domingo, 16 de julio de 2017

Berenice

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, 
curas meas aliquantulum fore levatas.
(EBN ZAIAT)

La  desdicha  es  diversa.  La  desgracia  cunde  multiforme  sobre  la  tierra.  Desplegada
sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y
también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como
el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la
paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así,
en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de
hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi
país  torres  más  venerables  que  mi  melancólica  y  gris  heredad.  Nuestro  linaje  ha  sido
llamado  raza  de  visionarios,  y  en  muchos  detalles  sorprendentes,  en  el  carácter  de  la
mansión familiar, en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en
los  relieves  de  algunos  pilares  de  la  sala  de  armas,  pero  especialmente  en  la  galería  de
cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza
de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.
Los  recuerdos  de  mis  primeros  años  se  relacionan  con  este  aposento  y  con  sus
volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es
simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia
previa.  ¿Lo  negáis?  No  discutiremos  el  punto.  Yo  estoy  convencido,  pero  no  trato  de
convencer.  Hay,  sin  embargo,  un  recuerdo  de  formas  aéreas,  de  ojos  espirituales  y
expresivos,  de  sonidos  musicales,  aunque  tristes,  un  recuerdo  que  no  será  excluido,  una
memoria  como  una  sombra,  vaga,  variable,  indefinida,  insegura,  y  como  una  sombra
también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.
En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía,
sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños
dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor
con  ojos  asombrados  y  ardientes,  que  malgastara  mi  infancia  entre  libros  y  disipara  mi
juventud  en  ensoñaciones;  pero  sí  es  raro  que  transcurrieran  los  años  y  el  cenit  de  la
virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización
que  subyugó  las  fuentes  de  mi  vida,  asombrosa  la  inversión  total  que  se  produjo  en  el
carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como
visiones,  y  sólo  como  visiones,  mientras  las  extrañas  ideas  del  mundo  de  los  sueños  se
tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y
entera existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos
de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante
de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación;
ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la
huida silenciosa de las horas de alas negras.
¡Berenice!  Invoco  su  nombre...  ¡Berenice!  Y  de  las  grises  ruinas  de  la  memoria  mil
tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante
mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo,
fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes!
Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La
enfermedad  —una  enfermedad  fatal—  cayó  sobre  ella  como  el  simún,  y  mientras  yo  la
observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos
y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El
destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no
la reconocía como Berenice.
Entre  la  numerosa  serie  de  enfermedades  provocadas  por  la  primera  y  fatal,  que
ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse
como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en
catalepsia,  estado  muy  semejante  a  la  disolución  efectiva  y  de  la  cual  su  manera  de
recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad —
pues me han dicho que no debo darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía
rápidamente,  asumiendo,  por  último,  un  carácter  monomaniaco  de  una  especie  nueva  y
extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin obtuvo sobre mí un incomprensible
ascendiente. Esta monomanía si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de
esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es
más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible
de  proporcionar  a  la  inteligencia  del  lector  corriente  una  idea  adecuada  de  esa  nerviosa
intensidad  del  interés  con  que  en  mi  caso  las  facultades  de  meditación  (por  no  emplear
términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo,
aun de los más comunes.
Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al
margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en
una  sombra  extraña  que  caía  oblicuamente  sobre  el  tapiz  o  sobre  la  puerta;  perderme
durante  toda  una  noche  en  la  observación  de  la  tranquila  llama  de  una  lámpara  o  los
rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente
alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de
suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física
gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de
las  extravagancias  más  comunes  y  menos  perniciosas  provocadas  por  un  estado  de  las
facultades  mentales,  no  único,  por  cierto,  pero  sí  capaz  de  desafiar  todo  análisis  o
explicación.
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por
objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común
a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente.
Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa
tendencia,  sino  primaria  y  esencialmente  distinta,  diferente.  En  un  caso,  el  soñador  o  el
fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en
una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un
ensueño  colmado  a  menudo  de  voluptuosidad,  el  incitamentum  o  primera  causa  de  sus meditaciones  desaparece  en  un  completo  olvido.  En  mi  caso,  el  objeto  primario  era
invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada,
una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas
pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca
eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había
alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del
mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he
dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban
ampliamente,  como  se  comprenderá,  por  su  naturaleza  imaginativa  e  inconexa,  de  las
características peculiares  del trastorno  mismo.  Puedo  recordar, entre  otros, el tratado  del
noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San
Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia:
Mortuus est Deifilius; credibili est quia ineptum est: et sepultas resurrexit; certum est quia
impossibili  est,  ocupó  mi  tiempo  íntegro  durante  muchas  semanas  de  laboriosa  e  inútil
investigación.
Se  verá,  pues,  que,  arrancada  de  su  equilibrio  sólo  por  cosas  triviales,  mi  razón
semejaba  a  ese  risco  marino  del  cual  habla  Ptolomeo  Hefestión,  que  resistía  firme  los
ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al
contacto  de  la  flor  llamada  asfódelo.  Y  aunque  para  un  observador  descuidado  pueda
parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su
desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y
anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno
era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy
conmovido  por  la  ruina  total  de  su  hermosa  y  dulce  vida,  no  dejaba  de  meditar  con
frecuencia,  amargamente,  en  los  prodigiosos  medios  por  los  cuales  había  llegado  a
producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la
idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias,
podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se
gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución
física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la
extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las
pasiones  siempre  venían  de  la  inteligencia.  A  través  del  alba  gris,  en  las  sombras
entrelazadas  del  bosque  a  mediodía  y  en  el  silencio  de  mi  biblioteca  por  la  noche,  su
imagen  había  flotado  ante  mis  ojos  y  yo  la  había  visto,  no  como  una  Berenice  viva,
palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal,
sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un
objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y
ahora,  ahora  temblaba  en  su  presencia  y  palidecía  cuando  se  acercaba;  sin  embargo,
lamentando  amargamente  su  decadencia  y  su  ruina,  recordé  que  me  había  amado  largo
tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno —en
uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la
hermosa Alción 1  —, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca.
                                                          
