astrónomos de renombre secundario sostuvieron resueltamente que el choque era
inevitable. Imposible expresar el efecto de esta noticia en las gentes. Durante unos pocos
días  no  quisieron  creer  en  una  afirmación  que  su  inteligencia,  tanto  tiempo  aplicada  a
consideraciones mundanas, no podía aprehender de ninguna manera. Pero la verdad de un
hecho de importancia vital se abre paso en el entendimiento del más estólido. Los hombres
comprendieron  finalmente  que  los  astrónomos  no  mentían,  y  esperaron  el  cometa.  Al
principio su acercamiento no parecía muy rápido, y nada de insólito había en su aspecto.
Era  de  un  rojo  oscuro,  con  una  cola  apenas  perceptible.  Durante  siete  u  ocho  días  no
advertimos  ningún  aumento  en  su  diámetro  aparente,  y  su  color  cambió  muy  poco.
Entretanto  los  negocios  ordinarios  de  la  humanidad  habían  sido  suspendidos  y  todos  los
intereses  se  concentraban  en  las  discusiones  científicas  referentes  a  la  naturaleza  del
cometa. Aun los más ignorantes forzaban sus indolentes inteligencias para entenderlas. Y
los  sabios  consagraron  entonces  su  intelecto,  su  alma,  no  ya  a  aliviar  los  temores  o  a
sostener sus amadas teorías, sino a buscar la verdad, a buscarla desesperadamente. Gemían
en procura del conocimiento perfecto. La verdad se alzó en toda la pureza de su fuerza y de
su excelsa majestad, y los sensatos se inclinaron y adoraron.
La opinión según la cual nuestro globo o sus habitantes sufrirían daños materiales de
resultas del temible contacto, perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les era
dado ahora gobernar la razón y la fantasía de la multitud. Se demostró que la densidad del
núcleo del cometa era mucho menor que la de nuestro gas más raro; el inofensivo pasaje de
un visitante similar entre los satélites de Júpiter era argüido como un ejemplo convincente,
capaz de calmar los temores. Los teólogos, con un celo inflamado por el miedo, insistían en
la profecía bíblica, explicándola al pueblo con una precisión y una simplicidad que jamás se
había visto antes. La destrucción final de la tierra se operaría por intervención del fuego; así
lo  enseñaban  con  un  brío  que  imponía  convicción  por  doquier;  y  el  que  los  cometas  no
fueran de naturaleza ígnea (como todos sabían ahora) constituía una verdad que liberaba en
gran medida de las aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es de hacer notar que los
prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las pestes y a las guerras —errores que antes prevalecían a cada aparición de un cometa— eran ahora completamente
desconocidos.
Como  naciendo  de  un  súbito  movimiento  convulsivo,  la  razón  había  destronado  de
golpe a la superstición. La más débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de interés.
Los  daños  menores  que  pudieran  resultar  del  contacto  con  el  cometa  eran  tema  de
minuciosas discusiones. Los entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas, de
probables alteraciones del clima y, por consiguiente, de la vegetación, aludiendo también a
posibles  influencias  magnéticas  y  eléctricas.  Muchos  sostenían  que  los  efectos  no  serían
visibles  ni  apreciables.  Y  mientras  las  discusiones  proseguían,  su  objeto  se  aproximaba
gradualmente,  aumentaba  su  diámetro  y  más  brillante  se  volvía  su  color.  La  humanidad
palidecía al verlo acercarse. Todas las actividades humanas estaban suspendidas.
La evolución de los sentimientos generales llegó a su culminación cuando el cometa
hubo alcanzado por fin un tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior. Desechando las
últimas esperanzas de que los astrónomos se hubieran equivocado, los hombres sintieron la
certidumbre del mal. Todo lo quimérico de sus terrores había desaparecido. El corazón de
los  más  valientes  de  nuestra  raza  latía  precipitadamente  en  su  pecho.  Y  sin  embargo
bastaron  pocos  días  para  que  aun  esos  sentimientos  se  fundieran  en  otros  todavía  más
insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel extraño astro ninguna idea ordinaria. Sus
atributos  históricos  habían  desaparecido.  Nos  oprimía  con  una  emoción  espantosamente
nueva. No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los cielos, sino como un íncubo
sobre nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Con inconcebible rapidez
había tomado la apariencia de un gigantesco manto de llamas muy tenues extendido de un
horizonte al otro.
Pasó otro día, y los hombres respiraron con mayor libertad. No cabía duda de que nos
hallábamos  bajo  la  influencia  del  cometa,  y  sin  embargo  vivíamos.  Hasta  sentimos  una
insólita agilidad corporal y mental. La extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro terror
era  ya  aparente,  pues  todos  los  cuerpos  celestes  se  percibían  a  través  de  él.  Entretanto
nuestra  vegetación  se  había  alterado  sensiblemente  y,  como  ello  nos  había  sido
pronosticado,  cobramos  aún  más  fe  en  la  previsión  de  los  sabios.  Un  follaje  lujurioso,
completamente desconocido hasta entonces, se desató en todos los vegetales.
Pasó otro día más... y la calamidad no nos había dominado todavía. Era evidente que el
núcleo  del  cometa  chocaría  con  la  tierra.  Un  espantoso  cambio  se  había  operado  en  los
hombres, y la primera sensación de dolor fue la terrible señal para las lamentaciones y el
espanto.  Aquella  primera  sensación  de  dolor  consistía  en  una  rigurosa  constricción  del
pecho y los pulmones, y una insoportable sequedad de la piel. Imposible negar que nuestra
atmósfera  estaba  radicalmente  afectada;  su  composición  y  las  posibles  modificaciones  a
que  podía  verse  sujeta  constituían  ahora  el  tema  de  discusión.  El  resultado  del  examen
produjo un estremecimiento eléctrico de terror en el corazón universal del hombre.
Se  sabía  desde  hacía  mucho  que  el  aire  que  nos  circundaba  era  un  compuesto  de
oxígeno y nitrógeno, en proporción respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento. El
oxígeno, principio de la combustión y vehículo del calor, era absolutamente necesario para
la  vida  animal,  y  constituía  el  agente  más  poderoso  y  enérgico  en  la  naturaleza.  El
nitrógeno, por el contrario, era incapaz de mantener la vida animal y la combustión. Un
exceso  anómalo  de  oxígeno  produciría,  según  estaba  probado,  una  exaltación  de  los
espíritus animales, tal como la habíamos sentido en esos días. Lo que provocaba el espanto
era la extensión de esta idea hasta su límite. ¿Cuál sería el resultado de una extracción total
del  nitrógeno?  Una  combustión  irresistible,  devoradora,  todopoderosa,  inmediata:  el cumplimiento total, en sus minuciosos y terribles detalles, de las llameantes y aterradoras
anunciaciones de las profecías del Santo Libro.
¿Necesito  pintarte,  Charmion,  el  desencadenado  frenesí  de  la  humanidad?  Aquella
tenuidad del cometa que nos había inspirado previamente una esperanza era ahora la fuente
de  la  más  amarga  desesperación.  En  su  impalpable,  gaseosa  naturaleza  percibíamos
claramente la consumación  del  Destino. Y entretanto pasó otro día, llevándose con él la
última  sombra  de  la  Esperanza.  Jadeábamos  en  aquel  aire  rápidamente  modificado.  La
sangre arterial batía tumultuosamente en sus estrechos canales. Un delirio furioso se había
posesionado de todos los hombres y, con los brazos rígidamente tendidos hacia los cielos
amenazantes, temblaban y clamaban. Pero el núcleo del destructor llegaba ya a nosotros;
aun  aquí,  en  el  Aidenn,  me  estremezco  al  hablar.  Déjame  ser  breve...  breve  como  la
destrucción  que  nos  asoló.  Durante  un  momento  vimos  una  terrible,  cárdena  luz  que
penetraba en todas las cosas. Entonces... ¡inclinémonos Charmion, ante la sublime majestad
de Dios el grande!, entonces se alzó un clamoroso y penetrante sonido, tal como si brotara
de Su boca, y toda la masa de éter, dentro de la cual existíamos, reventó instantáneamente
en algo como una intensa llama roja, cuya insuperable brillantez y abrasante calor no tienen
nombre, ni siquiera entre los ángeles del alto cielo del conocimiento puro. Así acabó todo. 


f i n 

martes, 25 de julio de 2017

Youtube + PRIMER VIDIOOOOO

BUEEENO Para los que no sabian llevo un tiempo teniendo un canal de youtube vacio, ya que no sabia exactamente sobre que subir mi primer video y que estaba aprendiendo del Sony Vegas y el Photoshop, ya que era un cerola izquierda. En realidad lo sigo siendo, pero con menos centimetros.

