miércoles, 5 de julio de 2017

Un cuento de las Montañas Escabrosas


Durante  el  otoño  del  año  1827,  mientras  residía  cerca  de  Charlottesville  (Virginia),
trabé relación por casualidad con Mr. Augustus Bedloe. Este joven caballero era notable en
todo  sentido  y  despertó  en  mí  un  interés  y  una  curiosidad  profundos.  Me  resultaba
imposible comprenderlo tanto en lo físico como en lo moral. De su familia no pude obtener
informes  satisfactorios.  Nunca  averigüé  de  dónde  venía.  Aun  en  su  edad  —si  bien  lo
califico  de  joven  caballero—  había  algo  que  me  desconcertaba  no  poco.  Seguramente
parecía joven, y se complacía en hablar de su juventud; mas había momentos en que no me
hubiera  costado  mucho  atribuirle  cien  años  de  edad.  Pero  nada  más  peculiar  que  su
apariencia  física.  Era  singularmente  alto  y  delgado,  muy  encorvado.  Tenía  miembros
excesivamente largos y descarnados, la frente ancha y alta, la tez absolutamente exangüe, la
boca grande y flexible, y los dientes más desparejados, aunque sanos, que jamás he visto en
una cabeza humana. La expresión de su sonrisa, sin embargo, en modo alguno resultaba
desagradable,  como  podía  suponerse;  pero  era  absolutamente  invariable.  Tenía  una
profunda melancolía, una tristeza uniforme, constante. Sus ojos eran de tamaño anormal,
grandes  y  redondos,  como  los  del  gato.  También  las  pupilas  con  cualquier  aumento  o
disminución de luz sufrían una contracción o una dilatación como la que se observa en la
especie  felina.  En  momentos  de  excitación  le  brillaban  los  ojos  hasta  un  punto  casi
inconcebible;  parecían  emitir  rayos  luminosos,  no  de  una  luz  reflejada,  sino  intrínseca,
como una bujía, como el sol; pero por lo general tenía un aspecto tan apagado, tan velado y
opaco, que evocaban los ojos de un cadáver largo tiempo enterrado.
Estas características físicas parecían causarle mucha molestia y continuamente aludía a
ellas  en  un  tono  en  parte  explicativo,  en  parte  de  disculpa,  que  la  primera  vez  me
impresionó penosamente. Pronto, sin embargo, me acostumbré a él y mi incomodidad se
desvaneció. Parecía proponerse más bien insinuar, sin afirmarlo de modo directo, que su
aspecto físico no había sido siempre el de ahora, que una larga serie de ataques neurálgicos
lo  habían  reducido  de  una  belleza  mayor  de  la  común  a  eso  que  ahora  yo  contemplaba.
Hacía mucho tiempo que le atendía un médico llamado Templeton, un viejo caballero de
unos  setenta  años,  a  quien  conociera  en  Saratoga  y  cuyos  cuidados  le  habían
proporcionado,  o  por  lo  menos  así  lo  pensaba,  gran  alivio.  El  resultado  fue  que  Bedloe,
hombre  rico,  había  hecho  un  arreglo  con  el  doctor  Templeton,  por  el  cual  este  último,
mediante  un  generoso  pago  anual,  consintió  en  consagrar  su  tiempo  y  su  experiencia
médica al cuidado exclusivo del enfermo.
