sábado, 15 de julio de 2017

Hop-Frog

Jamás he  conocido a  nadie  tan  dispuesto a celebrar  una broma  como  el  rey.  Parecía
vivir  tan  sólo  para  las  bromas.  La  manera  más  segura  de  ganar  sus  favores  consistía  en
narrarle un cuento donde abundaran las chuscadas, y narrárselo bien. Ocurría así que sus
siete ministros descollaban por su excelencia como bromistas. Todos ellos se parecían al
rey por ser corpulentos, robustos y sudorosos, así como bromistas inimitables. Nunca he
podido determinar si la gente engorda cuando se dedica a hacer bromas, o si hay algo en la
grasa que predispone a las chanzas; pero la verdad es que un bromista flaco resulta una rara
avis in terris.
Por lo que se refiere a los refinamientos —o, como él los denominaba, los «espíritus»
del ingenio—, el rey se preocupaba muy poco. Sentía especial admiración por el volumen
de una chanza, y con frecuencia era capaz de agregarle gran amplitud para completarla. Las
delicadezas  lo  fastidiaban.  Hubiera  preferido  el  Gargantúa  de  Rabelais  al  Zadig  de
Voltaire; de manera general, las bromas de hecho se adaptaban mejor a sus gustos que las
verbales.
En los tiempos de mi relato los bufones gozaban todavía del favor de las cortes. Varias
«potencias»  continentales  conservaban  aún  sus  «locos»  profesionales,  que  vestían  traje
abigarrado y gorro de cascabeles, y que, a cambio de las migajas de la mesa real, debían
mantenerse alerta para prodigar su agudo ingenio.
Nuestro rey tenía también su bufón. Le hacía falta una cierta dosis de locura, aunque
más no fuera, para contrabalancear la pesada sabiduría de los siete sabios que formaban su
ministerio... y la suya propia.
Su «loco», o bufón profesional, no era tan sólo un loco. Su valor se triplicaba a ojos del
rey por el hecho de que además era enano y cojo. En aquella época los enanos abundaban
en las cortes tanto como los bufones, y muchos monarcas no hubieran sabido cómo pasar
los días (los días son más largos en la corte que en cualquier otra parte) sin un bufón con el
cual reírse y un enano de quien reírse. Pero, como ya lo he hecho notar, en el noventa y
nueve  por  ciento  de  los  casos  los  bufones  son  gordos,  redondeados  y  de  movimientos
torpes, por lo cual nuestro rey se congratulaba de tener en Hop-Frog (que así se llamaba su
bufón) un triple tesoro en una sola persona.
Creo  que  el  nombre  de  Hop-Frog  no  le  fue  dado  al  enano  por  sus  padrinos  en  el
momento del bautismo, sino que recayó en su persona por concurso general de los siete
ministros,  dado  que  le  era  imposible  caminar  como  el  resto  de  los  mortales 5 .  En  efecto,
Hop-Frog sólo podía avanzar mediante un movimiento convulsivo —algo entre un brinco y
un culebreo—, movimiento que divertía interminablemente al rey y a la vez, claro está, le
servía de consuelo, aunque la corte, a pesar del vientre protuberante y el enorme tamaño de
la cabeza del rey, lo consideraba un dechado de perfección.
Pero si la deformación de las piernas sólo permitía a Hop-Frog moverse con gran dolor
y dificultad en un camino o un salón, la naturaleza parecía haber querido compensar aquella
deficiencia de sus miembros inferiores concediéndole una prodigiosa fuerza en los brazos,
que le permitía efectuar diversas hazañas de maravillosa destreza, siempre que se tratara de
trepar por cuerdas o árboles. Y mientras cumplía tales ejercicios se parecía mucho más a
                                                          
5  Hop, brinco; frog, rana. (N. del T.) una ardilla o a un mono que a una rana.
No  puedo  afirmar  con  precisión  de  qué  país  había  venido  Hop-frog.  Se  trataba,  sin
embargo,  de  una  región  bárbara  de  la  que  nadie  había  oído  hablar,  situada  a  mucha
distancia  de  la  corte  de  nuestro  rey.  Tanto  Hop-Frog  como  una  jovencita  apenas  menos
enana que él (pero de exquisitas proporciones y admirable bailarina) habían sido arrancados
por  la  fuerza  de  sus  respectivos  hogares,  situados  en  provincias  adyacentes,  y  enviados
como regalo al rey por uno de sus siempre victoriosos generales.
