miércoles, 5 de julio de 2017

La máscara de la Muerte Roja

La «Muerte Roja» había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había
sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su encarnación y su sello: el rojo y el horror de
la  sangre.  Comenzaba  con  agudos  dolores,  un  vértigo  repentino,  y  luego  los  poros
sangraban  y  sobrevenía  la  muerte.  Las  manchas  escarlata  en  el  cuerpo  y  la  cara  de  la
víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía. Y la
invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron
semidespoblados  llamó  a  su  lado  a  mil  robustos  y  desaprensivos  amigos  de  entre  los
caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías
fortificadas.  Era  ésta  de  amplia  y  magnífica  construcción  y  había  sido  creada  por  el
excéntrico  aunque  majestuoso  gusto  del  príncipe.  Una  sólida  y  altísima  muralla  la
circundaba.  Las  puertas  de  la  muralla  eran  de  hierro.  Una  vez  adentro,  los  cortesanos
trajeron  fraguas  y  pesados  martillos  y  soldaron  los  cerrojos.  Habían  resuelto  no  dejar
ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí.
La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos
podían  desafiar  el  contagio.  Que  el  mundo  exterior  se  las  arreglara  por  su  cuenta;
entretanto, era una locura afligirse o meditar. El príncipe había reunido todo lo necesario
para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y
vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más
terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la
más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitidme que antes os describa
los  salones  donde  se  celebraba.  Eran  siete  —una  serie  imperial  de  estancias—.  En  la
mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues
las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la
totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del
amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad
que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta yardas había un
brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda en mitad de la
pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno
de  la  serie  de  salones.  Las  ventanas  tenían  vitrales  cuya  coloración  variaba  con  el  tono
dominante  de  la  decoración  del  aposento.  Si,  por  ejemplo,  la  cámara  de  la  extremidad
oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia
ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era
enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con
tono  naranja;  la  quinta,  con  blanco;  la  sexta,  con  violeta.  El  séptimo  aposento  aparecía
completamente cubierto  de  colgaduras  de terciopelo  negro, que abarcaban  el  techo  y las
paredes, cayendo en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad.
Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales
eran escarlata, tenían un profundo color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no
estaban  iluminadas  con  bujías  o  arañas.  Pero  en  los  corredores  paralelos  a  la  galería,  y
opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero, cuyos
rayos  proyectábanse  a  través  de  los  cristales  teñidos  e  iluminaban  brillantemente  cada
estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero
en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que, a través de los cristales de color
de sangre, se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente
siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que
pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies.
En  este  aposento,  contra  la  pared  del  poniente,  se  apoyaba  un  gigantesco  reloj  de
ébano.  Su  péndulo  se  balanceaba  con  un  resonar  sordo,  pesado,  monótono;  y  cuando  el
minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del
mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis
eran  tales  que,  a  cada  hora,  los  músicos  de la  orquesta  se  veían  obligados  a  interrumpir
momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban
por  fuerza  sus  evoluciones;  durante  un  momento,  en  aquella  alegre  sociedad  reinaba  el
desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los
más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente,
como  si  se  entregaran  a  una  confusa  meditación  o  a  un  ensueño.  Pero  apenas  los  ecos
cesaban  del  todo,  livianas  risas  nacían  en  la  asamblea;  los  músicos  se  miraban  entre  sí,
como  sonriendo  de  su  insensata  nerviosidad,  mientras  se  prometían  en  voz  baja  que  el
siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de
sesenta minutos (que abarcan tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye), el reloj
daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos
se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos
de  la  mera  moda.  Sus  planes  eran  audaces  y  ardientes,  sus  concepciones  brillaban  con
bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían
que  no  era  así.  Era  necesario  oírlo,  verlo  y  tocarlo  para tener la seguridad  de  que  no  lo
estaba.
El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete
salas  destinadas  a  la  gran  fiesta,  y  su  gusto  había  guiado  la  elección  de  los  disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo
fantasmagórico  —mucho  de  eso  que  más  tarde  habría  de  encontrarse  en  Hernani—.
Veíanse  figuras  de  arabesco,  con  siluetas  y  atuendos  incongruentes;  veíanse  fantasías
