viernes, 14 de julio de 2017

El Entierro Prematuro

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de
una  obra  de  ficción.  El  mero  escritor  romántico  debe  evitarlos  si  no  desea  ofender  o
desagradar. Sólo se los usa con propiedad cuando lo severo y lo majestuoso de la verdad los
santifican  y  los  sostienen.  Nos  estremecemos  con  el  más  intenso  de  los  «dolores
agradables» ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de
Londres y de la matanza de San Bartolomé, o la asfixia de los ciento veintitrés prisioneros
en el Pozo Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la
historia. Como invenciones nos inspirarían simple aversión.
He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la
historia; pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que con
tanta vivacidad impresiona la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y
horripilante  catálogo  de  miserias  humanas,  podría  haber  elegido  muchos  ejemplos
individuales  más  llenos  de  sufrimiento  esencial  que  cualquiera  de  estos  vastos  desastres
generales.  La  verdadera  desgracia,  el  infortunio  por  esencia,  es  particular,  no  difuso.
¡Agradezcamos  a  Dios  misericordioso  que  los  horribles  extremos  de  agonía  sean
soportados por el hombre solo y nunca por el hombre en masa!
Ser  enterrado  vivo  es,  fuera  de  toda  discusión,  el  más  terrible  de  los  extremos  que
jamás  haya  caído  en  suerte  al  simple  mortal.  Que  ha  caído  con  frecuencia,  con  mucha
frecuencia, nadie capaz de pensar lo negará. Los límites que separan la Vida de la Muerte
son, en el mejor de los casos, vagos e indefinidos. ¿Quién puede decir dónde termina una y
dónde  empieza  la  otra?  Sabemos  que  hay  enfermedades  en  las  cuales  se  produce  una
cesación total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, esa cesación es una
simple  suspensión  para  darle  su  justo  nombre.  Hay  tan  sólo  pausas  temporarias  en  el
incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto
pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas de hechicería. La cuerda de
plata  no  estaba  suelta  para  siempre,  ni  irreparablemente  roto  el  vaso  de  oro.  Pero,
entretanto, ¿dónde se hallaba el alma?
Sin  embargo,  fuera  de  la  inevitable  conclusión  a  priori  de  que  tales  causas  deben
producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso deben provocar
naturalmente, una y otra vez, prematuros entierros, fuera de esta consideración tenemos el
testimonio  directo  de  la  experiencia  médica  y  vulgar  para  probar  que  realmente  un  gran
número  de  estas  inhumaciones  se  lleva  a  cabo.  Yo  podría  referir  de  inmediato,  si  fuera
necesario,  cien  ejemplos  bien  probados.  Uno  de  características  muy  notables,  y  cuyas
circunstancias quizá se conserven frescas todavía en la memoria de algunos de mis lectores,
aconteció  no  hace  mucho  en  la  vecina  ciudad  de  Baltimore,  donde  provocó  una  penosa,
intensa  y  dilatada  conmoción.  La  mujer  de  uno  de  los  más  respetables  ciudadanos  —
abogado  eminente  y  miembro  del  Consejo—  fue  atacada  por  una  súbita  e  inexplicable
enfermedad que burló el ingenio de sus médicos. Después de mucho padecer murió, o se
supone que murió. Nadie sospechó, a decir verdad, ni había razón para sospechar, que no
estaba realmente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro
tenía  el  habitual  contorno  contraído,  sumido.  Los  labios  mostraban  la  habitual  palidez
marmórea.  Los  ojos  carecían  de  brillo.  Faltaba  el  calor.  Las  pulsaciones  habían  cesado. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea.
El  funeral,  en  suma,  fue  apresurado  a  causa  del  rápido  avance  de  lo  que  se  supuso  era
descomposición.
La señora fue depositada en la bóveda familiar, que permaneció cerrada durante los tres
años siguientes. Al expirar este plazo fue abierta para la recepción de un sarcófago; mas,
¡ah!,  ¡qué  espantoso  choque  aguardaba  al  marido  cuando  abrió  en  persona  la  puerta!  Al
empujar los batientes, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el
esqueleto de su mujer con la mortaja todavía puesta.
