domingo, 16 de julio de 2017

Morella

El mismo, sólo por sí mismo,
eternamente Uno y único.
(PLATÓN, El banquete) 




Un sentimiento de profundo pero singularísimo afecto me inspiraba mi amiga Morella.
Llegué a conocerla por casualidad hace muchos años, y desde nuestro primer encuentro mi
alma ardió con fuego hasta entonces desconocido; pero el fuego no era de Eros, y amarga y
torturadora para mi espíritu fue la convicción gradual de que en modo alguno podía definir
su carácter insólito o regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos conocimos y el destino
nos unió ante el altar, y nunca hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, no obstante, huyó
de la sociedad y, apegándose tan sólo a mí, me hizo feliz. Es una felicidad maravillarse, es
una felicidad soñar.
La  erudición  de  Morella  era  profunda.  Tan  cierto  como  que  estoy  vivo,  sé  que  sus
aptitudes no eran de índole común; el poder de su espíritu era gigantesco. Yo lo sentía y en
muchos  puntos  fui  su  discípulo.  Pronto  descubrí,  sin  embargo,  que  quizá  a  causa  de  su
educación en Presburgo exponía a mi consideración cantidad de esos escritos místicos que
se  juzgan  habitualmente  la  escoria  de  la  primitiva  literatura  alemana.  Eran,  no  puedo
imaginar  por  qué  razón,  objeto  de  su  estudio  favorito  y  constante,  y,  si  con  el  tiempo
llegaron a serlo para mí, ello debe atribuirse a la simple pero eficaz influencia del hábito y
el ejemplo.
En todo esto, si no me equivoco, mi razón poco participaba. Mis opiniones, a menos
que  me  desconozca  a  mí  mismo,  en  modo  alguno  estaban  influidas  por  el  ideal,  ni  era
perceptible  ningún  matiz  del  misticismo  de  mis  lecturas,  a  menos  que  me  equivoque
mucho,  ni  en  mis  actos  ni  en  mis  pensamientos.  Convencido  de  ello,  me  abandoné  sin
reservas a la dirección de mi esposa y penetré con ánimo resuelto en el laberinto de sus
estudios.  Y  entonces,  entonces,  cuando  escudriñando  páginas  prohibidas  sentía  que  un
espíritu aborrecible se encendía dentro de mí, Morella posaba su fría mano sobre la mía y
sacaba  de  las  cenizas  de  una  filosofía  muerta  algunas  palabras  hondas,  singulares,  cuyo
extraño sentido se grababa en mi memoria. Y entonces, hora tras hora, me demoraba a su
lado, sumido en la música de su voz, hasta que al fin su melodía se inficionaba de terror y
una  sombra  caía  sobre  mi  alma  y  yo  palidecía  y  temblaba  interiormente  ante  aquellas
entonaciones sobrenaturales. Y así la alegría se desvanecía súbitamente en el horror y lo
más hondo se convertía en lo más horrible, como el Hinnom se convirtió en la Gehenna.
Es innecesario explicar el carácter exacto de aquellas disquisiciones que, surgidas de
los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema
de  conversación  entre  Morella  y  yo.  Los  entendidos  en  lo  que  puede  designarse  moral
teológica lo comprenderán rápidamente, y los profanos, en todo caso, poco entenderán. El
impetuoso  panteísmo  de  Fichte,  la  παλιγγενεσία  modificada  de  los  pitagóricos  y,  sobre
todo, las doctrinas de la identidad preconizadas por Schelling, eran generalmente los puntos
de discusión más llenos de belleza para la imaginativa Morella. Esta identidad denominada
personal  creo  que  ha  sido  definida  exactamente  por  Locke  como  la  permanencia  del  ser racional. Y puesto que por persona entendemos una esencia inteligente dotada de razón, y
el pensar siempre va acompañado por una conciencia, ella es la que nos hace ser eso que
llamamos  nosotros  mismos,  distinguiéndonos,  en  consecuencia,  de  los  otros  seres  que
piensan y confiriéndonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis, la
noción de esa identidad que con la muerte se pierde o no para siempre, fue para mí, en todo
tiempo, un tema de intenso interés, no tanto por la perturbadora y excitante índole de sus
consecuencias, como por la insistencia y la agitación con que Morella los mencionaba.
Mas en verdad llegó el momento en que el misterio de la naturaleza de mi mujer me
oprimió como un maleficio. Ya no podía soportar el contacto de su dedos pálidos, ni el tono
profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus ojos melancólicos. Y ella lo sabía, pero
no me lo reprochaba; parecía consciente de mi debilidad o de mi locura y, sonriendo, le
daba  el  nombre  de  Destino.  También  parecía  tener  conciencia  de  la  causa,  para  mí
desconocida,  del  gradual  desapego  de  mi  actitud,  pero  no  me  insinuó  ni  me  explicó  su
índole.  Sin  embargo,  era  mujer  y  languidecía  evidentemente.  Con  el  tiempo  la  mancha
carmesí  se  fijó  definitivamente  en  sus  mejillas  y  las  venas  azules  de  su  pálida  frente  se
acentuaron;  si  por  un  momento  me  ablandaba  la  compasión,  al  siguiente  encontraba  el
fulgor  de  sus ojos pensativos,  y  entonces mi alma se sentía enferma y experimentaba el
vértigo de quien hunde la mirada en algún abismo lúgubre, insondable.
¿Diré entonces que anhelaba con ansia, con un deseo voraz, el momento de la muerte
de  Morella?  Así  fue;  mas  el  frágil  espíritu  se  aferró  a  su  envoltura  de  arcilla  durante
muchos días, durante muchas semanas y meses de tedio, hasta que mis nervios torturados
dominaron mi razón y me enfurecí por la demora, y con el corazón de un demonio maldije
los días y las horas y los amargos momentos que parecían prolongarse, mientras su noble
vida declinaba como las sombras en la agonía del día.
Pero,  una  tarde  de  otoño,  cuando  los  vientos  se  aquietaban  en  el  cielo,  Morella  me
llamó a su cabecera. Una espesa niebla cubría la tierra, y subía un cálido resplandor desde
las aguas, y entre el rico follaje de octubre había caído del firmamento un arco iris.
—Éste es el día entre los días —dijo cuando me acerqué—, el día entre los días para
vivir o para morir. Es un hermoso día para los hijos de la tierra y de la vida... ¡ah, más
hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!
Besé su frente, y continuó:
—Me muero, y sin embargo viviré.
—¡Morella!
—Nunca existieron los días en que hubieras podido amarme; pero aquella a quien en
vida aborreciste, será adorada por ti en la muerte.
—¡Morella!
—Repito que me muero. Pero hay dentro de mí una prenda de ese afecto —¡ah, cuan
pequeño!— que sentiste por mí, por Morella. Y cuando mi espíritu parta, el hijo vivirá, tu
hijo  y  el  mío,  el  de  Morella.  Pero  tus  días  serán  días  de  dolor,  ese  dolor  que  es  la  más
perdurable de las impresiones, como el ciprés es el más resistente de los árboles. Porque las
horas de tu dicha han terminado, y la alegría no se cosecha dos veces en la vida, como las
rosas de Pestum dos veces en el año. Ya no jugarás con el tiempo como el poeta de Teos,
mas, ignorante del mirto y de la viña, llevarás encima, por toda la tierra, tu sudario, como el
musulmán en la Meca.
—¡Morella! —exclamé—. ¡Morella! ¿Cómo lo sabes?
Pero  volvió  su  cabeza  sobre  la  almohada;  un  ligero  estremecimiento  recorrió  sus
miembros y murió; y no oí más su voz. Sin embargo, como lo había predicho, su hija —a quien diera a luz al morir y que no
respiró  hasta  que  su  madre  dejó  de  alentar—,  su  hija,  una  niña,  vivió.  Y  creció
extrañamente en talla e inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la desaparecida, y
la amé con amor más perfecto del que hubiera creído posible sentir por ningún habitante de
la tierra.
Pero antes de mucho se oscureció el cielo de este puro afecto, y la tristeza, el horror, la
aflicción lo recorrieron con sus nubes. He dicho que la niña crecía extrañamente en talla e
inteligencia. Extraño, en verdad, era el rápido crecimiento de su cuerpo, pero terribles, ah,
terribles eran los tumultuosos pensamientos que se agolpaban en mí mientras observaba el
desarrollo  de  su  inteligencia. ¿Cómo  no  había  de  ser  así  si  descubría  diariamente  en  las
ideas  de  la  niña  el  poder  del  adulto  y  las  aptitudes  de  la  mujer;  si  las  lecciones  de  la
experiencia caían de los labios de la infancia; si yo encontraba a cada instante la sabiduría o
las pasiones de la madurez centelleando en sus ojos profundos y pensativos? Cuando todo
esto, digo, llegó a ser evidente para mis espantados sentidos, cuando ya no pude ocultarlo a
mi  alma  ni  apartarla  de  estas  evidencias  que  la  estremecían,  ¿es  de  sorprenderse  que