Eh subido mi primer video y no puedo decir que estoy descontenta con el resultado, sino que es como si me hubiese sacado un peso de encima. Y lo eh decicido hacer sobre un tema que es muy comun para mi, pero que eh visto se ah puesto como de "moda" asi que, sin más preámbulos eh aqui el video:


Recuerden porfaaaa suscribirse y que cualquier duda o critica constructiva con la quieran aportan, te lo recibo con la sonrisa del Guason.
Pero ya enserio, pasate a ver, al menos, te hare reir con mis primeros pasos en este medio.

Transmicion Terminada.

-C.S.C

lunes, 17 de julio de 2017

El Poder de las Palabras

Oinos.—Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu al que acaban de brotarle las alas
de la inmortalidad.
Agathos.—Nada has dicho, Oinos mío, que requiera ser perdonado. Ni siquiera aquí el
conocimiento es cosa de intuición. En cuanto a la sabiduría, pide sin reserva a los ángeles
que te sea concedida.
Oinos.  —Pero  yo  imaginé  que  en  esta  existencia  todo  me  sería  dado  a  conocer  al
mismo tiempo, y que alcanzaría así la felicidad por conocerlo todo.
Agathos.—¡Ah,  la  felicidad  no  está  en  el  conocimiento,  sino  en  su  adquisición!  La
beatitud  eterna  consiste  en  saber  más  y  más;  pero  saberlo  todo  sería  la  maldición  de  un
demonio.
Oinos.—El Altísimo, ¿no lo sabe todo?
Agathos.—Eso  (puesto  que  es  el  Muy  Bienaventurado)  debe  ser  aún  la  única  cosa
desconocida hasta para Él.
Oinos. —Sin embargo, puesto que nuestro saber aumenta de hora en hora, ¿no llegarán
por fin a ser conocidas todas las cosas?
Agathos.—¡Contempla  las  distancias  abismales!  Trata  de  hacer  llegar  tu  mirada  a  la
múltiple perspectiva de las estrellas, mientras erramos lentamente entre ellas... ¡Más allá,
siempre más allá! Aun la visión espiritual, ¿no se ve detenida por las continuas paredes de
oro del universo, las paredes constituidas por las miríadas de esos resplandecientes cuerpos
que el mero número parece amalgamar en una unidad?
Oinos.—Claramente percibo que la infinitud de la materia no es un sueño.
Agathos.—No hay sueños en el Aidenn 3 , pero se susurra aquí que la única finalidad de
esta infinitud de materia es la de proporcionar infinitas fuentes donde el alma pueda calmar
la sed de saber que jamás se agotará en ella, ya que agotarla sería extinguir el alma misma.
Interrógame, pues, Oinos mío, libremente y sin temor. ¡Ven!, dejaremos a nuestra izquierda
la intensa armonía de las Pléyades, lanzándonos más allá del trono a las estrelladas praderas
allende Orión, donde, en lugar de violetas, pensamientos y trinitarias, hallaremos macizos
de soles triples y tricolores.
Oinos.—Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, instrúyeme. ¡Háblame con los acentos
familiares de la tierra! No he comprendido lo que acabas de insinuar sobre los modos o los
procedimientos de aquello que, mientras éramos mortales, estábamos habituados a llamar
Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?
Agathos. —Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos.—¡Explícate!
Agathos.—Solamente creó en el comienzo. Las aparentes criaturas que en el universo
surgen ahora perpetuamente a la existencia sólo pueden ser consideradas como el resultado
mediato o indirecto, no como el resultado directo o inmediato del poder creador divino.
Oinos.  —Entre  los  hombres,  Agathos  mío,  esta  idea  sería  considerada  altamente
herética.
Agathos. —Entre los ángeles, Oinos mío, se sabe que es sencillamente la verdad.
Oinos.—Alcanzo a comprenderte hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que
                                                          
3  Edén, en una forma caprichosa propia de Poe, (N. del T.) denominamos Naturaleza o leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a aquello
que tiene todas las apariencias de creación. Muy poco antes de la destrucción final de la
tierra  recuerdo  que  se  habían  efectuado  afortunados  experimentos,  que  algunos  filósofos
denominaron torpemente creación de animálculos.
Agathos.—Los casos de que hablas fueron ejemplos de creación secundaria, de la única
especie  de  creación  que  hubo  jamás  desde  que  la  primera  palabra  dio  existencia  a  la
primera ley.
Oinos.—Los mundos estrellados que surgen hora a hora en los cielos, procedentes de
los abismos del no ser, ¿no son, Agathos, la obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos—Permíteme, Oinos, que trate de llevarte paso a paso a la concepción a que
aludo. Bien sabes que, así como ningún pensamiento perece, todo acto determina infinitos
resultados. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos moradores de la tierra, y al
hacerlo  hacíamos  vibrar  la  atmósfera  que  las  rodeaba.  La  vibración  se  extendía
indefinidamente hasta impulsar cada partícula del aire de la tierra, que desde entonces y
para siempre era animado por aquel único movimiento de la mano. Los matemáticos de
nuestro  globo  conocían  bien  este  hecho.  Sometieron  a  cálculos  exactos  los  efectos
producidos por el fluido por impulsos especiales, hasta que les fue fácil determinar en qué
preciso período un impulso de determinada extensión rodearía el globo, influyendo (para
siempre) en cada átomo de la atmósfera circundante. Retrogradando, no tuvieron dificultad
en determinar el valor del impulso original partiendo de un efecto dado bajo condiciones
determinadas.  Ahora  bien,  los  matemáticos  que  vieron  que  los  resultados  de  cualquier
impulso  dado  eran  interminables,  y  que  una  parte  de  dichos  resultados  podía  medirse
gracias al análisis algebraico, así como que la retrogradación no ofrecía dificultad, vieron al
mismo tiempo que este análisis poseía en sí mismo la capacidad de un avance indefinido;
que  no  existían  límites  concebibles  a  su  avance  y  aplicabilidad,  salvo  en  el  intelecto  de
aquel  que  lo  hacía  avanzar  o  lo  aplicaba.  Pero  en  este  punto  nuestros  matemáticos  se
detuvieron.
Oinos.—¿Y por qué, Agathos, hubieran debido continuar? 
Agathos.  —Porque  había,  más  allá,  consideraciones  del  más  profundo  interés.  De  lo
que  sabían  era  posible  deducir  que  un  ser  de  una  inteligencia  infinita,  para  quien  la
perfección  del  análisis  algebraico  no  guardara  secretos,  podría  seguir  sin  dificultad  cada
impulso  dado  al  aire,  y  al  éter  a  través  del  aire,  hasta  sus  remotas  consecuencias  en  las
épocas más infinitamente remotas. Puede, ciertamente, demostrarse que cada uno de estos
impulsos dados al aire influyen sobre cada cosa individual existente en el universo, y ese
ser de infinita inteligencia que hemos imaginado, podría seguir las remotas ondulaciones
del impulso, seguirlo hacia arriba y adelante en sus influencias sobre todas las partículas de
toda la materia, hacia arriba y adelante, para siempre en sus modificaciones de las formas
antiguas;  o,  en  otras  palabras,  en  sus  nuevas  creaciones...  hasta  que  lo  encontrara,
regresando como un reflejo, después de haber chocado —pero esta vez sin influir— en el
trono de la Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser semejante, sino que en cualquier
época,  dado  un  cierto  resultado  (supongamos  que  se  ofreciera  a  su  análisis  uno  de  esos
innumerables cometas), no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a
qué  impulso  original  se  debía.  Este  poder  de  retrogradación  en  su  plenitud  y  perfección
absolutas,  esta  facultad  de  relacionar  en  cualquier  época,  cualquier  efecto  a  cualquier
causa, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad; pero en sus restantes y múltiples
grados,  inferiores  a  la  perfección  absoluta,  ese  mismo  poder  es  ejercido  por  todas  las
huestes de las inteligencias angélicas. Oinos.—Pero tú hablas tan sólo de impulsos en el aire.
Agathos.—Al  hablar  del  aire  me  refería  meramente  a  la  tierra,  pero  mi  afirmación
general se refiere a los impulsos en el éter, que, al penetrar, y ser el único que penetra todo
el espacio, es así el gran medio de la creación.
Oinos.—Entonces, ¿todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?
Agathos.—Así debe ser; pero una filosofía verdadera ha enseñado hace mucho que la
fuente de todo movimiento es el pensamiento, y que la fuente de todo pensamiento es...
Oinos. —Dios.
Agathos.—Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la hermosa tierra que pereció
hace poco, de impulsos sobre la atmósfera de esa tierra.
Oinos. —Sí.
Agathos.—Y mientras así hablaba, ¿no cruzó por tu mente algún pensamiento sobre el
poder físico de las palabras? Cada palabra, ¿no es un impulso en el aire?
Oinos.  —¿Pero  por  qué  lloras,  Agathos...  y  por  qué,  por  qué  tus  alas  se  pliegan
mientras  nos  cernimos  sobre  esa  hermosa  estrella,  la  más  verde  y,  sin  embargo,  la  más
terrible que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de
hadas... pero sus fieros volcanes semejan las pasiones de un turbulento corazón.
Agathos.—¡Y así es... así es! Esta estrella tan extraña... hace tres siglos que, juntas las
manos  y  arrasados  los  ojos,  a  los  pies  de  mi  amada,  la  hice  nacer  con  mis  frases
apasionadas.  ¡Sus  brillantes  flores  son  mis  más  queridos  sueños  no  realizados,  y  sus
furiosos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío corazón!