El  doctor  Templeton  había  viajado  mucho  en  sus  tiempos  juveniles,  y  en  París  se
convirtió, en gran medida, a las doctrinas de Mesmer. Por medio de curas magnéticas había
logrado aliviar los agudos dolores de su paciente, que, movido por este éxito, sentía cierto
grado  natural  de  confianza  en  las  opiniones  en  las  cuales  se  fundaba  el  tratamiento.  El
doctor,  sin  embargo,  como  todos  los  fanáticos,  había  luchado  encarnizadamente  por
convertir  a  su  discípulo,  y  al  fin  consiguió  inducirlo  a  que  se  sometiera  a  numerosos
experimentos. Con la frecuente repetición de éstos logró un resultado que en los últimos
tiempos se ha vulgarizado hasta el punto de llamar poco o nada la atención, pero que en el
período al cual me refiero era apenas conocido en América. Quiero decir que entre el doctor
Templeton  y  Bedloe  se  había  establecido  poco  a  poco  un  rapport  muy  definido  y  muy intenso,  una relación  magnética.  No  estoy en condiciones de asegurar,  sin  embargo,  que
este rapport se extendiera más allá de los límites del simple poder de provocar sueño; pero
el  poder  en  sí  mismo  había  alcanzado  gran  intensidad.  El  primer  intento  de  producir
somnolencia magnética  fue  un  absoluto fracaso para  el  mesmerista.  El  quinto  o  el  sexto
tuvo  un  éxito  parcial,  conseguido  después  de  largo  y  continuado  esfuerzo.  Sólo  en  el
duodécimo  el  triunfo  fue  completo.  Después  de  éste  la  voluntad  del  paciente  sucumbió
rápidamente a la del médico, de modo que, cuando los conocí, el sueño se producía casi de
inmediato  por  la  simple  voluntad  del  operador,  aun  cuando  el  enfermo  no  estuviera
enterado de su presencia. Sólo ahora, en el año 1845, cuando se comprueban diariamente
miles de milagros similares, me atrevo a referir esta aparente imposibilidad como un hecho
tan cierto como probado.
El temperamento de Bedloe era sensitivo, excitable y exaltado en el más alto grado. Su
imaginación  se  mostraba  singularmente  vigorosa  y  creadora,  y  sin  duda  sacaba  fuerzas
adicionales  del  uso  habitual  de  la  morfina,  que  ingería  en  gran  cantidad  y  sin  la  cual  le
hubiera resultado imposible vivir. Era su costumbre tomar una dosis muy grande todas las
mañanas inmediatamente después del desayuno, o más bien después de una taza de café
cargado, pues no comía nada antes de mediodía, y luego salía, solo o acompañado por un
perro, en un largo paseo por la cadena de salvajes y sombrías colinas que se alzan hacia el
suroeste de Charlottesville y son honradas con el título de Montañas Escabrosas.
Un día oscuro, caliente, neblinoso de fines de noviembre, durante el extraño interregno
de las estaciones que en Norteamérica se llama verano indio, Mr. Bedloe partió, como de
costumbre, hacia las colinas. Transcurrió el día, y no volvió.
A eso de las ocho de la noche, ya seriamente alarmados por su prolongada ausencia,
estábamos a punto de salir en su busca, cuando apareció de improviso, en un estado no peor
que el habitual, pero más exaltado que de costumbre. Su relato de la expedición y de los
acontecimientos que lo habían detenido fue en verdad singular.
«—Recordarán ustedes —dijo— que eran alrededor de las nueve de la mañana cuando
salí de Charlottesville. De inmediato dirigí mis pasos hacia las montañas y, a eso de las
diez, entré en una garganta completamente nueva para mí. Seguí los recodos de este paso
con gran interés. El paisaje que se veía por doquiera, aunque apenas digno de ser llamado
imponente, presentaba un indescriptible y para mí delicioso aspecto de lúgubre desolación.

La soledad parecía absolutamente virgen. No pude menos de pensar que aquel verde césped
y aquellas rocas grises nunca habían sido holladas hasta entonces por pies humanos. Tan
absoluto  era  su  apartamiento  y  en  realidad  tan  inaccesible  —salvo  por  una  serie  de
accidentes— la entrada del barranco, que no es nada imposible que yo haya sido el primer
aventurero, el primerísimo y único aventurero que penetró en sus reconditeces.