Una  cuidadosa  investigación  brindó  la  evidencia  de  que  había  revivido  dos  días
después de su sepultura; que su lucha dentro del ataúd había provocado la caída de éste
desde un nicho o estante al suelo, y que al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció
vacía una lámpara que había quedado accidentalmente llena de aceite dentro de la tumba;
quizá  se  hubiera  agotado,  sin  embargo,  por  evaporación.  En  el  peldaño  superior  de  la
escalera que descendía a la espantosa cámara había un gran fragmento del ataúd, con el
cual, según las apariencias, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta
de hierro. Mientras lo hacía, probablemente, se desmayó o quizá murió de puro terror, y al
caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que se proyectaba hacia adentro. Allí
quedó y así se pudrió, erecta.
En  el  año  1810  hubo  en  Francia  un  caso  de  inhumación  prematura,  rodeado  de
circunstancias que justifican ampliamente el aserto de que la verdad es más extraña que la
ficción.  La  heroína  de  la  historia  era  mademoiselle  Victorine  Lafourcade,  una  joven  de
ilustre familia, rica y de gran belleza. Entre sus numerosos cortejantes se contaba Julien
Bossuet,  un  pobre  littérateur  o  periodista  de  París.  Su  talento  y  su  afabilidad  general  lo
habían señalado a la atención de la heredera, quien parecía haberse enamorado realmente de
él,  pero  su  orgullo  de  casta  la  decidió,  por  último,  a  rechazarlo  y  a  casarse  con  un  tal
monsieur Renelle, banquero  y  diplomático de  cierta  distinción.  Después  del  matrimonio,
este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a maltratarla de hecho. Después de pasar
juntos  algunos  años  desdichados,  ella  murió;  por  lo  menos,  su  estado  semejaba  tanto  la
muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue inhumada no en una bóveda, sino en una
tumba  común,  en  su  aldea  natal.  Lleno  de  desesperación,  y  todavía  inflamado  por  el
recuerdo  de  su  profundo  cariño,  el  enamorado  viaja  de  la  capital  a  la  remota  provincia
donde  se  encuentra  la  aldea,  con  el  propósito  romántico  de  desenterrar  el  cuerpo  y
apoderarse  de  sus  exuberantes  trenzas.  Llega  a  la  tumba.  A  medianoche  desentierra  el
ataúd,  lo  destapa  y,  en  el  momento  de  desprender  el  cabello,  lo  detienen  los  ojos  de  la
amada,  que  se  abren.  La  mujer  había  sido  enterrada  viva.  La  vitalidad  no  había
desaparecido  del  todo,  y  las  caricias  del  enamorado  la  despertaron  del  letargo  que  fuera
equivocadamente tomado por la muerte. El joven la llevó frenético a su alojamiento en la
aldea. Empleó ciertos poderosos reconstituyentes aconsejados por no pocos conocimientos
médicos. Al fin, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que, lenta y
gradualmente, recobró toda su salud. Su corazón no era empedernido, y esta última lección
de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió más junto a su marido;
ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos
regresaron a Francia, persuadidos de que el tiempo había cambiado tanto la apariencia de la
señora  que  sus  amigos  no  podrían  reconocerla.  Pero  se  equivocaron,  pues  al  primer
encuentro  monsieur  Renelle  reconoció,  efectivamente,  a  su  mujer  y  la  reclamó.  Ella
rechazó  el  reclamo  y  el  tribunal  la  apoyó,  resolviendo  que  las  peculiares  circunstancias,
junto con el largo lapso transcurrido, habían abolido, no sólo desde el punto de vista de la equidad, sino legalmente la autoridad del marido.
La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algunos
libreros americanos harían bien en traducir y editar, relata en uno de los últimos números
un suceso muy penoso que presenta las características en cuestión.
Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y robusta salud, fue derribado
por un caballo indomable, recibiendo una contusión muy fuerte en la cabeza que en seguida
le hizo perder el sentido. Tenía una ligera fractura de cráneo, pero sin peligro inmediato. La
trepanación se realizó con éxito. Se le practicó una sangría y se adoptaron otros muchos
métodos comunes de alivio. Pero cayó gradualmente en un sopor cada vez más grave y, por
último, se le dio por muerto.
Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos.
Sus funerales se realizaron un día jueves. El domingo siguiente frecuentaban el cementerio,
como  de  costumbre,  numerosos  visitantes  cuando,  alrededor  de  mediodía,  se  produjo  un
gran revuelo provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la
tumba del oficial, sintió claramente una conmoción en la tierra, como si alguien estuviera
luchando  debajo.  Al  principio  nadie  prestó  atención  a  las  palabras  del  hombre,  pero  su
evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia tuvieron, al fin, naturales
efectos  sobre  la  multitud.  Algunos  consiguieron  de  inmediato  unas  palas,  y  la  tumba,
vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó ver la cabeza de
su  ocupante.  Daba  la  impresión  de  estar  muerto,  pero  aparecía  casi  sentado  dentro  del
ataúd, cuya tapa, en una furiosa lucha, había levantado parcialmente.
Fue llevado en seguida al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en
estado de asfixia. Después de algunas horas reaccionó, reconoció a sus amigos y, con frases
entrecortadas, habló de sus angustias en el sepulcro.
A través de su relato resultó claro que la víctima debía haber conservado conciencia de
la vida durante más de una hora después de la inhumación, hasta perder el sentido. La fosa
había sido llenada descuidadamente con una tierra muy porosa, sin apisonarla, y así le llegó
algo de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y trató a su vez de hacerse oír. El
tumulto en el interior de la tierra, dijo, fue lo que pareció despertarlo de un profundo sueño,
pero apenas despierto comprendió el espantoso horror de su estado.
Este  paciente,  según  se  dice,  iba  mejorando  y  parecía  encaminado  hacia  un
restablecimiento  definitivo,  cuando  sucumbió  víctima  del  charlatanismo  de  la
experimentación médica. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos
paroxismos estáticos que en ocasiones produce.
La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien
conocido y muy extraordinario, donde su acción brindó la manera de volver a la vida a un
joven abogado de Londres que estuviera enterrado durante dos días. Esto ocurrió en 1831, y
en el momento causó profunda sensación en todas partes donde fue tema de conversación.
El  paciente,  Mr.  Edward  Stapleton,  había  muerto  aparentemente  de  fiebre  tifus,
acompañada  de  algunos  síntomas  anómalos  que  excitaron  la  curiosidad  de  sus  médicos.
Después de su aparente deceso, se solicitó a los amigos una autorización para un examen
post  mortem, pero éstos se negaron  a  permitirlo.  Como sucede con frecuencia ante tales
negativas, los médicos resolvieron desenterrar el cuerpo y disecarlo a gusto, en privado. Se
hicieron fáciles arreglos con algunos de los numerosos ladrones de cadáveres que abundan
en  Londres,  y  la  tercera  noche  después  de  la  inhumación  el  supuesto  cadáver  fue
desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en la sala operatoria
de un hospital privado. Al  practicarse  una  incisión  de  cierta  longitud  en  el  abdomen,  el  aspecto  fresco  e
incorrupto  del  sujeto  sugirió  la  conveniencia  de  aplicar  la  batería.  Se  hicieron  sucesivos
experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada peculiar en ningún sentido, salvo, en
una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor que la ordinaria en la acción convulsiva.