No  hay  que  sorprenderse,  pues,  de  que  en  tales  circunstancias  se  creara  una  gran
intimidad entre los dos pequeños cautivos. Muy pronto llegaron a ser amigos entrañables.
Hop-Frog, a pesar de sus continuas exhibiciones, no era nada popular, y no podía, por tanto,
prestar mayores servicios a Trippetta; pero ésta, con su gracia y exquisita belleza    —pese a
ser una enana—, era admirada y mimada por todos, lo cual le daba mucha influencia y le
permitía ejercerla en favor de Hop-Frog, cosa que jamás dejaba de hacer.
En ocasión de una gran solemnidad oficial (no recuerdo cuál) el rey resolvió celebrar
un  baile  de  máscaras.  Ahora  bien,  toda  vez  que  en  la  corte  se  trataba  de  mascaradas  o
fiestas semejantes, se acudía sin falta a Hop-Frog y a Trippetta, para que desplegaran sus
habilidades. Hop-Frog, sobre todo, tenía tanta inventiva para montar espectáculos, sugerir
nuevos personajes y preparar máscaras para los bailes de disfraz, que se hubiera dicho que
nada podía hacerse sin su asistencia.
Llegó la noche de la gran fiesta. Bajo la dirección de Trippetta habíase preparado un
resplandeciente  salón,  ornándolo  con  todo  aquello  que  pudiera  agregar  éclat  a  una
mascarada. La corte ardía con la fiebre de la expectativa. Por lo que respecta a los trajes y
los  personajes  a  representar,  es  de  imaginarse  que  cada  uno  se  había  aprontado
convenientemente.  Los  había  que  desde  semanas  antes  preparaban  sus  rôles,  y  nadie
mostraba la menor señal de indecisión... salvo el rey y sus siete ministros. Me es imposible
explicar por qué precisamente ellos vacilaban, salvo que lo hicieran con ánimo de broma.
Lo  más  probable  es  que,  dada  su  gordura,  les  resultara  difícil  decidirse.  A  todo  esto  el
tiempo transcurría; entonces, como postrer recurso, mandaron llamar a Trippetta y a Hop-
Frog.
Cuando  los  dos  pequeños  amigos  obedecieron  al  llamado  del  rey,  lo  encontraron
bebiendo vino con los siete miembros de su Consejo; el monarca, sin embargo, parecía de
muy mal humor. No ignoraba que a Hop-Frog le desagradaba el vino, pues producía en el
pobre lisiado una especie de locura, y la locura no es una sensación agradable. Pero el rey
amaba sus bromas y le pareció divertido obligar a Hop-Frog a beber y (como él decía) «a
estar alegre».
—Ven aquí, Hop-Frog —mandó, cuando el bufón y su amiga entraron en la sala—.
Bébete esta copa a la salud de tus amigos ausentes... (Hop-Frog suspiró)... y veamos si eres
capaz de inventar algo. Necesitamos personajes... personajes, ¿entiendes? Algo fuera de lo
común, algo raro. Estamos cansados de hacer siempre lo mismo. ¡Ven, bebe! El vino te
avivará el ingenio.
Como de costumbre, Hop-Frog trató de contestar con una chanza a las palabras del rey,
pero  sus  esfuerzos  fueron  inútiles.  Sucedió  que  aquel  día  era  el  cumpleaños  del  pobre
enano, y la orden de beber a la salud de «sus amigos ausentes» hizo acudir las lágrimas a
sus ojos. Grandes y amargas gotas cayeron en la copa mientras la tomaba, humildemente,
de manos del tirano.