 F I N

Revelacion Mesmérica

Aunque  la  teoría  del  mesmerismo  esté  aún  envuelta  en  dudas,  sus  sobrecogedoras
realidades son ya casi universalmente admitidas. Los que dudan de éstas pertenecen a la
casta inútil y despreciable de los que dudan por pura profesión. No hay mejor manera de
perder  el  tiempo  que  proponerse  probar  en  la  actualidad  que  el  hombre,  por  el  simple
ejercicio de su voluntad, puede impresionar a su semejante al punto de sumirlo en un estado
anormal cuyas manifestaciones se parecen estrechamente a las de la muerte, o por lo menos
en mayor grado que cualquier otro fenómeno conocido en condiciones normales; que, en
ese estado, la persona así influida utiliza sólo con esfuerzo y en consecuencia débilmente
los órganos exteriores de los sentidos y, sin embargo, percibe con agudeza y refinamiento,
y por vías presuntamente desconocidas, cosas que están más allá del alcance de los órganos
físicos;  que,  además,  sus  facultades  intelectuales  se  hallan  en  un  maravilloso  estado  de
exaltación  y  fuerza;  que  las  simpatías  con  la  persona  que  así  influye  sobre  ella  son
profundas, y, finalmente,  que  su susceptibilidad de impresión va en aumento  gradual,  al
tiempo que, en la misma proporción, se extienden y acentúan cada vez más los peculiares
fenómenos producidos.
Digo que sería superfluo demostrar las leyes del mesmerismo en sus rasgos generales;
tampoco infligiré a mis lectores una demostración hoy tan innecesaria. Mi propósito es, en
verdad, muy otro. Me siento impelido, aun enfrentándome de esta manera con un mundo de
prejuicios,  a  detallar  sin  comentarios  el  notabilísimo  diálogo  que  sostuve  con  un
hipnotizado.