Era tarde. Estaba por amanecer y se juzgó oportuno, al fin, proceder de inmediato a la
disección. Pero uno de los estudiantes tenía especiales deseos de probar una teoría propia e
insistió en la aplicación de la batería a uno de los músculos pectorales. Después de practicar
una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un
movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hasta el centro del
recinto, miró extrañado a su alrededor unos instantes y entonces... habló. Lo que dijo fue
ininteligible, pero pronunció unas palabras; el silabeo era claro. Después de hablar, cayó
pesadamente al suelo.
Por  un  momento  todos  quedaron  paralizados  de  espanto,  pero  la  urgencia  del  caso
pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que Mr. Stapleton estaba vivo, aunque en
síncope. Después de administrársele éter revivió y recobró rápidamente la salud, retornando
a  la  sociedad  de  sus  amigos,  a  quienes  se  ocultó,  sin  embargo,  toda  noticia  de  su
resurrección hasta que ya no hubo peligro de una recaída. Es de imaginar la maravilla de
aquéllos y su arrobado asombro.
La nota más espeluznante de este incidente se encuentra, sin embargo, en lo que afirma
el mismo Mr. Stapleton. Declara que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un
modo oscuro y confuso percibía lo que le estaba ocurriendo desde el momento en que fuera
declarado  muerto  por  los  médicos  hasta  aquel  en  que  cayó  desmayado  sobre  el  piso  del
hospital. «Estoy vivo», fueron las palabras incomprensibles que, después de reconocer la
sala de disección, había intentado en su apuro proferir.
Sería cosa fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo porque, en realidad,
no  nos  hacen  falta  para  sentar  el  hecho  de  que  se  producen  entierros  prematuros.  Al
reflexionar en las muy raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad
de conocerlos, debemos de admitir que han de ocurrir frecuentemente sin que lo sepamos.
En  realidad,  rara  vez  se  ha  removido  con  cierta  extensión  un  cementerio,  por  cualquier
motivo,  sin  que  aparecieran  esqueletos  en  posturas  que  insinúan  la  más  horrible  de  las
sospechas.
¡Horrible, sí, la sospecha, pero más horrible el destino! Puede asegurarse sin vacilación
que ningún suceso se presta tan terriblemente como la inhumación antes de la muerte para
llevar al colmo de la angustia física y mental. La intolerable opresión de los pulmones, las
sofocantes  emanaciones  de  la  tierra  húmeda,  las  vestiduras  fúnebres  que  se  adhieren,  el
rígido abrazo de la morada estrecha, la negrura de la noche absoluta, el silencio como un
mar abrumador, la invisible pero palpable presencia del vencedor gusano, estas cosas, junto
con los recuerdos del aire y la hierba que crecen arriba, la memoria de los amigos queridos
que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca
podrán enterarse de él, de que nuestra suerte desesperanzada es la de los muertos de verdad,
estas  consideraciones,  digo,  llevan  al  corazón  aún  palpitante  a  un  grado  de  espantoso  e
intolerable horror, ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan
angustioso en la Tierra, no podemos pensar en nada tan horrible en los dominios del más
profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tópico tienen un interés profundo;
interés  que,  sin  embargo,  en  el  sagrado  espanto  del  tópico  mismo,  depende  justa  y
específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar
ahora es mi propio conocimiento real, mí experiencia efectiva y personal. Durante  varios  años  sufrí  accesos  de  ese  singular  trastorno  que  los  médicos  se  han
puesto de acuerdo en llamar catalepsia, a falta de un nombre más definitivo. Aunque tanto
las  causas  inmediatas  como  las  predisposiciones  y  aun  el  diagnóstico  real  de  esta
enfermedad  siguen  siendo  misteriosos,  su  carácter  evidente  y  manifiesto  es  de  sobra
conocido. Las variaciones parecen serlo especialmente de grado. A veces el paciente yace
sólo un día, o un período aún más breve, en una especie de exagerado letargo. Está privado
de conocimiento y aparentemente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben
débilmente, quedan algunas huellas de calor, una ligera coloración se demora en el centro
de las mejillas y, aplicando un espejo a los labios, podemos descubrir una torpe, desigual y
vacilante  actividad  de  los  pulmones.  Otras  veces  el  trance  dura  semanas  y  aun  meses,
mientras  el  examen  más  minucioso  y  las  más  rigurosas  pruebas  médicas  no  logran
establecer  ninguna  distinción  material  entre  el  estado  del  paciente  y  lo  que  concebimos
como muerte absoluta. Muy a menudo lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que lo
sabían  ya  atacado  de  catalepsia,  y  la  consiguiente  sospecha,  pero  sobre  todo  lo  salva  su
apariencia  incorrupta.  La  enfermedad  avanza,  por  fortuna,  gradualmente.  Las  primeras
manifestaciones,  aunque  marcadas,  son  inequívocas.  Los  ataques  son  cada  vez  más
característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la seguridad principal en
cuanto a la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera el carácter grave que en
ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente depositado vivo en la tumba.