»La espesa y peculiar niebla o humo que caracteriza al verano indio y que ahora flota,
pesada, sobre todos los objetos, servía sin duda para ahondar la vaga impresión que esos
objetos creaban. Tan densa era esta agradable bruma, que en ningún momento pude ver a
más de doce yardas en el sendero que tenía delante. Este sendero era sumamente sinuoso y,
como no se podía ver el sol, pronto perdí toda idea de la dirección en que andaba. Entre
tanto  la  morfina  obró  su  efecto  acostumbrado:  el  de  dotar  a  todo  el  mundo  exterior  de
intenso interés. En el temblor de una hoja, en el matiz de una brizna de hierba, en la forma
de un trébol, en el zumbido de una abeja, en el brillo de una gota de rocío, en el soplo del
viento, en los suaves olores que salían del bosque había todo un universo de sugestión, una
alegre y abigarrada serie de ideas fragmentarias desordenadas.
»Absorto,  caminé  durante  varias  horas,  durante  las  cuales  la  niebla  se  espesó  a  mi alrededor hasta tal punto que al fin me vi obligado a buscar a tientas el camino. Y entonces
una  indescriptible  inquietud  se  adueñó  de  mí,  una  especie  de  vacilación  nerviosa,  de
temblor.  Temí  caminar,  no  fuera  a  precipitarme  en  algún  abismo.  Recordaba,  además,
extrañas  historias  sobre  esas  Montañas  Escabrosas,  sobre  una  raza  extraña  y  fiera  de
hombres que ocupaban sus bosquecillos y sus cavernas. Mil fantasías vagas me oprimieron
y desconcertaron, fantasías más afligentes por ser vagas. De improviso detuvo mi atención
el fuerte redoble de un tambor.
»Mi  asombro  fue  por  supuesto  extremado.  Un  tambor  en  esas  colinas  era  algo
desconocido.  No  podía  sorprenderme  más  el  sonido  de  la  trompeta  del  Arcángel.  Pero
entonces surgió una fuente de interés y de perplejidad aún más sorprendente. Se oyó un
extraño son de cascabel o campanilla, como de un manojo de grandes llaves, y al instante
pasó como una exhalación, lanzando un alarido, un hombre semidesnudo de rostro atezado.
Pasó tan cerca que sentí su aliento caliente en la cara. Llevaba en una mano un instrumento
compuesto por un conjunto de aros de acero, y los sacudía vigorosamente al correr. Apenas
había  desaparecido  en  la  niebla  cuando,  jadeando  tras  él,  con  la  boca  abierta  y  los  ojos
centelleantes,  se  precipitó  una  enorme  bestia.  No  podía  equivocarme  acerca  de  su
naturaleza. Era una hiena.
»La  vista  de  este  monstruo,  en  vez  de  aumentar  mis  terrores  los  alivió,  pues  ahora
estaba  seguro  de  que  soñaba,  e  intenté  despertarme.  Di  unos  pasos  hacia  adelante  con
audacia,  con  vivacidad.  Me  froté  los  ojos.  Grité.  Me  pellizqué  los  brazos.  Un  pequeño
manantial  se  presentó  ante  mi  vista  y  entonces,  deteniéndome,  me  mojé  las  manos,  la
cabeza y el cuello. Esto pareció disipar las sensaciones equívocas que hasta entonces me
perturbaran.  Me  enderecé,  como  lo  pensaba, convertido en un  hombre  nuevo  y  proseguí
tranquilo y satisfecho mi desconocido camino.
»Al fin, extenuado por el ejercicio y por cierta opresiva cerrazón de la atmósfera, me
senté bajo un árbol. En ese momento llegó un pálido resplandor de sol y la sombra de las
hojas del árbol cayó débil pero definida sobre la hierba. Pasmado, contemplé esta sombra
durante varios minutos. Su forma me dejó estupefacto. Miré hacia arriba. El árbol era una
palmera.