—¡Ja, ja, ja! —rió éste con todas sus fuerzas—. ¡Ved lo que puede un vaso de buen
vino! ¡Si ya le brillan los ojos! ¡Pobre infeliz! Sus grandes ojos fulguraban en vez de brillar, pues el efecto del vino en su excitable cerebro era tan potente como instantáneo. Dejando la copa en la mesa con un movimiento nervioso, Hop-Frog contempló a sus amos con una mirada casi insana. Todos
ellos parecían divertirse muchísimo con la «broma» del rey.
—Y ahora, ocupémonos de cosas serias —dijo el primer ministro, que era un hombre
muy gordo.
—Sí  —aprobó  el  rey—.  Ven  aquí,  Hop-Frog,  y  ayúdanos.  Personajes,  querido
muchacho. Personajes es lo que necesitamos... ¡Ja, ja, ja!
Y como sus palabras pretendían ser una nueva chanza, los siete las celebraron a coro.
También rió Hop-Frog, aunque débilmente y como si estuviera distraído.
—Vamos, vamos —dijo impaciente el rey—. ¿No tienes nada que sugerirnos?
—Estoy tratando de pensar algo nuevo —repuso vagamente el enano, a quien el vino
había confundido por completo.
—¡Tratando! —gritó furioso el tirano—. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah, ya entiendo!
Estás melancólico y te hace falta más vino. ¡Toma, bebe esto! —y llenando otra copa la
alcanzó al lisiado, que no hizo más que mirarla, tratando de recobrar el aliento—. ¡Bebe, te
digo —aulló el monstruo—, o por todos los diablos que...!
El  enano  vaciló,  mientras  el  rey  se  ponía  púrpura  de  rabia.  Los  cortesanos  sonreían
bobamente.  Pálida  como  un  cadáver,  Trippetta  avanzó  hasta  el  sitial  del  monarca  y,
cayendo de rodillas, le imploró que dejara en paz a su amigo.
Durante  unos  instantes  el  tirano  la  miró  lleno  de  asombro  ante  tal  audacia.  Parecía
incapaz de decir o de hacer algo... de expresar adecuadamente su indignación. Por fin, sin
pronunciar una sílaba, la rechazó con violencia y le tiró a la cara el contenido de la copa.
La pobre niña se levantó como pudo y, sin atreverse a suspirar siquiera, volvió a su
sitio a los pies de la mesa.
Durante casi un minuto reinó un silencio tan mortal que se hubiera escuchado caer una
hoja o una pluma. Aquel silencio fue interrumpido por un áspero y prolongado rechinar,
que parecía venir de todos los ángulos de la sala al mismo tiempo.
—¿Qué... qué es ese ruido que estás haciendo? —preguntó el rey, volviéndose furioso
hacia el enano.
Este último parecía haberse recobrado en gran medida de su embriaguez y, mientras
miraba fija y tranquilamente al tirano en los ojos, respondió:
—¿Yo? Yo no hago ningún ruido.
—Parecía como si el sonido viniera de afuera —observó uno de los cortesanos—. Se
me ocurre que es el loro de la ventana, que se frotaba el pico contra los barrotes de la jaula.
—Eso ha de ser —afirmó el monarca, como si la sugestión lo aliviara grandemente—.
Pero hubiera jurado por el honor de un caballero que el ruido lo hacía este imbécil con los
dientes.
Al  oír  tales  palabras  el  enano  se  echó  a  reír  (y  el  rey  era  un  bromista  demasiado
empedernido para oponerse a la risa ajena), mientras dejaba ver unos enormes, poderosos y
repulsivos dientes. Lo que es más, declaró que estaba dispuesto a beber todo el vino que
quisiera su majestad, con lo cual éste se calmó en seguida. Y luego de apurar otra copa sin
efectos demasiado perceptibles, Hop-Frog comenzó a exponer vivamente sus planes para la
mascarada.