Hacía mucho tiempo que tenía la costumbre de hipnotizar a la persona en cuestión (Mr.
Vankirk),  en  quien  se  habían  manifestado  la  aguda  susceptibilidad  y  la  exaltación
habituales en la percepción mesmérica. Desde varios meses atrás, Mr. Vankirk padecía una
tisis declarada y mis pases habían aliviado sus efectos más penosos; la noche del miércoles
15 del mes actual fui llamado a su cabecera.
El enfermo sufría un dolor agudo en la región cordial y respiraba con gran dificultad,
presentando todos los síntomas comunes del asma. En espasmos como aquél generalmente
le proporcionaba alivio la aplicación de mostaza en los centros nerviosos, pero esa noche el
recurso había resultado inútil.
Cuando  entré  en  su  habitación  me  recibió  con  una  sonrisa  jovial,  y  aunque
evidentemente sus dolores físicos eran grandes, su ánimo parecía muy tranquilo.
—Lo mandé buscar esta noche —dijo— no tanto para que mitigara mi dolencia como
para que me explicara ciertas impresiones psíquicas que últimamente me han causado gran
ansiedad y sorpresa. No necesito decirle cuan escéptico he sido hasta hoy con respecto a la
inmortalidad del alma. No puedo negar que siempre ha existido, quizá en esa misma alma
que he negado, una especie de vago sentimiento de su propia existencia. Pero esta especie
de sentimiento no llegó en ningún instante a la convicción. Era cosa que nada tenía que ver
con la razón. Todas las tentativas de investigación lógica me dejaban, a decir verdad, más
escéptico que antes. Me aconsejaron que estudiara a Cousin. Lo estudié en sus obras, así
como en sus repercusiones europeas y americanas. El Charles Elwood de Mr. Brownson,
por ejemplo, cayó en mis manos. Lo leí con profunda atención. Lo encontré lógico de una
punta  a  la  otra,  pero  las  partes  que  no  eran  simplemente  lógicas  constituían, desgraciadamente,  los  argumentos  iniciales  del  incrédulo  héroe  del  libro.  En  sus
conclusiones me pareció evidente que el razonador no había logrado siquiera convencerse a
sí mismo. El final había olvidado por completo el principio, como el gobierno de Trínculo.
En una palabra: no tardé en advertir que, si el hombre ha de persuadirse intelectualmente de
su  propia  inmortalidad,  nunca  lo  logrará  por  las  meras  abstracciones  que  durante  tanto
tiempo han constituido el método de los moralistas de Inglaterra, Francia y Alemania. Las
abstracciones pueden ser una diversión y un ejercicio, pero no se posesionan de la mente.
Aquí, en la tierra por lo menos, la filosofía, estoy convencido, siempre nos pedirá en vano
que  consideremos  las  cualidades  como  cosas.  La  voluntad  puede  asentir;  el  alma,  el
intelecto, nunca.
»Repito, pues, que sólo había sentido a medias, pero nunca creí intelectualmente. Mas
en  los  últimos  tiempos  el  sentimiento  se  ha  ahondado  hasta  parecerse  tanto  a  la
aquiescencia de la razón, que me resulta difícil distinguirlos. Creo también poder atribuir
este efecto simplemente a la influencia mesmérica. No sé explicar mejor mi pensamiento
que por la hipótesis de que la exaltación mesmérica me capacita para percibir una serie de
razonamientos que en mi existencia normal son convincentes, pero que, en total acuerdo
con los fenómenos mesméricos, no se extienden, salvo en su efecto, a mi estado normal. En
el estado hipnótico, el razonamiento y la conclusión, la causa y el efecto están presentes a
un tiempo. En mi estado natural, la causa se desvanece; únicamente el efecto, y quizá sólo
en parte, permanece.
»Estas consideraciones me han llevado a pensar que podrían obtenerse algunos buenos
resultados  dirigiéndome,  mientras  estoy  mesmerizado,  una  serie  de  preguntas  bien
encaminadas.  Usted  ha  observado  a  menudo  el  profundo  conocimiento  de  sí  mismo  que
demuestra  el  hipnotizado,  el  amplio  saber  que  despliega  sobre  todo  lo  concerniente  al
estado mesmérico, y de este conocimiento de sí mismo pueden deducirse indicaciones para
la adecuada confección de un cuestionario.»
Accedí,  claro  está,  a  realizar  este  experimento.  Unos  pocos  pases  sumieron  a  Mr.
Vankirk en el sueño mesmérico. Su respiración se hizo inmediatamente más fácil y parecía
no padecer ninguna incomodidad física. Entonces se produjo la siguiente conversación (en
el diálogo, V. representa al paciente y P. soy yo):
P. —¿Duerme usted?
V. —Sí..., no; preferiría dormir más profundamente.
^.—(Después de algunos pases.) ¿Duerme ahora?
V. —Sí.
P. —¿Cómo cree que terminará su enfermedad?
V. —(Después de una larga vacilación y hablando como con esfuerzo.) Moriré.
P. —¿Le aflige la idea de la muerte?
V. —(Muy rápido.) ¡No..., no!
P. —¿Le desagrada esta perspectiva?
V.  —Si  estuviera  despierto  me  gustaría  morir,  pero  ahora  no  tiene  importancia.  El
estado mesmérico se avecina lo bastante a la muerte como para satisfacerme.
P. —Me gustaría que se explicara, Mr. Vankirk.
V. —Quisiera hacerlo, pero requiere más esfuerzo del que me siento capaz. Usted no
me interroga correctamente.
P. —Entonces, ¿qué debo preguntarle?
V. —Debe comenzar por el principio.
P. —¡El principio! Pero, ¿dónde está el principio? V. —Usted sabe que el principio es Dios. (Esto fue dicho en tono bajo, vacilante, y con
todas las señales de la más profunda veneración.)
P. —Pero, ¿qué es Dios?
V. —(Vacilando durante varios minutos.) No puedo decirlo.
P. —Dios, ¿no es espíritu?
V. —Mientras estaba despierto, yo sabía lo que usted quiere decir con «espíritu», pero
ahora me parece sólo una palabra, tal como, por ejemplo, verdad, belleza; una cualidad,
quiero decir.
P. —Dios, ¿no es inmaterial?
V. —No hay inmaterialidad; ésta es una simple palabra. Lo que no es materia no es
nada, a menos que las cualidades sean cosas.
P. —Entonces, ¿Dios es material?
V. —No. (Esta respuesta me sobrecogió.)
P. —¿Y qué es?
V. —(Después de una larga pausa, entre dientes.) Lo veo... pero es una cosa difícil de
decir. (Otra larga pausa.) No es espíritu, pues existe. Tampoco es materia, como usted la
entiende. Pero hay gradaciones de la materia de las que el hombre nada sabe, en que la más
basta impulsa a la más sutil, la más sutil invade la más basta. La atmósfera, por ejemplo,
impulsa  el  principio  eléctrico,  mientras  el  principio  eléctrico  penetra  la  atmósfera.  Estas
gradaciones de la materia crecen en tenuidad o sutileza hasta que llegamos a una materia
indivisa  —sin  partículas—,  indivisible  —una—,  y  aquí  la  ley  de  la  impulsión  y  de  la
penetración se modifica. La materia última o indivisa no sólo penetra todas las cosas, sino
que las impulsa, y de esta manera es todas las cosas en sí misma. Esta materia es Dios. Lo
que  el  hombre  intenta  formular  con  la  palabra  «pensamiento»  es  esta  materia  en
movimiento.
P.  —Los  metafísicos  sostienen  que  toda  acción  es  reductible  a  movimiento  y
pensamiento, y que el último es el origen del primero.
V. —Sí, y ahora veo la confusión de la idea. El movimiento es la acción de la mente, no
del pensamiento. La materia indivisa o Dios, en reposo, es (en la medida en que podemos
concebirlo) lo que los hombres llaman mente. Y el poder de automovimiento (equivalente
en efecto a la volición humana) es, en la materia indivisa, el resultado de su unidad y de su
omni-predominancia; cómo, no lo sé, y ahora veo claramente que nunca lo sabré. Pero la
materia indivisa, puesta en movimiento por una ley o cualidad existente en sí misma, es el
pensamiento.
P. —¿No puede darme una idea más precisa de lo que usted designa materia indivisa?
V.  —Las  materias  que  el  hombre  conoce  escapan  gradualmente  a  los  sentidos.
Tenemos, por ejemplo, un metal, un trozo de madera, una gota de agua, la atmósfera, el
gas, el calor, la electricidad, el éter luminoso. Ahora bien, llamamos materia a todas esas
cosas, y abarcamos toda la materia en una definición general; sin embargo, no puede haber
dos ideas más esencialmente distintas que la que referimos a un metal y la que referimos al
éter  luminoso.  Cuando  llegamos  al  último,  sentimos  una  inclinación  casi  irresistible  a
clasificarlo con el espíritu o con la nada. La única consideración que nos detiene es nuestra
idea de su constitución atómica, y aun aquí debemos pedir ayuda a nuestra noción de átomo
como  algo  infinitamente  pequeño,  sólido,  palpable,  pesado.  Destruyamos  la  idea  de  la
constitución atómica y ya no seremos capaces de considerar el éter como una entidad o, por
lo  menos,  como  materia.  A  falta  de  una  palabra  mejor  podríamos  designarlo  espíritu.
Demos ahora un paso más allá del éter luminoso, concibamos una materia mucho más sutil que el éter, así como el éter es más sutil que el metal, y llegamos en seguida (a pesar de
todos  los  dogmas  escolásticos)  a  una  masa  única,  a  una  materia  indivisa.  Pues,  aunque
admitamos  una  infinita  pequeñez  en  los  átomos  mismos,  la  infinita  pequeñez  de  los
espacios  interatómicos  es  un  absurdo.  Habrá  un  punto,  habrá  un  grado  de  sutileza  en  el
cual,  si  los  átomos  son  suficientemente  numerosos,  los  interespacios  desaparecerán  y  la
masa será absolutamente una. Pero al dejar de lado ahora la idea de la constitución atómica,
la naturaleza de la masa se deslizará inevitablemente a nuestra concepción del espíritu. Está
claro,  sin  embargo,  que  es  tan  materia  como  antes.  La  verdad  es  que  resulta  imposible
concebir el espíritu, puesto que es imposible imaginar lo que no es. Cuando nos jactamos
de haber llegado a concebirlo, hemos engañado simplemente nuestro entendimiento con la
consideración de una materia infinitamente rarificada.
P. —Me parece que hay una objeción insuperable a la idea de la absoluta unidad, y ella
es la ligerísima resistencia experimentada por los cuerpos celestes en sus revoluciones a
través del espacio, resistencia que ahora sabemos, es verdad, existe en cierto grado, pero
que, sin embargo, es tan ligera que aun la sagacidad de Newton la pasó por alto. Sabemos
que la resistencia de los cuerpos es principalmente proporcionada a su densidad. La unidad
absoluta es la densidad absoluta. Donde no hay interespacios no puede haber paso. Un éter
absolutamente denso detendría de una manera infinitamente más efectiva la marcha de una
estrella que un éter de diamante o de acero.
V.  —Su  objeción  se  contesta  con  una  facilidad  que  está  casi  en  proporción  con  su
aparente  irrefutabilidad.  Con  respecto  a  la  marcha  de  una  estrella,  no  puede  haber
diferencia entre que la estrella pase a través del éter o el éter a través de ésta. No hay error
astronómico más inexplicable que el que relaciona el conocido retardo de los cometas con
la idea de su paso a través del éter, pues por sutil que se suponga ese éter detendría toda