1  Pues como Júpiter, durante el invierno, da por dos veces siete días de calor, los hombres han llamado a este Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta,
crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un
contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por
nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió
mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora
invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil,
con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser
primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin,
en su rostro. La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo
fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con
innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban
por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y
parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los
labios,  finos  y  contraídos.  Se  entreabrieron,  y  en  una  sonrisa  de  expresión  peculiar  los
dientes  de  la  cambiada  Berenice  se  revelaron  lentamente  a  mis  ojos.  ¡Ojalá  nunca  los
hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había
salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se
apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una
sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se
grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes.
¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante
mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor,
como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino
toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia.
Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes.
Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses
se  absorbieron  en  una  sola  contemplación.  Ellos,  ellos  eran  los  únicos  presentes  a  mi
mirada  mental,  y  en  su  insustituible  individualidad  llegaron  a  ser  la  esencia  de  mi  vida
intelectual.
Los  observé  a  todas  las  luces.  Les  hice  adoptar  todas  las  actitudes.  Examiné  sus
características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre
el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y
consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho
bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía
con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, este fue el
insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan
locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y
las  brumas  de  una  segunda  noche  se  acumularon  y  yo  seguía  inmóvil,  sentado  en  aquel
aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía
su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las
cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de
                                                                                                                                                                                
tiempo clemente y templado, la nodriza de la hermosa Alción (Simónides). horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con
sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de
las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien
me  dijo  que  Berenice  ya  no  existía.  Había  tenido  un  acceso  de  epilepsia  por  la  mañana
temprano,  y  ahora,  al  caer  la  noche,  la  tumba  estaba  dispuesta  para  su  ocupante  y
terminados los preparativos del entierro.
Me  encontré  sentado  en  la  biblioteca  y  de  nuevo  solo.  Me  parecía  que  acababa  de
despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta
del  sol  Berenice  estaba  enterrada.  Pero  del  melancólico  período  intermedio  no  tenía
conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de
horror,  horror  más  horrible  por  lo  vago,  terror  más  terrible  por  su  ambigüedad.  Era  una
página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos,
ininteligibles.  Luché  por  descifrarlos,  pero  en  vano,  mientras  una  y  otra  vez,  como  el
espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis
oídos.  Yo  había  hecho  algo.  ¿Qué  era?  Me  lo  pregunté  a  mí  mismo  en  voz  alta,  y  los
susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada
de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero,
¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no
merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un
libro  y  en  una  frase  subrayada:  Dicebant  mihi  sedales  si  sepulchrum  amicae  visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos
y la sangre se congeló en mis venas?
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como un habitante
de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló
con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de
un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para
buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló,
susurrando,  de  una  tumba  violada,  de  un  cadáver  desfigurado,  sin  mortaja  y  que  aún
respiraba, aún palpitaba, aún vivía.
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me
tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto
que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté
hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó
de  la  mano,  y  cayó  pesadamente,  y  se  hizo  añicos;  y  de  entre  ellos,  entrechocándose,
rodaron  algunos  instrumentos  de  cirugía  dental,  mezclados  con  treinta  y  dos  objetos
pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.

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