—No puedo explicarme la asociación de ideas —dijo tranquilamente y como si jamás
en su vida hubiese bebido vino—, pero apenas vuestra majestad empujó a esa niña y le
arrojó el vino a la cara, apenas hubo hecho eso, y en momentos en que el loro producía ese extraño  ruido  en  la  ventana,  se  me  ocurrió  una  diversión  extraordinaria...  una  de  las
extravagancias que se hacen en mi país, y que con frecuencia se llevan a cabo en nuestras
mascaradas. Aquí será completamente nuevo. Lo malo es que hace falta un grupo de ocho
personas, y...
—¡Pues aquí estamos! —exclamó el rey, riendo ante su agudo descubrimiento de la
coincidencia—.  ¡Justamente  ocho:  yo  y  mis  ministros!  ¡Veamos!  ¿En  qué  consiste  esa
diversión?
—La  llamamos  —repuso  el  enano—  los  Ocho  Orangutanes  Encadenados,  y  si  se  la
representa bien, resulta extraordinaria.
—Nosotros  la  representaremos  bien  —observó  el  rey,  enderezándose  y  alzando  las
cejas.
—Lo divertido de la cosa —continuó Hop-Frog— está en el espanto que produce entre
las mujeres.
—¡Magnífico! —gritaron a coro el monarca y su Consejo.
—Yo os disfrazaré de orangutanes —continuó el enano—. Dejadlo todo por mi cuenta.
El parecido será tan grande, que los asistentes a la mascarada os tomarán por bestias de
verdad... y, como es natural, sentirán tanto terror como asombro.
—¡Exquisito! —exclamó el rey—. ¡Hop-Frog, yo haré un hombre de ti!
—Usaremos cadenas para que su ruido aumente la confusión. Haremos correr el rumor
de que os habéis escapado en masse de vuestras jaulas. Vuestra majestad no puede imaginar
el efecto que en un baile de máscaras causan ocho orangutanes encadenados, los que todos
toman por verdaderos, y que se lanzan con gritos salvajes entre damas y caballeros delicada
y lujosamente ataviados. El contraste es inimitable.
—¡Así debe ser! —declaró el rey, mientras el Consejo se levantaba precipitadamente
(se hacía tarde) para poner en ejecución el plan de Hop-Frog.
La forma en que procedió éste a fin de convertir a sus amos en orangutanes era muy
sencilla,  pero  suficientemente  eficaz  para  lo  que  se  proponía.  En  la  época  en  que  se
desarrolla mi relato los orangutanes eran poco conocidos en el mundo civilizado, y como
las  imitaciones  preparadas  por  el  enano  resultaban  suficientemente  bestiales  y  más  que
suficientemente  horrorosas,  nadie  pondría  en  duda  que  se  trataba  de  una  exacta
reproducción de la naturaleza.
Ante todo, el rey y sus ministros vistieron ropa interior de tejido elástico y sumamente
ajustado.  Se  procedió  inmediatamente  a  untarlos  con  brea.  Alguien  del  grupo  sugirió
cubrirse de plumas, pero esta idea fue rechazada al punto por el enano, quien no tardó en
convencer a los ocho bromistas, mediante demostración práctica, que el pelo de orangután
puede imitarse mucho mejor con lino. Una espesa capa de este último fue por tanto aplicada
sobre la brea. Buscóse luego una larga cadena. Hop-Frog la pasó por la cintura del rey y la
aseguró; en seguida hizo lo propio con otro del grupo, y luego con el resto. Completados
los preparativos, los integrantes se apartaron lo más posible unos de otros, hasta formar un
círculo, y, para dar a la cosa su apariencia más natural, Hop-Frog tendió el sobrante de la
cadena formando dos diámetros en el círculo, cruzados en ángulo recto, tal como lo hacen
en la actualidad los cazadores de chimpancés y otros grandes monos en Borneo.
El vasto salón donde iba a celebrarse el baile de máscaras era una estancia circular, de
techo muy elevado y que sólo recibía luz del sol a través de una claraboya situada en su
punto más alto. De noche (momento para el cual había sido especialmente concebido dicho
salón) se lo iluminaba por medio de un gran lustro que colgaba de una cadena procedente
del centro del tragaluz, y que se hacía subir y bajar por medio de un contrapeso, según el sistema corriente; sólo que, para que dicho contrapeso no se viera, hallábase instalado del
otro lado de la cúpula, sobre el techo.