revolución sideral en un período mucho más breve que el admitido por esos astrónomos,
quienes  han  intentado  suprimir  un  punto  que  consideraban  imposible  de  entender.  El
retardo experimentado es, por el contrario, aproximadamente el mismo que puede esperarse
de la fricción del éter en el pasaje instantáneo a través del astro. En un caso, la fuerza de
retardo es momentánea y completa en sí misma; en el otro, es infinitamente acumulativa.
P. —Pero en todo esto, en esta identificación de la simple materia con Dios, ¿no hay
nada de irreverencia? (Me vi obligado a repetir esta pregunta antes de que el hipnotizado
comprendiera cabalmente su sentido.)
V. —¿Puede usted decir por qué la materia ha de ser menos reverenciada que la mente?
Usted olvida que la materia de la cual hablo es, en todo sentido, la verdadera «mente» o
«espíritu» de las escuelas, sobre todo en lo que concierne a sus elevadas propiedades, y es,
al mismo tiempo, la «materia» para estas escuelas. Dios, con todos los poderes atribuidos al
espíritu, es tan sólo la perfección de la materia.
P. —¿Afirma usted, entonces, que la materia indivisa, en movimiento, es pensamiento?
V. —En general, el movimiento es el pensamiento universal de la mente universal. Este
pensamiento crea. Todas las cosas creadas no son sino los pensamientos de Dios.
P. —Usted dice «en general».
V. —Sí. La mente universal es Dios. Para las nuevas individualidades es necesaria la
materia.
P. —Pero usted habla ahora de «mente» y de «materia» como lo hacen los metafísicos.
V. —Sí, para evitar la confusión. Cuando digo «mente» me refiero a la materia indivisa
o última; cuando digo «materia» me refiero a todo lo demás.
P. —Usted decía que «para las nuevas individualidades es necesaria la materia». V. —Sí, pues la mente, en su existencia incorpórea, es simplemente Dios. Para crear
los seres individuales, pensantes, era necesario encarnar porciones de la mente divina. Así
es  individualizado  el  hombre.  Despojado  de  su  envoltura  corporal  sería  Dios.  El
movimiento particular de las porciones encarnadas de la materia indivisa es el pensamiento
del hombre, así como el movimiento del todo es el de Dios.
P. —¿Dice usted que despojado de su envoltura corporal el hombre sería Dios?
V. —(Después de mucho vacilar.) No pude haber dicho eso, es un absurdo.
P. —(Recurriendo a mis notas.) Usted dijo que «despojado de su envoltura corporal el
hombre sería Dios».
V. —Y es verdad. El hombre así despojado sería Dios, sería desindividualizado. Pero
no  puede  despojarse  jamás  de  esa  manera  —por  lo  menos  nunca  podrá—,  a  menos  que
imaginemos una acción de Dios que vuelve sobre sí misma, una acción inútil, sin finalidad.
El hombre es una criatura. Las criaturas son pensamientos de Dios. Está en la naturaleza del
pensamiento ser irrevocable.
P.  —No  comprendo.  ¿Usted  dice  que  el  hombre  nunca  podrá  desprenderse  de  su
cuerpo?
V. —Digo que nunca será incorpóreo.
P. —Explíquese.
V.  —Hay  dos  cuerpos:  el  rudimentario  y  el  completo,  que  corresponden  a  las  dos
condiciones de la crisálida y la mariposa. Lo que llamamos «muerte» es tan sólo la penosa
metamorfosis.  Nuestra  presente  encarnación  es  progresiva,  preparatoria,  temporaria.
Nuestro futuro es perfecto, definitivo, inmortal. La vida definitiva constituye la finalidad
absoluta.
P. —Pero de la metamorfosis de la crisálida tenemos un conocimiento palpable.
V.  —Nosotros  sí,  pero  la  crisálida  no.  La  materia  que  compone  nuestro  cuerpo
rudimentario  está  al  alcance  de  los  órganos  de  este  cuerpo,  o,  más  claramente,  nuestros
órganos rudimentarios se adaptan a la materia que forma el cuerpo rudimentario, pero no al
que compone el cuerpo definitivo. Éste escapa así a nuestros sentidos rudimentarios, y sólo
percibimos  la  envoltura  que  cae  al  morir,  desprendiéndose  de  la  forma  interior,  no  esa
misma forma interior; pero esta última, así como la envoltura, es apreciable para los que ya
han adquirido la vida definitiva.
P. — Usted ha dicho a menudo que el estado mesmérico se asemeja estrechamente a la
muerte. ¿Cómo es eso?
V.  —Cuando  digo  que  se  parece  a  la  muerte,  aludo  a  que  se  asemeja  a  la  vida
definitiva,  pues  cuando  estoy  en  trance  los  sentidos  de  mi  vida  rudimentaria  quedan  en
suspenso  y  percibo  las  cosas  exteriores  directamente,  sin  órganos,  a  través  de  un
intermediario que emplearé en la vida definitiva, inorganizada.
P. —¿Inorganizada?
V.  —Sí;  los  órganos  son  mecanismos  mediante  los  cuales  el  individuo  se  pone  en
relación sensible con clases y formas particulares de materia, con exclusión de otras clases
y formas. Los órganos del hombre están adaptados a esta condición rudimentaria y sólo a
ésta;  siendo  inorganizada  su  condición  última,  su  comprensión  es  ilimitada  en  todos  los
órdenes, salvo en uno: la naturaleza de la voluntad de Dios, es decir, el movimiento de la
materia indivisa. Usted tendrá una idea clara del cuerpo definitivo concibiéndolo como si
fuera  todo  cerebro.  No  es  eso;  pero  una  concepción  de  esta  naturaleza  lo  acercará  a  la
comprensión  de  su  ser.  Un  cuerpo  luminoso  imparte  vibración  al  éter.  Las  vibraciones
engendran  otras  similares  dentro  de  la  retina;  éstas  comunican  otras  al  nervio  óptico.  El nervio  envía  otras  al  cerebro,  y  el  cerebro  otras  a  la  materia  indivisa  que  lo  penetra.  El
movimiento de esta última es el pensamiento, cuya primera ondulación es la percepción. De
esta manera la mente de la vida rudimentaria se comunica con el mundo exterior, y este
mundo exterior está limitado para la vida rudimentaria, por la idiosincrasia de sus órganos.
Pero en la vida definitiva, inorganizada, el mundo exterior llega al cuerpo entero (que es de
una  sustancia  afín  al  cerebro,  como  he  dicho),  sin  otra  intervención  que  la  de  un  éter
infinitamente más sutil que el luminoso; y todo el cuerpo vibra al unísono con este éter,
poniendo  en  movimiento  la  materia  indivisa  que  lo  penetra.  A  la  ausencia  de  órganos
especiales  debemos  atribuir,  además,  la  casi  ilimitada  percepción  propia  de  la  vida
definitiva. En los seres rudimentarios los órganos son las jaulas necesarias para encerrarlos
hasta que tengan alas.
P. —Usted habla de «seres» rudimentarios. ¿Hay otros seres pensantes rudimentarios
además del hombre?
V.  —Las  numerosas  acumulaciones  de  materia  sutil  en  nebulosas,  planetas,  soles  y
otros cuerpos que no son ni nebulosas, ni soles, ni planetas tienen la única finalidad de dar
pábulo  a  los  distintos  órganos  de  infinidad  de  seres  rudimentarios.  De  no  ser  por  la
necesidad de la vida rudimentaria, previa a la definitiva, no hubiera habido cuerpos como
éstos.  Cada  uno  de  ellos  es  ocupado  por  una  variedad  distinta  de  criaturas  orgánicas,
rudimentarias,  pensantes.  En  todas  los  órganos  varían  según  los  caracteres  del  lugar
ocupado. A la muerte o metamorfosis, estas criaturas que gozan de la vida definitiva —la
inmortalidad— y conocen todos los secretos, salvo uno, actúan y se mueven en todas partes
por simple volición; habitan, no en las estrellas, que nosotros consideramos las únicas cosas
palpables para cuya distribución ciegamente juzgamos creado el espacio, sino el espacio
mismo,  ese  infinito  cuya  inmensidad  verdaderamente  sustancial  se  traga  las  estrellas  al
igual que sombras, borrándolas como no entidades de la percepción de los ángeles.
P. —Usted dice que, «de no ser por la necesidad de la vida rudimentaria», no hubiera
habido estrellas. ¿Pero por qué esta necesidad?
V. —En la vida inorgánica, así como generalmente en la materia inorgánica, no hay
nada que impida la acción de una única y simple ley, la Divina Volición. La vida orgánica y
la materia (complejas, sustanciales y sometidas a leyes) fueron creadas con el propósito de
producir un impedimento.
P. —Pero de nuevo, ¿qué necesidad había de producir ese impedimento?
V.  —El  resultado  de  la  ley  inviolada  es  perfección,  justicia,  felicidad  negativa.  El
resultado  de  la  ley  violada  es  imperfección,  injusticia,  dolor  positivo.  Por  medio  de  los
impedimentos que brindan el número, la complejidad y la sustancialidad de las leyes de la
vida orgánica y de la materia, la violación de la ley resulta, hasta cierto punto, practicable.
Así el dolor, que es imposible en la vida inorgánica, es posible en la orgánica.
P. —¿Pero cuál es el propósito benéfico que justifica la existencia del dolor?
V.  —Todas  las  cosas  son  buenas  o  malas  por  comparación.  Un  análisis  suficiente
mostrará que el placer, en todos los casos, es tan sólo el reverso del dolor. El placer positivo
es una simple idea. Para ser felices hasta cierto punto, debemos haber padecido hasta ese
mismo punto. No sufrir nunca sería no haber sido nunca dichoso. Pero se ha demostrado
que en  la  vida inorgánica  no  puede  existir dolor; de ahí su necesidad en la orgánica. El
dolor de la vida primitiva en la tierra es la única garantía de beatitud para la vida definitiva
en el cielo.
P. —Todavía hay una  de  sus  expresiones que me resulta imposible comprender: «la
inmensidad verdaderamente sustancial» del infinito. V.  —Ello  es  quizá  porque  no  tiene  usted  una  noción  suficientemente  genérica  del
término  «sustancia».  No  debemos  considerarla  una  cualidad,  sino  un  sentimiento:  es  la
percepción, en los seres pensantes, de la adaptación de la materia a su organización. Hay
muchas  cosas  en  la  tierra  que  nada  serían  para  los  habitantes  de  Venus,  muchas  cosas
visibles y tangibles en Venus cuya existencia seríamos incapaces de apreciar. Pero, para los
seres inorgánicos, para los ángeles, la totalidad de la materia indivisa es sustancia, es decir,
la totalidad de lo que designamos «espacio» es para ellos la sustancialidad más verdadera;
al mismo tiempo las estrellas, en lo que consideramos su materialidad, escapan al sentido
angélico,  de  la  misma  manera  que  la  materia  indivisa,  en  lo  que  consideramos  su
inmaterialidad, se evade de lo orgánico.
Mientras el hipnotizado pronunciaba estas últimas palabras con voz débil, observé en
su fisonomía una singular expresión que me alarmó un poco y me indujo a despertarlo en
seguida. No bien lo hube hecho, con una brillante sonrisa que iluminó todas sus facciones
cayó de espaldas sobre la almohada y expiró. Observé que, menos de un minuto después, su
cuerpo tenía toda la severa rigidez de la piedra. Su frente estaba fría como el hielo. Parecía
haber  sufrido  una  larga  presión  de  la  mano  de  Azrael.  El  hipnotizado,  durante  la  última
parte de su discurso, ¿se había dirigido a mí desde la región de las sombras?