»Entonces  me  levanté  apresuradamente  y  en  un  estado  de  terrible  agitación,  pues  la
suposición de que estaba soñando ya no me servía. Vi, comprendí que era perfectamente
dueño  de  mis  sentidos,  y  estos  sentidos  brindaban  a  mi  alma  un  mundo  de  sensaciones
nuevas y singulares. El calor tornóse de pronto intolerable. La brisa estaba cargada de un
extraño olor. Un murmullo bajo, continuo, como el que surge de un río crecido pero que
corre suavemente, llegó a mis oídos, mezclado con el susurro peculiar de múltiples voces
humanas.
»Mientras escuchaba en el colmo de un asombro que no necesito describir, una fuerte y
breve ráfaga de viento disipó la niebla oprimente como por obra de magia.
»Me  encontré  al  pie  de  una  alta  montaña  y  mirando  una  vasta  llanura  por  la  cual
serpeaba un majestuoso río. A orillas de este río había una ciudad de apariencia oriental,
como  las  que  conocemos  por  las  Mil  y  una  noches,  pero  más  singular  aún  que  las  allí
descritas. Desde mi posición, a un nivel mucho más alto que el de la ciudad, podía percibir
cada  rincón  y  escondrijo  como  si  estuviera  delineado  en  un  mapa.  Las  calles  parecían
innumerables  y  se  cruzaban  irregularmente  en  todas  direcciones,  pero  eran  más  bien
pasadizos  sinuosos  que  calles,  y  bullían  de  habitantes.  Las  casas  eran  extrañamente
pintorescas.  A  cada  lado  había  profusión  de  balcones,  galerías,  torrecillas,  templetes  y
minaretes fantásticamente tallados. Abundaban los bazares, y había un despliegue de ricas mercancías  en  infinita  variedad  y  abundancia:  sedas,  muselinas,  la  cuchillería  más
deslumbrante, las joyas y gemas más espléndidas. Además de estas cosas se veían por todas
partes  estandartes  y  palanquines,  literas  con  majestuosas  damas  rigurosamente  veladas,
elefantes  con  gualdrapas  suntuosas,  ídolos  grotescamente  tallados,  tambores,  pendones,
gongos,  lanzas,  mazas  doradas  y  argentinas.  Y  en  medio  de  la  multitud,  el  clamor,  el
enredo,  la  confusión  general,  en  medio  del  millón  de  hombres  blancos  y  amarillos  con
turbantes  y  túnicas  y  barbas  caudalosas,  vagaba  una  innumerable  cantidad  de  toros
sagrados,  mientras  vastas  legiones  de  asquerosos  monos  también  sagrados  trepaban,
parloteando y chillando, a las cornisas de las mezquitas, o se colgaban de los minaretes y de
las  torrecillas.  De  las  hormigueantes  calles  bajaban  a  las  orillas  del  río  innumerables
escaleras  que  llegaban  a  los  baños,  mientras  el  río  mismo  parecía  abrirse  paso  con
dificultad a través de las grandes flotas de navíos muy cargados que se amontonaban a lo
largo y a lo ancho de su superficie. Más allá de los límites de la ciudad se levantaban, en
múltiples grupos majestuosos, la palmera y el cocotero, y otros gigantescos y misteriosos
árboles añosos, y aquí y allá podía verse un arrozal, alguna choza campesina con techo de
paja,  un  aljibe,  un  templo  perdido,  un  campamento  gitano,  o  una  solitaria  y  graciosa
doncella encaminándose, con un cántaro sobre la cabeza, hacia las orillas del magnifico río.
«Ustedes dirán ahora, por supuesto, que yo soñaba; pero no es así. Lo que vi, lo que oí, lo
que sentí, lo que pensé, nada tenía de la inequívoca idiosincrasia del sueño. Todo poseía
una  consistencia  rigurosa  y  propia.  Al  principio,  dudando  de  estar  realmente  despierto,
inicié  una  serie  de  pruebas  que  pronto  me  convencieron  de  que,  en  efecto,  lo  estaba.
