miércoles, 5 de julio de 2017

El tonel de amontillado



Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me
hacía  objeto,  pero  cuando  se  atrevió  a  insultarme  juré  que  me  vengaría.  Vosotros,  sin
embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me
vengaría  a  la  larga;  esto  quedaba  definitivamente  decidido,  pero,  por  lo  mismo  que  era
definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad.
No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el
vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.
Téngase  en  cuenta  que  ni  mediante  hechos  ni  palabras  había  yo  dado  motivo  a
Fortunato  para  dudar  de  mi  buena  disposición.  Tal  como  me  lo  había  propuesto,  seguí
sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su
inmolación.
Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y
aun de temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos. Pocos italianos
poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se
adapta  al  momento  y  a  la  oportunidad,  a  fin  de  engañar  a  los  millonarios  ingleses  y
austriacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas;
pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en
este  sentido;  experto  en  vendimias  italianas,  compraba  con  largueza  todos  los  vinos  que
podía.
Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema,
cuando  encontré  a  mi  amigo.  Acercóseme  con  excesiva  cordialidad,  pues  había  estado
bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la
cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no
terminaría nunca de estrechar su mano.
—Mi  querido  Fortunato  —le  dije—,  ¡qué  suerte  haberte  encontrado!  ¡Qué  buen
semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado,
pero tengo mis dudas.
—¿Cómo?,—exclamó Fortunato—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad
de carnaval...!
—Tengo  mis  dudas  —insistí—,  pero  he  sido  lo  bastante  tonto  como  para  pagar  su
precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen
negocio.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y quiero salir de ellas.
—¡Amontillado!
—Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico,
es él. Me dirá que...
—Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
—Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.
—¡Ven! ¡Vamos! —¿Adónde?
—A tu bodega.
—No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y
Lucresi...
—No tengo nada que hacer; vamos.
—No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro.
Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.
—Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En
cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra
y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.
No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente
el  carnaval.  Como  les  había  dicho  que  no  volvería  hasta  la  mañana  siguiente,  dándoles
órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían
marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda.
Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de
múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga
escalera  de  caracol,  mientras  yo  recomendaba  a  mi  amigo  que  bajara  con  precaución.
Llegamos  por  fin  al  fondo  y  pisamos  juntos  el  húmedo  suelo  de  las  catacumbas  de  los
Montresors.
Mi  amigo  caminaba  tambaleándose,  y  al  moverse  tintinearon  los  cascabeles  de  su
gorro.
—El tonel —dijo,
—Está más delante —contesté—, pero observa las blancas telarañas que brillan en las
paredes de estas cavernas.
Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de
su embriaguez.
—¿Salitre? —preguntó, después de un momento.
—Salitre —repuse—. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.
—No es nada —dijo por fin.
—Vamos  —declaré  con  decisión—.  Volvámonos;  tu  salud  es  preciosa.  Eres  rico,
respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería
lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás
y no quiero tener esa responsabilidad. Además está Lucresi, que...
—¡Basta! —dijo Fortunato—. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de
un acceso de tos.
—Ciertamente que no —repuse—. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de
este Medoc nos protegerá de la humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase
colocada en el suelo.
—Bebe —agregué, presentándole el vino.
Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto
familiar, mientras tintineaban sus cascabeles.
—Brindo —dijo— por los enterrados que reposan en torno de nosotros.
—Y yo brindo por que tengas una larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante. —Estas criptas son enormes —observó Fortunato.
—Los Montresors —repliqué— fueron una distinguida y numerosa familia.
—He olvidado vuestras armas.
—Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante,
cuyas garras se hunden en el talón.
—¿Y el lema?
—Nemo me impune lacessit.
—¡Muy bien! —dijo Fortunato.
Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado
también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre
los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las
catacumbas.  Me  detuve  otra  vez,  atreviéndome  ahora  a  tomar  del  brazo  a  Fortunato  por
encima del codo.
—¡Mira cómo el salitre va en aumento! —dije—. Abunda como el moho en las criptas.
Estamos  debajo  del  lecho  del  río.  Las  gotas  de  humedad  caen  entre  los  huesos...  Ven,
volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos...
—No es nada —dijo Fortunato—. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de
Medoc.
Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus
ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en
una forma que no entendí.
Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
—¿No comprendes?
—No —repuse.
—Entonces no eres de la hermandad.
—¿Cómo?
—No eres un masón.
—¡Oh, sí! —exclamé—. ¡Sí lo soy!
—¿Tú, un masón? ¡Imposible!
—Un masón —insistí.
—Haz un signo —dijo él—. Un signo.
—Mira  —repuse,  extrayendo  de  entre  los  pliegues  de  mi  roquelaure  una  pala  de
albañil.
—Te estás burlando —exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos—. Pero vamos
a ver ese amontillado.
—Puesto que lo quieres —dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a
Fortunato,  que  se  apoyó  pesadamente.  Continuamos  nuestro  camino  en  busca  del
amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante
y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado
que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.
En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes
se  habían  apilado  restos  humanos  que  subían  hasta  la  bóveda,  como  puede  verse  en  las
grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de
esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo,
formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto
por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de
unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los
colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de
sólido granito, que las limitaba.
Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del
nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.
—Continúa —dije—. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi...
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le
seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca
interrumpía  su  marcha,  se  detuvo  como  atontado.  Un  segundo  más  tarde  quedaba
encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente
por  unos  dos  pies.  De  una  de  ellas  colgaba  una  cadena  corta;  de  la  otra,  un  candado.
Pasándole  la  cadena  alrededor  de  la  cintura,  me  bastaron  apenas  unos  segundos  para
aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.
—Pasa tu mano por la pared —dije— y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha
humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que
dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.
—Es cierto —repliqué—. El amontillado.
Mientras  decía  esas  palabras,  fui  hasta  el  montón  de  huesos  de  que  ya  he  hablado.
Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero.
Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la
entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de
Fortunato  se  había  disipado  en  buena  parte.  La  primera  indicación  nació  de  un  quejido
profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y
obstinado  silencio.  Puse  la  segunda  hilera,  la  tercera  y  la  cuarta;  entonces  oí  la  furiosa
vibración  de  la  cadena.  El  ruido  duró  varios  minutos,  durante  los  cuales,  y  para  poder
escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando,
por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la
quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme
nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre
la figura allí encerrada.
Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de
aquella  forma  encadenada,  me  hicieron  retroceder  con  violencia.  Vacilé  un  instante  y
temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me
bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la
catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a
aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo
hice, y sus gritos acabaron por cesar.
Ya  era  medianoche  y  mi  tarea  llegaba  a  su  término.  Había  completado  la  octava,  la
novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por
colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición.
Pero  entonces  brotó  desde  el  nicho  una  risa  apagada  que  hizo  erizar  mis  cabellos.  La
sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato.
—¡Ja, ja... ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto...  una  excelente broma...! ¡Cómo
vamos a reírnos en el palazzo... ja, ja... mientras bebamos... ja, ja!
—¡El amontillado! —dije. —¡Ja, ja...! ¡Sí... el amontillado...! Pero... ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán
esperando en el palazzo... mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
—Sí—dije—. Vámonos.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:
—¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez.
—¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue
devuelto  un  tintinear  de  cascabeles.  Sentí  que  una  náusea  me  envolvía;  su  causa  era  la
humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su
sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de
huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!

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