Mi caso difería en características sin importancia de los mencionados en los libros de
medicina.  A  veces,  sin  ninguna  causa  aparente,  me  sumía  poco  a  poco  en  un  estado  de
semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad para moverme o para
hablar  o  pensar,  pero  con  una  confusa  conciencia  letárgica  de  vida  y  de  la  presencia  de
aquellos que rodeaban mi lecho, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía,
de improviso, el perfecto conocimiento. Otras veces el acceso era rápido, fulminante. Me
sentía  enfermo,  aterido,  helado,  con  vértigo  y,  de  pronto,  caía  postrado.  Entonces  todo
estaba vacío semanas enteras, y negro, silencioso, y la nada se convertía en el universo. La
total aniquilación no podía ser mayor. De estos últimos ataques despertaba, sin embargo, en
una lenta gradación comparada con la instantaneidad del acceso. Así como amanece el día
para  el  mendigo  sin  casa  y  sin  amigos,  para  el  que  rueda  por  las  calles  en  la  larga  y
desolada noche de invierno, así, tan tardía, tan cansada, tan alegre volvía a mí la luz del
Alma.
Pero, fuera de la tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera
advertido  que  sufría  tal  enfermedad  a  menos  que  una  peculiaridad  de  mi  sueño  pudiera
considerarse como provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar de inmediato
la posesión de mis sentidos y permanecía siempre durante algunos minutos en un estado de
extravío y perplejidad, pues las facultades mentales en general y la memoria en especial se
hallaban en absoluta suspensión.
En  todos  mis  padecimientos  no  había  sufrimiento  físico,  sino  una  infinita  angustia
moral. Mi imaginación se tornó macabra. Hablaba «de gusanos, de tumbas, de epitafios».
Me perdía en ensueños de muerte, y la idea del entierro prematuro poseía permanentemente
mi espíritu. El horrible peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante
el  primero,  la  tortura  de  la  meditación  era  excesiva;  durante  la  segunda,  era  suprema.
Cuando  las  torvas  tinieblas  se  extendían  sobre  la  Tierra,  entonces,  presa  de  los  más
horrendos  pensamientos,  temblaba,  temblaba  como  los  trémulos  penachos  de  la  carroza
fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no podía soportar la vigilia, luchaba antes de consentir en
dormirme, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, al fin, me hundía en el sueño, era sólo para precipitarme de pronto en
un mundo de fantasmas sobre el cual se cernía con sus vastas, negras alas tenebrosas, la
única, la sepulcral Idea.
De las innumerables imágenes lúgubres que me oprimían en sueños elijo para mi relato
una visión solitaria. Soñé que había caído en trance cataléptico de duración y profundidad
mayores que las habituales. De pronto una mano helada se posó en mi frente y una voz
impaciente, farfullante, susurró en mi oído:« ¡Levántate! »
Me senté. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado.
No podía traer a la memoria ni el período durante el cual había caído en trance, ni el lugar
donde yacía ahora. Mientras permanecía inmóvil, intentando reunir mis pensamientos, la
fría mano me aferró con fuerza de la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz
farfullante decía de nuevo:
—¡Levántate! ¿No te ordené que te levantaras?