Cuando  uno  sueña  y  en  el  sueño  sospecha  que  sueña,  la  sospecha  nunca  deja  de
confirmarse y el durmiente se despierta de inmediato. Por eso Novalis no se equivoca al
decir que “estamos próximos a despertar cuando soñamos que soñamos”. Si hubiera tenido
esta visión tal como la describo, sin sospechar que era un sueño, entonces podía haber sido
un sueño; pero habiéndose producido así, y siendo, como lo fue, objeto de sospechas y de
pruebas, me veo obligado a clasificarla entre otros fenómenos.»
—En esto no estoy seguro de que se equivoque —observó el doctor Templeton—, pero
continúe. Usted se levantó y descendió a la ciudad.
«—Me  levanté  —continuó  Bedloe  mirando  al  doctor  con  un  aire  de  profundo
asombro—, me levanté como usted dice y descendí a la ciudad. En el camino encontré una
inmensa multitud que atestaba las calles y se dirigía en la misma dirección, dando muestras
en  todos  sus  actos  de  la  más  intensa  excitación.  De  pronto,  y  por  algún  impulso
inconcebible, experimenté un fuerte interés personal en lo que estaba sucediendo. Sentía
que debía desempeñar un importante papel, sin saber exactamente cuál. La multitud que me
rodeaba,  sin  embargo,  me  inspiró  un  profundo  sentimiento  de  animosidad.  Me  aparté
bruscamente,  deprisa,  por  un  sendero  tortuoso,  llegué  a  la  ciudad  y  entré.  Todo  era  allí
tumulto,  contienda.  Un  pequeño  grupo  de  hombres  vestidos  con  ropas  semiindias,
semieuropeas, y comandado por caballeros de uniforme en parte británico, combatían en
desventaja con la bullente chusma de las callejuelas. Me uní a la parte más débil, con las
armas  de  un  oficial  caído,  y  luché  no  sé  contra  quién,  con  la  nerviosa  ferocidad  de  la
desesperación. Pronto fuimos vencidos por el número y buscamos refugio en una especie de
quiosco. Allí nos atrincheramos y por un momento estuvimos seguros. Desde una aspillera
cerca  del  pináculo  del  quiosco  vi  una  vasta  multitud,  en  furiosa  agitación,  rodeando  y
asaltando un alegre palacio que dominaba el río. Entonces, desde una ventana superior de
ese palacio bajó un personaje, de aspecto afeminado, valiéndose de una cuerda hecha con
los turbantes de sus sirvientes. Cerca había un bote, en el cual huyó a la orilla opuesta del río.
»Y entonces un nuevo propósito se apoderó de mi espíritu. Dije unas pocas palabras
apresuradas pero enérgicas a mis compañeros y, logrando ganar a algunos para mi causa,
hice  una  frenética  salida  desde  el  quiosco.  Nos  precipitamos  entre  la  multitud  que  lo
rodeaba. Al principio ésta se retiró a nuestro paso. Volvió a unirse, luchó enloquecida, se
retiró  de  nuevo.  Entretanto  nos  habíamos  alejado  del  quiosco  y  nos  extraviamos  y
confundimos en las estrechas calles de casas altas, salientes, en cuyas profundidades el sol
nunca  había  podido  brillar.  La  canalla  presionó  impetuosa  contra  nosotros,  acosándonos
con sus lanzas y abrumándonos a flechazos. Las flechas eran muy curiosas, algo parecidas
al sinuoso cris malayo. Imitaban el cuerpo de una serpiente ondulada y eran largas y negras,
con púa  envenenada.  Una  de  ellas  me  hirió en la sien  derecha. Me  tambaleé  y  caí.  Una
instantánea y espantosa náusea me invadió. Me debatí, jadeando, hasta morir.»