delirantes,  como  las  que  aman  los  maniacos.  Abundaba  allí  lo  hermoso,  lo  extraño,  lo
licencioso, y no faltaba lo terrible y lo repelente. En verdad, en aquellas siete cámaras se
movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en
todas  partes,  cambiando  de  color  al  pasar  por  los  aposentos,  y  haciendo  que  la  extraña
música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento
todo  queda  inmóvil;  todo  es  silencio,  salvo  la  voz  del  reloj.  Los  sueños  están  helados,
rígidos  en  sus  posturas.  Pero  los  ecos  del  tañido  se  pierden  —apenas  han  durado  un
instante—, y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la
música, viven los sueños, contorsionándose de aquí para allá con más alegría que nunca
coloreándose al pasar ante las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes.
Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las
colgaduras negras; y, para aquel cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de
ébano  un  ahogado  resonar  mucho  más  solemne  que  los  que  alcanzan  a  oír  las  máscaras
entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón
de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a
oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he
dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en
todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá
por  eso  ocurrió  que  los  pensamientos  invadieron  en  mayor  número  las  meditaciones  de
aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso
ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carillón se hubieran hundido en el silencio,
muchos  de  los  concurrentes  tuvieron  tiempo  para  advertir  la  presencia  de  una  figura
enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido
en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba
desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia.
En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una
aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella
mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba, incluso, más allá
de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay
cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aun el más relajado de los seres, para quien la
vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede
jugar.  Los  concurrentes  parecían  sentir  en  lo  más  hondo  que  el  traje  y  la  apariencia  del
desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la
cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera
al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en
dificultades para descubrir el engaño. Cierto; aquella frenética concurrencia podía tolerar, si
no  aprobar,  semejante  disfraz.  Pero  el  enmascarado  se  había  atrevido  a  asumir  las
apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente,
así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora,
con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los
bailarines),  convulsionóse  en  el  primer  momento  con  un  estremecimiento  de  terror  o  de
disgusto; pero, al punto, su frente enrojeció de rabia.
—¿Quién  se  atreve  —preguntó,  con  voz  ronca,  a  los  cortesanos  que  lo  rodeaban—,
quién  se  atreve  a  insultarnos  con  esta  burla  blasfematoria?  ¡Apoderaos  de  él  y
desenmascaradlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el
aposento  azul.  Sus  acentos  resonaron  alta  y  claramente  en  las  siete  estancias,  pues  el
príncipe era hombre osado y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul.
Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien,
en  ese  instante,  se  hallaba  a  su  alcance  y  se  acercaba  al  príncipe  con  paso  sereno  y
deliberado.  Mas  la  indecible  aprensión  que  la  insana  apariencia  del  enmascarado  había
producido  en  los  cortesanos  impidió  que  nadie  alzara  la  mano  para  detenerlo;  y  así,  sin
impedimentos,  pasó  éste  a  una  yarda  del  príncipe,  y,  mientras  la  vasta  concurrencia
retrocedía  en  un  solo  impulso  hasta  pegarse  a  las  paredes,  siguió  andando ininterrumpidamente, pero con el mismo solemne y mesurado paso que desde el principio
lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la
verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí a la violeta antes de que nadie se
hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la rabia y
la  vergüenza  de  su  momentánea  cobardía,  se  lanzó  a  la  carrera  a  través  de  los  seis
aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en
mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía
alejándose,  cuando  ésta,  al  alcanzar  el  extremo  del  aposento  de  terciopelo,  se  volvió  de
golpe  y  enfrentó  a  su  perseguidor.  Oyóse  un  agudo  grito,  mientras  el  puñal  caía
resplandeciente sobre la negra alfombra y el príncipe Próspero se desplomaba muerto.
Reuniendo  el  terrible  coraje  de  la  desesperación,  numerosas  máscaras  se  lanzaron  al
aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e
inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir
que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían
ninguna forma tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón
en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de
sangre, y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano
se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron.
Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

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