—Y tú—pregunté—, ¿quién eres?
—No tengo nombre en las regiones donde habito—replicó la voz, plañidera—. Fui un
hombre y soy un demonio. Soy implacable, pero digno de lástima. Tú has de sentir que me
estremezco. Me rechinan los dientes mientras hablo y, sin embargo, no es por el frío de la
noche,  de  la  noche  sin  fin.  Pero  este  horror  es  insoportable.  ¿Cómo  puedes  tú  dormir
tranquilo? No me dejan descansar los gritos de esas grandes agonías. Estos espectáculos
son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior y deja que
te muestre las tumbas. ¿No es éste un espectáculo de dolor? ¡Contempla!
Miré, y la figura invisible que seguía aferrándome la muñeca hizo abrir las tumbas de
toda  la  humanidad,  y  de  cada  una  salían  las  débiles  irradiaciones  fosfóricas  de  la
putrefacción, de modo que pude ver en sus más recónditos escondrijos, y el espectáculo de
los  cuerpos  amortajados  en  su  triste  y  solemne  sueño  con  el  gusano.  Pero,  ¡ay!,  los
verdaderos durmientes eran menos, entre muchos millones, que aquellos que no dormían, y
había una débil lucha, y había un triste desasosiego general, y de las profundidades de los
innúmeros  pozos  salía  el  melancólico  frotar  de  las  vestiduras  de  los  enterrados.  Y  entre
aquellos que parecían reposar tranquilos vi gran número que había cambiado, en mayor o
menor grado, la rígida e incómoda posición en que habían sido originariamente sepultos. Y
la voz me dijo de nuevo, mientras yo miraba:
—¿No es, acaso, ¡ah!, no es, acaso, un lastimoso espectáculo?
Pero  antes  de  que  hallara  palabras  para  replicarle,  la  figura  dejó  de  aferrarme  la
muñeca,  las  luces  fosforescentes  se  extinguieron  y  las  tumbas  se  cerraron  con  súbita
violencia, mientras de ellas brotaba un tumulto de gritos desesperados que repetían: «¿No
es acaso, ¡oh Dios!, no es acaso un espectáculo lastimoso?»
Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia
aun  a  mis  horas  de  vigilia.  Mis  nervios  se  trastornaron  y  fui  presa  de  perpetuo  horror.
Vacilaba en cabalgar, en caminar o practicar cualquier ejercicio que me apartara de casa.
En realidad, ya no me atrevía a confiar en mí mismo fuera de la inmediata presencia de
aquellos  que  conocían  mi  propensión  a  la  catalepsia,  por  miedo  de  que,  en  uno  de  mis
habituales ataques, me enterraran antes de que se determinara mi verdadero estado. Dudaba
del cuidado, de la fidelidad de mis amigos más queridos. Me asustaba pensar que, en un
trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que no tenía remedio. Llegaba a
temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar cualquier
ataque  muy  prolongado  como  excusa  suficiente  para  librarse  de  mí  definitivamente.  En
vano  trataban  de  tranquilizarme  con  las  más  solemnes  promesas.  Les  exigía,  por  los juramentos  más  sagrados,  que  en  ninguna  circunstancia  me  enterraran  hasta  que  la
descomposición material estuviera tan avanzada que impidiese toda conservación. Y aun
entonces  mis  terrores  mortales  no  atendían  a  ninguna  razón,  no  aceptaba  consuelo.
Comencé  una  serie  de  laboriosas  precauciones.  Entre  otras  cosas  mandé  rehacer  de  tal
manera  la  bóveda  familiar,  que  era  posible  abrirla  fácilmente  desde  el  interior.  La  más
ligera presión de una larga palanca que se extendía dentro de la cripta bastaba para abrir
rápidamente los portales de hierro. También estaba prevista la libre admisión de aire y luz,
y  adecuados  receptáculos  para  alimentos  y  agua,  al  alcance  del  ataúd  preparado  para
recibirme. Este ataúd estaba forrado con un material cálido y suave y provisto de una tapa
elaborada según el principio de la puerta de la bóveda, con el añadido de resortes ideados
de tal modo que el más débil movimiento del cuerpo hubiera sido suficiente para soltarla.