—No puede usted insistir ahora —dije, sonriendo— en que toda su aventura no fue un
sueño. No se dispondrá a sostener que está muerto, ¿verdad?
Al  decir  estas  palabras  esperaba  de  parte  de  Bedloe  alguna  vivaz  salida  a  modo  de
réplica; pero, para asombro mío, vaciló, tembló, se puso terriblemente pálido y permaneció
silencioso. Miré a Templeton. Estaba rígido y erecto en su silla, daba diente con diente y
los ojos se le salían de las órbitas.
—¡Continúe! —dijo por fin con voz ronca.
—Durante  varios  minutos  —prosiguió  Bedloe—  mi  único  sentimiento,  mi  única
sensación fue de oscuridad, de nada, junto con la conciencia de la muerte. Por fin mi alma
pareció  sufrir  un  violento  y  repentino  choque,  como  de  electricidad.  Con  él  apareció  la
sensación de elasticidad y de luz. Sentí la luz, no la vi. Por un instante me pareció que me
levantaba del suelo. Pero no tenía presencia corpórea, ni visible, ni audible, ni palpable. La
multitud  se  había  marchado.  El  tumulto  había  cesado.  La  ciudad  se  hallaba  en  relativo
reposo. Abajo yacía mi cadáver con la flecha en la sien, la cabeza enormemente hinchada y
desfigurada.  Pero  todas  estas  cosas  las  sentí,  no  las  vi.  Nada  me  interesaba.  El  mismo
cadáver  era  como  si  no  fuese  cosa  mía.  Voluntad  no  tenía  ninguna,  pero  algo  parecía
impulsarme a moverme y me deslicé flotando fuera de la ciudad, volviendo a recorrer el
sendero  sinuoso  por  el  cual  había  entrado.  Cuando  llegué  al  punto  del  barranco  en  las
montañas  donde  encontrara  la  hiena,  experimenté  de  nuevo  un  choque  como  de  batería
galvánica;  las  sensaciones  de  peso,  de  voluntad,  de  sustancia  volvieron.  Recobré  mi  ser
original y dirigí ansioso mis pasos hacia casa, pero el pasado no había perdido la vivacidad
de lo real, y ni siquiera ahora, ni siquiera por un instante, puedo obligar a mi entendimiento
a considerarlo como un sueño.
—No lo era —dijo Templeton con un aire de profunda solemnidad—, y sin embargo
sería difícil decir de qué otra manera podría llamárselo. Supongamos tan sólo que el alma
del  hombre  actual  está  al  borde  de  algunos  estupendos  descubrimientos  psíquicos.
Contentémonos con esta suposición. En cuanto al resto, tengo alguna explicación que dar.
He  aquí  una  acuarela  que  debería  haberle  mostrado  antes,  pero  no  lo  hice  porque  hasta
ahora me lo impidió un inexplicable sentimiento de horror.
Miramos la figura que presentaba. Nada le vi de extraordinario, pero su efecto sobre
Bedloe fue prodigioso. Casi se desmayó al verlo. Y sin embargo era tan sólo un retrato, una
miniatura de milagrosa exactitud, por cierto, un retrato de sus notables facciones. Por lo
menos esto fue lo que pensé al mirarlo.
«—Advertirán ustedes —dijo Templeton— la fecha de este retrato. Aquí está, apenas
visible, en este ángulo: 1780. En ese año fue hecho el retrato. Pertenece a un amigo muerto, a  Mr.  Oldeb,  de  quien  fui  muy  íntimo  en  Calcuta,  durante  la  administración  de  Warren
Hastings.  Entonces  tenía  yo  sólo  veinte  años.  La  primera  vez  que  lo  vi,  Mr.  Bedloe,  en
Saratoga, la milagrosa semejanza existente entre usted y la pintura fue lo que me indujo a
hablarle,  a  buscar  su  amistad  y  a  llegar  a  un  arreglo  por  el  cual  me  convertí  en  su
compañero constante. Al hacer esto me urgía en parte, y quizá principalmente, el dolido
recuerdo del muerto, pero también, en parte, una curiosidad con respecto a usted, incómoda
y no desprovista de horror.