F I N

La Caida de la Casa Usher

Son coeur est un luth suspendu; 
Sitôt qu’on le touche, il résonne.
(DE BÈRANGER)


Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían
bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país;
y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa
Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un
sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de
esos sentimientos semiagradables por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las
más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenía
delante —la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como
ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados— con
una  fuerte  depresión  de  ánimo  únicamente  comparable,  como  sensación  terrena,  al
despertar  del  fumador  de  opio,  la  amarga  caída  en  la  existencia  cotidiana,  el  horrible
descorrerse  del  velo.  Era  una  frialdad,  un  abatimiento,  un  malestar  del  corazón,  una
irremediable  tristeza  mental  que  ningún  acicate  de  la  imaginación  podía  desviar  hacia
forma  alguna  de  lo  sublime.  ¿Qué  era  —me  detuve  a  pensar—,  qué  era  lo  que  así  me
desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar
con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba.
Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda
duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así,
el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de
nuestro  alcance.  Era  posible,  reflexioné,  que  una  simple  disposición  diferente  de  los
elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá
anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi
caballo  a  la  escarpada  orilla  de  un  estanque  negro  y  fantástico  que  extendía  su  brillo
tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes
contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y
las vacías ventanas como ojos.
En  esa  mansión  de  melancolía,  sin  embargo,  proyectaba  pasar  algunas  semanas.  Su
propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia,
pero  muchos  años  habían  transcurrido  desde  nuestro  último  encuentro.  Sin  embargo,
acababa de recibir una carta en una región distinta del país —una carta suya—, la cual, por
su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal.
La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda,
de un desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en
realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi
compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido
hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos en realidad poco sabía de mi
amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su
antiquísima  familia  se  había  destacado  desde  tiempos  inmemoriales  por  una  peculiar
sensibilidad  de  temperamento  desplegada,  a  lo  largo  de  muchos  años,  en  numerosas  y
elevadas  concepciones  artísticas  y  manifestada,  recientemente,  en  repetidas  obras  de
caridad generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades
más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía
también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no había
producido, en ningún período, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se
limitaba  a  la  línea  de  descendencia  directa  y  siempre,  con  insignificantes  y  transitorias
variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto
acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando
sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido
sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión
constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba
tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y
equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo
usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil —el de mirar en el
estanque—  había  ahondado  la  primera  y  singular  impresión.  No  cabe  duda  de  que  la
conciencia del rápido crecimiento de mi superstición —pues, ¿por qué no he de darle este
nombre?—  servía  especialmente  para  acelerar  su  crecimiento  mismo.  Tal  es,  lo  sé  de
antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe
de haber sido por esta sola razón que cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su
imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en
verdad,  que  sólo  la  menciono  para  mostrar  la  vívida  fuerza  de  las  sensaciones  que  me
oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre
toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una
atmósfera  sin  afinidad  con  el  aire  del  cielo,  exhalada  por  los  árboles  marchitos,  por  los
muros  grises,  por  el  estanque  silencioso,  un  vapor  pestilente  y  místico,  opaco,  pesado,
apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu esa que tenía que ser un sueño, examiné más de cerca el
verdadero  aspecto del  edificio.  Su  rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad.
Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda
la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto
nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la
mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las
partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de
ciertos  maderajes  que  se  han  podrido  largo  tiempo  en  alguna  cripta  descuidada,  sin  que
intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica deba
pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido
descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en
el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas del
estanque.
Mientras  observaba  estas  cosas  cabalgué  por  una  breve  calzada  hasta  la  casa.  Un
sirviente  que  aguardaba  tomó  mi  caballo,  y  entré  en  la  bóveda  gótica  del  vestíbulo.  Un criado  de  paso  furtivo  me  condujo  desde  allí,  en  silencio,  a  través  de  varios  pasadizos
oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino
contribuyó,  no  sé  cómo,  a  avivar  los  vagos  sentimientos  de  los  cuales  he  hablado  ya.
Mientras los objetos circundantes —los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de
las  paredes,  el  ébano  negro  de  los  pisos  y  los  fantasmagóricos  trofeos  heráldicos  que
rechinaban  a  mi  paso—  eran  cosas  a  las  cuales,  a  sus  semejantes,  estaba  acostumbrado
desde la infancia, mientras no cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me
asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes habituales provocaban en mí.
En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé,
era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me
dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas, estrechas
y  puntiagudas,  y  a  distancia  tan  grande  del  piso  de  roble  negro,  que  resultaban
absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a
través de los cristales enrejados y servían para diferenciar suficientemente los principales
objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del
aposento a los huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las
paredes. El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos
libros e  instrumentos  musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la
escena.  Sentí  que  respiraba  una  atmósfera  de  dolor.  Un  aire  de  dura,  profunda  e
irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me
recibió  con  calurosa  vivacidad,  que  mucho  tenía,  pensé  al  principio,  de  cordialidad
excesiva,  del  esfuerzo  obligado  del  hombre  de  mundo  ennuyé.  Pero  una  mirada  a  su
semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes,
mientras  no  hablaba,  lo  observé  con  un  sentimiento  en  parte  de  compasión,  en  parte  de
espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente, en
un  período  tan  breve,  como  Roderick  Usher!  A  duras  penas  pude  llegar  a  admitir  la
identidad  del  ser  exangüe  que  tenía  ante  mí,  con  el  compañero  de  mi  adolescencia.  Sin
embargo, el carácter de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos,
grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos,
pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de
ventanillas  más  abiertas  de  lo  que  es  habitual  en  ellas;  el  mentón,  finamente  modelado,
revelador,  en  su  falta  de  prominencia,  de  una  falta  de  energía  moral;  los  cabellos,  más
suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la región
frontal  constituían  una  fisonomía  difícil  de  olvidar.  Y  ahora  la  simple  exageración  del
carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan
grande, que dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel,
el  brillo  milagroso  de  los  ojos,  por  sobre  todas  las  cosas  me  sobresaltaron  y  aun  me
aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su desordenada
textura  de  telaraña  flotaba  más  que  caía  alrededor  del  rostro,  me  era  imposible,  aun
haciendo  un  esfuerzo,  relacionar  su  enmarañada  apariencia  con  idea  alguna  de  simple
humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y
pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de vencer un
azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado
para algo de esta naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles  y  por  las  conclusiones  deducidas  de  su  peculiar  conformación  física  y  su
temperamento.  Sus  gestos  eran  alternativamente  vivaces  y  lentos.  Su  voz  pasaba  de  una
indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de
concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación
gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el borracho
perdido o en el opiómano incorregible durante los períodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del solaz que
aguardaba  de  mí.  Abordó  con  cierta  extensión lo  que  él  consideraba  la  naturaleza  de  su
enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio;
una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se
manifestaba  en  una  multitud  de  sensaciones  anormales.  Algunas  de  ellas,  cuando  las
detalló,  me  interesaron  y  me  desconcertaron,  aunque  sin  duda  tuvieron  importancia  los
términos  y  el  estilo  general  del  relato.  Padecía  mucho  de  una  acuidad  mórbida  de  los
sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta
textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus
ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban
horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror. «Moriré —dijo—, tengo
que  morir  de  esta  deplorable  locura.  Así,  así  y  no  de  otro  modo  me  perderé.  Temo  los
sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en
cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No
aborrezco el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en
esta  lamentable  condición,  siento  que  tarde  o  temprano  llegará  el  período  en  que  deba
abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo.»
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y ambiguas,
otro  rasgo  singular  de  su  condición  mental.  Estaba  dominado  por  ciertas  impresiones
supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca
se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía
fue descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas
peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su
espíritu,  decía,  a  fuerza  de  soportarlas  largo  tiempo;  efecto  que  el  aspecto  físico  de  los
muros  y  las  torrecillas  grises  y  el  oscuro  estanque  en  el  cual  éstos  se  miraban  había
producido, a la larga, en la moral de su existencia.
Admitía,  sin  embargo,  aunque  con  vacilación,  que  podía  buscarse  un  origen  más
natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo afectaba: la cruel y
prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una hermana tiernamente
querida, su única compañía durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra.
«Su muerte —decía con una amargura que nunca podré olvidar — hará de mí (de mí, el
desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher.» Mientras hablaba, Lady
Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin
notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor,
y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me
oprimió,  mientras  seguía  con  la  mirada  sus  pasos  que  se  alejaban.  Cuando  por  fin  una
puerta  se  cerró  tras  ella,  mis  ojos  buscaron  instintiva  y  ansiosamente  el  semblante  del
hermano,  pero  éste  había  hundido  la  cara  entre  las  manos  y  sólo  pude  percibir  que  una
palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se
filtraban apasionadas lágrimas. La enfermedad de Lady Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de
sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes
aunque  transitorios  accesos  de  carácter  parcialmente  cataléptico  eran  el  diagnóstico
insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose
a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo
esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe
que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para
mí, que nunca más vería a Lady Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este
período  me  entregué  a  vehementes  esfuerzos  para  aliviar  la  melancolía  de  mi  amigo.
Pintábamos  y  leíamos  juntos;  o  yo  escuchaba,  como  en  un  sueño,  las  extrañas
improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así a medida que una intimidad cada vez más
estrecha  me  introducía  sin  reserva  en  lo  más  recóndito  de  su  alma,  iba  advirtiendo  con
amargura  la  futileza  de  todo  intento  de  alegrar  un  espíritu  cuya  oscuridad,  como  una
cualidad  positiva,  inherente,  se  derramaba  sobre  todos  los  objetos  del  universo  físico  y
moral, en una incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con
el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el
exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me
mostraba.  Una  idealidad  exaltada,  enfermiza,  arrojaba  un  fulgor  sulfúreo  sobre  todas  las
cosas.  Sus  largos  e  improvisados  cantos  fúnebres  resonarán  eternamente  en  mis  oídos.
Entre  otras  cosas,  conservo  dolorosamente  en  la  memoria  cierta  singular  perversión  y
amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutría su
laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba
un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas
(tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo
más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por
su  extremada  simplicidad,  por  la  desnudez  de  sus  diseños,  atraían  la  atención  y  la
subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí al
menos  —en  las  circunstancias  que  entonces  me  rodeaban—,  surgía  de  las  puras
abstracciones  que  el  hipocondríaco  lograba  proyectar  en  la  tela,  una  intensidad  de
intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las
fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto
rigor  del  espíritu  de  abstracción,  puede  ser  vagamente  esbozada,  aunque  de  una  manera
indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o
túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni
adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa
excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba
ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra
fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos
que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral.
He  hablado  ya  de  ese  estado  mórbido  del  nervio  auditivo  que  hacía  intolerable  al
paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá
los  estrechos  límites  en  los  cuales  se  había  confinado  con  la  guitarra  fueron  los  que
originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar
de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser —y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba
con  improvisaciones  verbales  rimadas)—,  debían  de  ser  los  resultados  de  ese  intenso
recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables
sólo  en  ciertos  momentos  de  la  más  alta  excitación  mental.  Recuerdo  fácilmente  las
palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando
la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y por primera
vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre
su trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así:

En el más verde de los valles 
que habitan ángeles benéficos, 
erguíase un palacio lleno 
de majestad y hermosura. 
¡Dominio del rey Pensamiento, 
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas 
sobre cosa tan bella.

Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.

Y los que erraban en el valle,
 por dos ventanas luminosas 
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes, 
en torno al trono donde 
(¡porfirogéneto!)
 envuelto en merecida pompa, 
sentábase el señor del reino.

Y de rubíes y de perlas 
era la puerta del palacio, 
de donde como un río fluían, 
fluían centelleando, 
los Ecos, de gentil tarea: 
la de cantar con altas voces 
el genio y el ingenio 
de su rey soberano.

Mas criaturas malignas invadieron, 
vestidas de tristeza, aquel dominio.  (¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más 
nacerá otra alborada!) 
Y en torno del palacio, la hermosura 
que antaño florecía entre rubores,
 es sólo una olvidada historia 
sepulta en viejos tiempos.

Y los viajeros, desde el valle, 
por las ventanas ahora rojas, 
ven vastas formas que se mueven 
en fantasmales discordancias, 
mientras, cual espectral torrente, 
por la pálida puerta 
sale una horrenda multitud que ríe... 
pues la sonrisa ha muerto.

Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente
de  pensamientos  donde  se  manifestó  una  opinión  de  Usher  que  menciono,  no  por  su
novedad (pues otros hombres 2  han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la
defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en
su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas
condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el
vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo
he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la
sensibilidad  habían  sido  satisfechas,  imaginaba  él,  por  el  método  de  colocación  de  esas
piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las
cubrían  y  los  marchitos  árboles  circundantes,  pero,  sobre  todo,  por  la  prolongación
inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia
—la evidencia de esa sensibilidad— podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en
la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los
muros.  El  resultado  era  discernible,  añadió,  en  esa  silenciosa,  mas  importuna  y  terrible
influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso
que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no
haré ninguno.
Nuestros libros —los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la
existencia intelectual del enfermo— estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo
con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Vever et Chartreuse,
de Gresset, el Belfegor, de Maquiavelo; Del Cielo y del Infierno, de Swedenborg; el Viaje
subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia, de Robert Flud, Jean d’Indaginé
y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y la Ciudad del Sol, de
Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium
Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre
los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero
encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico
                                                          