El arreglo del salón había sido confiado a la dirección de Trippetta; pero, por lo visto,
ésta se había dejado guiar en ciertos detalles por el más sereno discernimiento de su amigo
el enano. De acuerdo con sus indicaciones, el lustro fue retirado. Las gotas de cera de las
bujías (que en esos días calurosos resultaba imposible evitar) hubiera estropeado las ricas
vestiduras de los invitados, quienes, debido a la multitud que llenaría el salón, no podrían
mantenerse  alejados  del  centro,  o  sea  debajo  del  lustro.  En  su  reemplazo  se  instalaron
candelabros adicionales en diversas partes del salón, de modo que no molestaran, a la vez
que se fijaban antorchas que despedían agradable perfume en la mano derecha de cada una
de las cariátides que se erguían contra las paredes, y que sumaban entre cincuenta y sesenta.
Siguiendo el consejo de Hop-Frog, los ocho orangutanes esperaron pacientemente hasta
medianoche, hora en que el salón estaba repleto de máscaras, para hacer su entrada. Tan
pronto se hubo apagado la última campanada del reloj, precipitáronse —o, mejor, rodaron
juntos, ya que la cadena que trababa sus movimientos hacía caer a la mayoría y trastrabillar
a todos mientras entraban en el salón.
El revuelo producido en la asistencia fue prodigioso y llenó de júbilo el corazón del
rey. Tal como se había anticipado, no pocos invitados creyeron que aquellas criaturas de
feroz  aspecto  eran,  si  no  orangutanes,  por  lo  menos  verdaderas  bestias  de  alguna  otra
especie. Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiera tenido la precaución
de prohibir toda portación de armas en la sala, la alegre banda no habría tardado en expiar
sangrientamente  su  extravagancia.  A  falta  de  medios  de  defensa,  produjese  una  carrera
general hacia las puertas; pero el rey había ordenado que fueran cerradas inmediatamente
después  de  su  entrada,  y,  siguiendo  una  sugestión  del  enano,  las  llaves  le  habían  sido
confiadas a él.
Mientras  el  tumulto  llegaba  a  su  apogeo  y  cada  máscara  se  ocupaba  tan  sólo  de  su
seguridad personal (pues ahora había verdadero peligro a causa del apretujamiento de la
excitada  multitud),  hubiera  podido  advertirse  que  la  cadena  de  la  cual  colgaba
habitualmente  el  lustro,  y  que  había  sido  remontada  al  prescindirse  de  aquél,  descendía
gradualmente hasta que el gancho de su extremidad quedó a unos tres pies del suelo.
Poco  después  el  rey  y  sus  siete  amigos,  que  habían  recorrido  haciendo  eses  todo  el
salón,  terminaron  por  encontrarse  en  su  centro  y,  como  es  natural,  en  contacto  con  la
cadena.  Mientras  se  hallaban  allí,  el  enano,  que  no  se  apartaba  de  ellos  y  los  incitaba  a
continuar la broma, se apoderó de la cadena de los orangutanes en el punto de intersección
de  los  dos  diámetros  que  cruzaban  el  círculo  en  ángulo  recto.  Con  la  rapidez  del  rayo
insertó allí el gancho del cual colgaba antes el lustro; en un instante, y por obra de una
intervención desconocida, la cadena del lustro subió lo bastante para dejar el gancho fuera
del alcance de toda mano y, como consecuencia inevitable, arrastró a los orangutanes unos
contra otros y cara a cara.
A esta altura, los invitados iban recobrándose en parte de su alarma y comenzaban a
considerar todo aquello como una estupenda broma, por lo cual estallaron risas estentóreas
al ver la desgarbada situación en que se encontraban los monos.