»En los detalles de su visión entre las colinas ha descrito usted con la más minuciosa
exactitud la ciudad india de Benarés, sobre el Río Sagrado. Los tumultos, el combate, la
matanza fueron los sucesos reales de la insurrección de Cheyte Sing que ocurrió en 1780,
cuando la vida de Hastings corrió inminente peligro. El hombre que escapaba por la cuerda
de turbantes era el mismo Cheyte Sing. El destacamento del quiosco estaba formado por
cipayos  y  oficiales  británicos,  comandados  por  Hastings.  Yo  formaba  parte  de  ese
destacamento e hice todo lo posible para impedir la temeraria y fatal salida del oficial que
cayó,  en  las  atestadas  callejuelas,  herido  por  la  flecha  envenenada  de  un  bengalí.  Aquel
oficial era mi amigo más querido. Era Oldeb. Lo verán ustedes en estos manuscritos —aquí
sacó un cuaderno de notas donde había varias páginas que parecían recién escritas—; en el
mismo momento en que usted imaginaba esas cosas entre las colinas, yo estaba entregado a
la tarea de detallarlas sobre el papel, aquí, en casa.»
Aproximadamente  una  semana  después  de  esta  conversación,  en  el  periódico  de
Charlottesville aparecieron los siguientes párrafos:
«Tenemos  el  penoso  deber  de  anunciar  la  muerte  de  Mr.  AUGUSTUS  BEDLO,
caballero cuyas amables costumbres y numerosas virtudes le habían ganado el afecto de los
ciudadanos de Charlottesville.
»Mr. B. había padecido durante varios años neuralgias que con frecuencia amenazaron
con un fin fatal; pero ésta no puede ser considerada sino la causa mediata de su deceso. La
causa  próxima  es  especialmente  singular.  En  una  excursión  a  las  Montañas  Escabrosas,
hace unos días, Mr. B. tomó un poco de frío y contrajo fiebre acompañada por gran aflujo
de sangre a la cabeza. Para aliviar esto, el doctor Templeton recurrió a la sangría local, por
medio de sanguijuelas aplicadas a las sienes. En un período terriblemente breve el paciente
murió, viéndose entonces que en el recipiente de las sanguijuelas se había introducido por
casualidad una de las vermiculares venenosas que de vez en cuando se encuentran en las
charcas vecinas. Ésta se adhirió a una pequeña arteria de la sien derecha. Su gran semejanza
con la sanguijuela medicinal fue causa de que se advirtiera demasiado tarde el error.»


N.  B.  La  sanguijuela  venenosa  de  Charlottesville  siempre  puede  distinguirse  de  la
medicinal  por  su  color  negro  y  especialmente  por  sus  movimientos  reptantes  o
vermiculares, que tienen una semejanza muy estrecha con los de la víbora.
Estaba  hablando  con  el  director  del  diario  en  cuestión  sobre  este  notable  accidente,
cuando se me ocurrió preguntar por qué el nombre del difunto figuraba como Bedlo.
—Supongo  —dije—  que  tienen  ustedes  autoridad  suficiente  para  escribirlo  así,  pero
siempre imaginé que el nombre se escribía con una e al final.
—¿Autoridad? No —replicó—. Es un simple error tipográfico. El nombre es Bedloe,
con una e, y en mi vida he sabido que se escribiera de otro modo.
—Entonces  —dije  entre  dientes  mientras  me  alejaba—,  entonces  realmente  ha
sucedido que una verdad es más extraña que cualquier ficción, pues Bedlo, sin la e, ¿qué es sino Oldeb, a la inversa? Y este hombre me dice que es un error tipográfico.

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