sospechas  de  carácter  terrible  y  perturbador  se  insinuaran  en  mi  espíritu,  o  que  mis
pensamientos  recayeran  con  horror  en  las  insensatas  historias  y  en  las  sobrecogedoras
teorías de la difunta Morella? Arrebaté a la curiosidad del mundo un ser cuyo destino me
obligaba a adorarlo, y en la rigurosa soledad de mi hogar vigilé con mortal ansiedad todo lo
concerniente a la criatura amada.
Y a medida que pasaban los años y yo contemplaba día tras día su rostro puro, suave,
elocuente, y vigilaba la maduración de sus formas, día tras día iba descubriendo  nuevos
puntos de semejanza entre la niña y su madre, la melancólica, la muerta. Y por instantes se
espesaban  esas  sombras  de  parecido  y  su  aspecto  era  más  pleno,  más  definido,  más
perturbador y más espantosamente terrible. Pues que su sonrisa fuera como la de su madre,
eso podía soportarlo, pero entonces me estremecía ante una identidad demasiado perfecta;
que sus ojos fueran como los de Morella, eso podía sobrellevarlo, pero es que también se
sumían  con  harta  frecuencia  en  las  profundidades  de  mi  alma  con  la  intención  intensa,
desconcertante, de los de Morella. Y en el contorno de la frente elevada, y en los rizos del
sedoso cabello, y en los pálidos dedos que se hundían en él, en el tono triste, musical de su
voz, y sobre todo —¡ah, sobre todo!— en las frases y expresiones de la muerta en labios de
la  amada,  de  la  viviente,  encontraba  alimento  para  una  idea  voraz  y  horrible,  para  un
gusano que no quería morir.
Así pasaron dos lustros de su vida, y mi hija seguía sin nombre sobre la tierra. «Hija
mía» y «querida» eran los apelativos habituales dictados por un afecto paternal, y el rígido
apartamiento de su vida excluía toda otra relación. El nombre de Morella había muerto con
ella.  De  la  madre  nunca  había  hablado  a  la  hija;  era  imposible  hablar.  A  decir  verdad,
durante  el  breve  período  de  su  existencia  esta  última  no  había  recibido  impresiones  del
mundo exterior, salvo las que podían brindarle los estrechos límites de su retiro. Pero, al
fin,  la  ceremonia  del  bautismo  se  presentó  a  mi  espíritu,  en  su  estado  de  nerviosidad  e
inquietud,  como  una  afortunada  liberación  del  terror  de  mi  destino.  Y,  ante  la  pila
bautismal, vacilé al elegir el nombre. Y muchos epítetos de la sabiduría y la belleza, de
viejos  y  modernos  tiempos,  de  mi  tierra  y  de  tierras  extrañas,  acudieron  a  mis  labios,  y
muchos, muchos epítetos de la gracia, la dicha, la bondad. ¿Qué me impulsó entonces a
agitar  el  recuerdo  de  la  muerta?  ¿Qué  demonio  me  incitó  a  musitar  aquel  sonido  cuyo
simple recuerdo solía hacer afluir torrentes de sangre purpúrea de las sienes al corazón?
¿Qué espíritu maligno habló desde lo más recóndito de mi alma cuando, en aquella bóveda oscura, en el silencio de la noche, susurré al oído del santo varón el nombre de Morella?
¿Quién sino un espíritu maligno convulsionó las facciones de mi hija y las cubrió con el
matiz de la muerte cuando, sobresaltada por esa palabra apenas perceptible, volvió sus ojos
límpidos del suelo al firmamento y, cayendo de rodillas en las losas negras de nuestra cripta
familiar, respondió «¡Aquí estoy!»?
Precisas, fríamente, tranquilamente precisas, cayeron estas simples palabras en mi oído
y de allí, como plomo derretido, rodaron silbando a mi cerebro. ¡Los años, los años pueden
pasar, pero el recuerdo de aquel momento, nunca! No ignoraba yo las flores y la viña, pero
el  acónito  y  el  ciprés  me  cubrieron  con  su  sombra  noche  y  día.  Y  perdí  toda  noción  de
tiempo y espacio, y las estrellas de mi sino se apagaron en el cielo, y desde entonces la
tierra se entenebreció y sus figuras pasaron a mi lado como sombras fugitivas, y entre ellas
sólo veía una: Morella. Los vientos musitaban una sola palabra en mis oídos, y las ondas
del mar murmuraban incesantes: «¡Morella!» Pero ella murió, y con mis propias manos la
llevé a la tumba; y lancé una larga y amarga carcajada al no hallar huellas de la primera
Morella en el sepulcro donde deposité a la segunda.

F I N

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