—¡Dejádmelos  a  mi!  —gritó  entonces  Hop-Frog,  cuya  voz  penetrante  se  hacía
escuchar  fácilmente  en  medio  del  estrépito—,  ¡Dejádmelos  a  mí!  ¡Me  parece  que  los
conozco! ¡Si solamente pudiera mirarlos más de cerca, pronto podría deciros quiénes son!
Trepando por sobre las cabezas de la multitud, consiguió llegar hasta la pared, donde se
apoderó de una de las antorchas que empuñaban las cariátides. En un instante estuvo de vuelta  en  el  centro  del  salón  y,  saltando  con  agilidad  de  simio  sobre  la  cabeza  del  rey,
encaramóse unos cuantos pies por la cadena, mientras bajaba la antorcha para examinar el
grupo de orangutanes y gritaba una vez más:
—¡Pronto podré deciros quiénes son!
Y entonces, mientras todos los presentes (incluidos los monos) se retorcían de risa, el
bufón  lanzó  un  agudo  silbido;  instantáneamente,  la  cadena  remontó  con  violencia  a  una
altura  de  treinta  pies,  arrastrando  consigo  a  los  aterrados  orangutanes,  que  luchaban  por
soltarse,  y  los  dejó  suspendidos  en  el  aire,  a  media  altura  entre  la  claraboya  y  el  suelo.
Aferrado  a  la  cadena,  Hop-Frog  seguía  en  la  misma  posición,  por  encima  de  los  ocho
disfrazados, y, como si nada hubiese ocurrido, continuaba acercando su antorcha fingiendo
averiguar de quiénes se trataba.
Tan  estupefacta  quedó  la  asamblea  ante  esta  ascensión,  que  se  produjo  un  profundo
silencio.  Duraba  ya  un  minuto,  cuando  fue  roto  por  un  áspero  y  profundo  rechinar,
semejante al que había llamado la atención del rey y sus consejeros después que aquél hubo
arrojado  el  vino  a  la  cara  de  Trippetta.  Pero  en  esta  ocasión  no  cabía  dudar  de  dónde
procedía  el  sonido.  Venía  de  los  dientes  del  enano,  semejantes  a  colmillos  de  fiera;
rechinaban, mientras de su boca brotaba la espuma, y sus ojos, como los de un loco furioso,
se clavaban en los rostros del rey y sus siete compañeros.
—¡Ah, ya veo! —gritó, por fin, el enfurecido bufón—. ¡Ya veo quiénes son!
Y entonces, fingiendo mirar más de cerca al rey, aplicó la antorcha a la capa de lino
que lo envolvía y que instantáneamente se llenó de lívidas llamaradas. En menos de medio
minuto los ocho orangutanes ardían horriblemente entre los alaridos de la multitud, que los
miraba desde abajo, aterrada, y que nada podía hacer para prestarles ayuda.
Por fin, creciendo en su violencia, las llamas obligaron al bufón a encaramarse por la
cadena  para  escapar  a  su  alcance;  al  ver  sus  movimientos,  la  multitud  volvió  a  guardar
silencio. El enano aprovechó la oportunidad para hablar una vez más:
—Ahora veo claramente quiénes son esos hombres —dijo—. Son un gran rey y sus
siete consejeros privados. Un rey que no tiene escrúpulos en golpear a una niña indefensa, y
sus siete consejeros, que consienten ese ultraje. En cuanto a mí, no soy nada más que Hop-
Frog, el bufón... y ésta es mi última bufonada.
A  causa  de  la  alta  combustibilidad  del  lino  y  la  brea,  la  obra  de  venganza  quedó
cumplida apenas el enano hubo terminado de pronunciar estas palabras. Los ocho cadáveres
colgaban de sus cadenas en una masa irreconocible, fétida, negruzca, repugnante. El bufón
arrojó su antorcha sobre ellos y luego, trepando tranquilamente hasta el techo, desapareció
a través de la claraboya.
Se supone que Trippetta, instalada en el tejado del salón, fue cómplice de su amigo en
su ígnea venganza, y que ambos escaparon juntamente a su país, ya que jamás se los volvió
a ver.

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