Además de todo esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana cuya soga (estaba
previsto) entraría por un agujero en el ataúd, siendo atada a una de las manos del cadáver.
Mas, ¡ay!, ¿de qué sirve la vigilancia contra el Destino del hombre? ¡Ni siquiera esas bien
urdidas seguridades bastaban para librar de las más extremadas angustias de la inhumación
en vida a un infeliz destinado a ellas!
Llegó  una  época  —como  ya  había  ocurrido  a  menudo—  en  que  me  encontré  a  mí
mismo emergiendo de una total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de
existencia. Lentamente, con gradación de tortuga, se acercaba el alba gris, pálida, del día
psíquico.  Un  desasosiego  aletargado.  Una  sensación  apática  de  dolor  sordo.  Ninguna
preocupación,  ninguna  esperanza,  ningún  esfuerzo.  Después  de  un  largo  intervalo,  un
retintín  en  los  oídos;  luego,  tras  un  lapso  aún  más  largo,  una  sensación  de  hormigueo  o
comezón  en  las  extremidades;  luego,  un  período  aparentemente  eterno  de  placentera
quietud,  durante  el  cual  las  sensaciones  que  despiertan  luchan  por  convertirse  en
pensamientos; luego, otra breve zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento.
Al fin, el ligero estremecerse de un párpado, e inmediatamente después, un choque eléctrico
de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes de las sienes al corazón. Y
entonces el primer esfuerzo positivo por pensar. Y entonces el primer intento de recordar. Y
entonces  un  éxito  parcial  y  evanescente.  Y  entonces  la  memoria  ha  recobrado  tanto  su
dominio,  que  en  cierta  medida  tengo  conciencia  de  mi  estado.  Siento  que  no  estoy
despertando de un sueño ordinario. Recuerdo que he padecido de catalepsia. Y entonces,
por fin, como si fuera la embestida de un océano, abruma mi alma estremecida el único
peligro horrendo, la única idea espectral, siempre dominante.
Durante unos minutos, ya poseído por esta fantasía, permanecí inmóvil. ¿Y por qué?
No  podía  reunir  valor  para  moverme.  No  me  atrevía  a  hacer  el  esfuerzo  que  había  de
tranquilizarme sobre mi destino, y, sin embargo, algo en el corazón me susurraba que era
seguro.  La  desesperación  —tal  como  ninguna  otra  desdicha  produce—,  sólo  la
desesperación me apremió, después de una larga duda, a levantar los pesados párpados. Los
levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Supe que el ataque había terminado. Supe que la crisis
de  mi  trastorno  había  pasado  ya.  Supe  que  había  recobrado  el  uso  de  mis  facultades
visuales, y, sin embargo, estaba oscuro, todo oscuro, con la intensa y total capacidad de la
Noche que dura para siempre.

Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivos, pero ninguna
voz brotó de los cavernosos pulmones que, oprimidos como por el peso de una montaña,
jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.
El  movimiento  de  las  mandíbulas  en  el  esfuerzo  por  gritar  me  mostró  que  estaban
atadas, como se hace habitualmente con los muertos. Sentí también que yacía sobre una sustancia áspera y que algo similar, a los costados, me estrechaba. Hasta ese momento no
me había atrevido a mover ninguno de los miembros, pero entonces levanté violentamente
los brazos que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Golpearon una sustancia sólida,
leñosa, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no pude
dudar de que reposaba al fin dentro de un ataúd.
