viernes, 14 de julio de 2017

El demonio de la perversidad


En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana
los  frenólogos  han  olvidado  una  tendencia  que,  aunque  evidentemente  existe  como  un
sentimiento  radical,  primitivo,  irreductible,  los  moralistas  que  los  precedieron  también
habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por
alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta
de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido
pensar  en  ella,  simplemente  por  su  gratuidad.  No  creímos  que  esa  tendencia  tuviera
necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es
decir,  aunque  la  noción  de  este  primum  mobile  se  hubiese  introducido por  sí  misma,  no
podíamos  entender  de  qué  modo  era  capaz  de  actuar  para  mover  las  cosas  humanas,  ya
temporales, ya eternas. No es posible negar que  la  frenología,  y  en  gran  medida  toda  la
metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que
piensa  o  el  que  observa,  se  ponen  a  imaginar  designios  de  Dios,  a  dictarle  propósitos.
Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre
estas  intenciones  sus  innumerables  sistemas  mentales.  En  materia  de  frenología,  por
ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que entre
los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a
éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual
la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido
que  la  voluntad  de  Dios  quiere  que  el  hombre  propague  la  especie,  descubrimos
inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la
idealidad,  la  casualidad,  la  constructividad,  en  una  palabra,  con  todos  los  órganos  que
representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en
este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o
sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus
predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del
hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador. 
Hubiera  sido  más  prudente,  hubiera  sido  más  seguro  fundar  nuestra  clasificación
(puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo
que siempre hace ocasionalmente,  en  cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios
pretende obligarle a hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo
lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no
podemos  entenderlo  en  sus  criaturas  objetivas,  ¿cómo  hemos  de  comprenderlo  en  sus
tendencias esenciales y en las fases de la creación?
La  inducción  a  posteriori  hubiera  llevado  a  la  frenología  a  admitir,  como  principio
innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a
falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin
motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o,
si  esto  se  considera  una  contradicción  en  los  términos,  podemos  llegar  a  modificar  la
proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos
actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna
más  fuerte.  Para  ciertos  espíritus,  en  ciertas  condiciones  llega  a  ser  absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el
error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos
impele a su prosecución. Esta invencible tendencia  a  hacer  el  mal  por  el  mal  mismo  no
admitirá  análisis  o  resolución  en  ulteriores  elementos.  Es  un  impulso  radical,  primitivo,
elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no
deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente
provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea.
La  combatividad,  a  la  cual  se  refiere  la  frenología,  tiene  por  esencia  la  necesidad  de
autodefensa.  Es  nuestra  salvaguardia  contra  todo  daño.  Su  principio  concierne  a  nuestro
bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se
sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que
será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos
perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento
fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería
que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las
preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más
incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo
haya  atormentado,  por  ejemplo,  un  vehemente  deseo  de  torturar  a  su  interlocutor  con
circunloquios.  El  que  habla  advierte  el  desagrado  que  causa;  tiene  toda  la  intención  de
agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso
lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera
de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa
cólera  con  ciertos  incisos  y  ciertos  paréntesis.  Este  solo  pensamiento  es  suficiente.  El
impulso  crece  hasta  el  deseo,  el  deseo  hasta  el  anhelo,  el  anhelo  hasta  un  ansia
incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las
consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la
demora  será  ruinosa.  La  crisis  más  importante  de  nuestra  vida  exige,  a  grandes  voces,
energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea,
y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser
emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta,
salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio.
El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber,
pero  con  este  verdadero  aumento  de  ansiedad  llega  también  un  indecible  anhelo  de
postergación realmente  espantosa  por  lo insondable.  Este anhelo cobra  fuerzas  a  medida
que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos
estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia
con  la  sombra.  Pero  si  la  contienda  ha  llegado  tan  lejos,  la  sombra  es  la  que  vence,
luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo
es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos
libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo.
Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En
lenta  graduación,  nuestro  malestar  y  nuestro  vértigo  se  confunden  en  una  nube  de
sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el
vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que
cualquier  genio  o  demonio  de  leyenda,  y,  sin  embargo,  es  sólo  un  pensamiento,  aunque
temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror.
Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde
semejante  altura.  Y  esta  caída,  esta  fulminante  aniquilación,  por  la  simple  razón  de  que
implica  la  más  espantosa  y  la  más  abominable  entre  las  más  espantosas  y  abominables
imágenes  de  la  muerte  y  el  sufrimiento  que  jamás  se  hayan  presentado  a  nuestra
imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón
nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay
en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al
borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de
pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos
para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un
brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos
arrojamos, nos destruimos.
Examinemos  estas  acciones  y  otras  similares:  encontraremos  que  resultan  sólo  del
espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos
hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad
considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no supiéramos que a
veces actúa en fomento del bien.
He  hablado  tanto  que  en  cierta  medida  puedo  responder  a  vuestra  pregunta,  puedo
explicaros  por  qué  estoy  aquí,  puedo  mostraros  algo  que  tendrá  por  lo  menos  una  débil
apariencia  de  justificación  de  estos  grillos  y  esta  celda  de  condenado  que  ocupo.  Si  no
hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais
considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas
del demonio de la perversidad.
Es  imposible  que  acción  alguna  haya  sido  preparada  con  más  perfecta  deliberación.
Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su
realización  implicaba  una  chance  de  ser  descubierto.  Por  fin,  leyendo  algunas  memorias
francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por
obra  de  una  vela  accidentalmente  envenenada.  La  idea  impresionó  de  inmediato  mi
imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también
que  su  habitación  era  pequeña  y  mal  ventilada.  Pero  no  necesito  fatigaros  con  detalles
impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el
candelero  de  su  dormitorio,  la  vela  que  allí  encontré  por  otra  de  mi  fabricación.  A  la
mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto
por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por
mi  cerebro  la  idea  de  ser  descubierto.  Yo  mismo  hice  desaparecer  los  restos  de  la  bujía
fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme
sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía
en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo
me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que
las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una
época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse
en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella
por  momentos.  Es  harto  común  que  nos  fastidie  el  oído,  o  más  bien  la  memoria,  el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El
martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria.
Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo
en voz baja la frase: «Estoy a salvo».
Un  día,  mientras  vagabundeaba  por  las  calles,  me  sorprendí  en  el  momento  de
murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di
esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar
abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón.
Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado
no  sin  cierto  esfuerzo)  y  recordaba  que  en  ningún  caso  había  resistido  con  éxito  sus
embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el
asesinato  del  cual  era  culpable  se  enfrentaba  conmigo  como  la  verdadera  sombra  de  mi
asesinado y me llamaba a la muerte.
Al  principio  hice  un  esfuerzo  para  sacudir  esta  pesadilla  de  mi  alma.  Caminé
vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo
enloquecedor  de  gritar  con  todas  mis  fuerzas.  Cada  ola  sucesiva  de  mi  pensamiento  me
abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi situación,
era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al
fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino.
Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis
oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar.
Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y
entonces algún demonio invisible —pensé— me golpeó con su ancha palma en la espalda.
El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen  que  hablé  con  una  articulación  clara,  pero  con  marcado  énfasis  y  apasionada
prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que
me entregaban al verdugo y al infierno.
Después  de  relatar  todo  lo  necesario  para  la  plena  acusación  judicial,  caí  por  tierra
desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre!
Pero, ¿dónde?

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