2  Watson, el doctor Percival, Spallanzani y, especialmente, el obispo de Landaff. Véanse los Ensayos químicos,
tomo V. en cuarto    —el manual de una iglesia olvidada—, las Vigiliæ  Mortuorum Chorum Eclesiæ
Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia
sobre  el  hipocondríaco  cuando  una  noche,  tras  informarme  bruscamente  de  que  Lady
Madeline  había  dejado  de  existir,  declaró  su  intención  de  preservar  su  cuerpo  durante
quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio.
El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad
de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter
insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por
parte  de  sus  médicos,  la  remota  y  expuesta  situación  del  cementerio  familiar.  No  he  de
negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la
escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una
precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A  pedido  de  Usher,  lo  ayudé  personalmente  en  los  preparativos  de  la  sepultura
temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La
cripta  donde  lo  depositamos  (por  tanto  tiempo  clausurada  que  las  antorchas  casi  se
apagaron  en  su  atmósfera  opresiva,  dándonos  poca  oportunidad  para  examinarla)  era
pequeña,  húmeda  y  desprovista  de  toda  fuente  de  luz;  estaba  a  gran  profundidad,
justamente  bajo  la  parte  de  la  casa  que  ocupaba  mi  dormitorio.  Evidentemente  había
desempeñado,  en  remotos  tiempos  feudales,  el  siniestro  oficio  de  mazmorra,  y  en  los
últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una
parte  del  piso  y  todo  el  interior  del  largo  pasillo  abovedado  que  nos  llevara  hasta  allí
estaban  cuidadosamente  revestidos  de  cobre.  La  puerta,  de  hierro  macizo,  tenía  una
protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido
agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror,
retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de
su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que
atrajo  mi  atención,  y  Usher,  adivinando  quizá  mis  pensamientos,  murmuró  algunas
palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían
existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron
mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Lady
Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas
las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el
pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos
la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con
fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en
las  características  del  desorden  mental  de  mi  amigo.  Sus  maneras  habituales  habían
desaparecido.  Descuidaba  u  olvidaba  sus  ocupaciones  comunes.  Erraba  de  aposento  en
aposento  con  paso  presuroso,  desigual,  sin  rumbo.  La  palidez  de  su  semblante  había
adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos
había  desaparecido  por  completo.  El  tono  a  veces  ronco  de  su  voz  ya  no  se  oía,  y  una
vacilación trémula como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por
momentos,  en  verdad,  pensé  que  algún  secreto  opresivo  dominaba  su  mente  agitada  sin
descanso,  y  que  luchaba  por  conseguir  valor  suficiente  para  divulgarlo.  Otras  veces,  en
cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención,
como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara,
que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las
extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Lady
Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera
especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las
horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de
convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante
influencia  del  lúgubre  moblaje  de  la  habitación,  de  los  tapices  oscuros  y  raídos  que,
atormentados por el  soplo  de  una  tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de
aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del
lecho.  Pero  mis  esfuerzos  eran  infructuosos.  Un  temblor  incontenible  fue  invadiendo
gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de
una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre
las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté
atención —ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva— a ciertos sonidos
ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no
sé  de  dónde.  Dominado  por  un  intenso  sentimiento  de  horror,  inexplicable  pero
insoportable,  me  vestí  aprisa  (pues  sabía  que  no  iba  a  dormir  más  durante  la  noche)  e
intenté  salir  de  la  lamentable  condición  en  que  había  caído,  recorriendo  rápidamente  la
habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo
mi  atención.  Reconocí  entonces  el  paso  de  Usher.  Un  instante  después  llamaba  con  un
toque  suave  a  en  la  puerta  y  entraba  con  una  lámpara.  Su  semblante  tenía,  como  de
costumbre,  una  palidez  cadavérica,  pero  además  había  en  sus  ojos  una  especie  de  loca
hilaridad, una hysteria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero
todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia
con alivio.
—¿No lo has visto? —dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor,
en  silencio—.  ¿No  lo  has  visto?  Pues  aguarda,  lo  verás  —y  diciendo  esto  protegió
cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la
tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo.
Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular
en su terror y en su hermosura. Al parecer un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra
vecindad,  pues  había  frecuentes  y  violentos  cambios  en  la  dirección  del  viento;  y  la
excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos
impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose
unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y
sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de
un  relámpago.  Pero  las  superficies  inferiores  de  las  grandes  masas  de  agitado  vapor,  así
como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de
una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y
la amortajaba.
—¡No  debes  mirar,  no  mirarás  eso!  —dije,  estremeciéndome,  mientras  con  suave
violencia  apartaba  a  Usher  de  la  ventana  para  conducirlo  a  un  asiento—.  Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá
tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el
aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré
y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de sir Launcelot Canning; pero lo
había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco había en
su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad
de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que
la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la
historia  de  los  trastornos  mentales  está  llena  de  anomalías  semejantes)  aun  en  la
exageración  de  la  locura  que  yo  iba  a  leerle.  De  haber  juzgado,  a  decir  verdad,  por  la
extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia,
me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
Había  llegado  a  esa  parte  bien  conocida  de  la  historia  en  que  Ethelred,  el  héroe  del
Trist,  después  de  sus  vanos  intentos  de  introducirse  por  las  buenas  en  la  morada  del
eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las
siguientes:
«Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias
al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita,
quien,  en  realidad,  era  de  índole  obstinada  y  maligna;  mas  sintiendo  la  lluvia  sobre  sus
hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes
abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando
con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera
seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma.»
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció
(aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció
que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que
podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo
ruido de rotura, de destrozo que sir Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda
alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues entre el crujir de los bastidores de las
ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo
nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:
«Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y sorprendido al
no  percibir  señales  del  maligno  eremita  y  encontrar,  en  cambio,  un  dragón  prodigioso,
cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro
con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:

Quien entre aquí, conquistador será; 
Quien mate al dragón, el escudo ganará.

»Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó
su  apestado  aliento  con  un  rugido  tan  hórrido  y  bronco  y  además  tan  penetrante  que
Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido,
tal como jamás se había oído hasta entonces.»
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro,
pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado  realmente  (aunque me
resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi
imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.
Oprimido,  como  por  cierto  lo  estaba  desde  la  segunda  y  más  extraordinaria
coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y
un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar
con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que
hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos
minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí
había  hecho  girar  gradualmente  su  silla,  de  modo  que  estaba  sentado  mirando  hacia  la
puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus
labios  temblorosos,  como  si  murmuraran  algo  inaudible.  Tenía  la  cabeza  caída  sobre  el
pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle
una  mirada  de  perfil.  El  movimiento  del  cuerpo  contradecía  también  esta  idea,  pues  se
mecía  de  un  lado  a  otro  con  un  balanceo  suave,  pero  constante  y  uniforme.  Luego  de
advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de sir Launcelot, que decía así:
«Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del
escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó
valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el
escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de
plata con grandísimo y terrible fragor.»
Apenas  habían  salido  de  mis  labios  estas  palabras,  cuando  —como  si  realmente  un
escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un pavimento de
plata—  percibí  un  eco  claro,  profundo,  metálico  y  resonante,  aunque  en  apariencia
sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto, pero el acompasado
movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus
ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando
posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa
malsana  tembló  en  sus  labios,  y  vi  que  hablaba  con  un  murmullo  bajo,  apresurado,
ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí,
por fin, el horrible significado de sus palabras:
—¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo... muchos
minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme,
mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva
en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros
movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me
atreví, ¡no me atrevía hablar!  ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del
eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo! ... ¡Di, mejor, el ruido
del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de
la  cripta,  por  el  pasillo  abovedado,  revestido  de  cobre!  ¡Oh!  ¿Adonde  huiré?  ¿No  estará
aquí  pronto?  ¿No  se  precipita  a  reprocharme  mi  prisa?  ¿No  he  oído  sus  pasos  en  la
escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! —y aquí,
furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara
su alma—: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como  si  la  sobrehumana  energía  de  su  voz  tuviera  la  fuerza  de  un  sortilegio,  los
enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus
pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la
puerta, ESTABA la alta y amortajada figura de Lady Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un
momento  permaneció  temblorosa,  tambaleándose  en  el  umbral;  luego,  con  un  lamento
sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta
agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta en toda
su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una
luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y
sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como
la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig-
zag  desde  el  tejado  del  edificio  hasta  la  base.  Mientras  la  contemplaba,  la  fisura  se
ensanchó  rápidamente,  pasó  un  furioso  soplo  del  torbellino,  todo  el  disco  del  satélite
irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos
muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el
profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa
Usher.

 F I N

Silencio

-Cuento corto/Fábula Ευδουσιν δ’ όρκων κορυφαˆ τε καˆ φαράγες  Πρώονες τε καˆ χαράδραι (Las crestas montañosas duermen; los valles, l...