Y entonces, en medio de mi infinita desgracia, vino dulcemente la Esperanza, como un
querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí y ejecuté espasmódicos conatos para
forzar la tapa; no se movía. Me palpé las muñecas en busca de la soga: no la encontré. Y así
la Consoladora huyó para siempre y una desesperación aún más vehemente reinó triunfal,
pues no podía menos de advertir la ausencia de las almohadillas que había preparado tan
cuidadosamente, y entonces llegó de improviso a mis narices el fuerte y peculiar olor de la
tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la bóveda. Había caído en trance
fuera  de  mi  casa,  entre  extraños,  dónde  y  cómo  no  podía  recordarlo,  y  ellos  me  habían
enterrado como a un perro, metido en un ataúd común claveteado, y arrojado a lo profundo,
en lo profundo y para siempre, de alguna tumba ordinaria, anónima.
Cuando esta horrible convicción se abrió paso en las más íntimas estancias de mi alma,
luché  una  vez  más  por  gritar.  Y  este  segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje grito
continuo, un alarido de agonía resonó en los ámbitos de la noche subterránea.
—Vamos, vamos, ¿qué es eso?—dijo una voz áspera, en respuesta.
—¿Qué diablos pasa ahora?—dijo un segundo.
—¡Fuera de ahí! —exclamó un tercero.
—¿Por qué aúlla de esa manera, como si fuese un gato montés?—dijo un cuarto.
Y entonces unos individuos muy rústicos me sujetaron y me sacudieron sin ceremonias.
No  me  despertaron  de  mi  sueño,  pues  estaba  bien  despierto  cuando  grité,  pero  me
devolvieron a la plena posesión de mi memoria.
Esta aventura ocurría cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo me
había internado, en una expedición de caza, varias millas abajo a orillas del río James. Se
acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa
anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos brindó el único abrigo disponible. Le
sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las
dos  únicas  literas;  no  hace  falta  describir  las  literas  de  una  chalupa  de  sesenta  o  setenta
toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Su ancho era de dieciocho pulgadas.
La distancia entre el fondo y la cubierta era precisamente la misma. Me resultó dificilísimo
introducirme  en  ella.  Sin  embargo  dormí  profundamente  y  toda  mi  visión,  pues  no  era
sueño  ni  pesadilla,  surgió  naturalmente  de  las  circunstancias  de  mi  posición,  del  giro
habitual  de  mis  pensamientos  y  de  la  dificultad,  a la  cual  he  aludido, de  concentrar  mis
sentidos y especialmente de recobrar la memoria durante largo tiempo después de despertar
de un sueño. Los hombres que me sacudieron eran la tripulación de la chalupa y algunos
jornaleros contratados para cargarla. De la carga misma procedía el olor a tierra. La venda
alrededor de las mandíbulas era un pañuelo de seda con el cual me había atado la cabeza a
falta de mi acostumbrado gorro de dormir.
Las  torturas  sufridas  fueron  indudablemente  iguales  en  aquel  momento  a  las  de  la
verdadera sepultura. Eran espantosas, de un horror inconcebible; pero del Mal procede el
Bien,  porque  su  mismo  exceso  provocó  en  mi  espíritu  una  inevitable  reacción.  Mi  alma
adquirió vigor, adquirió temple. Viajé al extranjero. Hice vigorosos ejercicios. Respiré el
aire  libre  del  cielo.  Pensé  en  otros  temas  que  la  muerte.  Dejé  a  un  lado  mis  libros  de
medicina. Quemé a Buchan. No leí más Pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En poco tiempo me convertí en un hombre
nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre
mis aprensiones sepulcrales, y con ellas se desvanecieron los trastornos catalépticos, de los
cuales fueran, quizá, menos consecuencia que causa.
Hay momentos en que, aun para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste
humanidad puede cobrar la apariencia del infierno, pero la imaginación del hombre no es
Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores
sepulcrales no puede considerarse totalmente imaginaria, pero, como los Demonios en cuya
compañía Afrasiab realizó su viaje por el Oxus, deben dormir o nos devorarán, debemos
permitirles el sueño, o pereceremos.

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Silencio

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